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Para qué pensar en los poetas

Leonard Cohen se adelantó y este escrito de Cristina Burneo Salazar es su tributo al poeta y al cantor. Pero al mismo tiempo se convierte en un tributo común, como la palabra que él embanderó. Como es común la verdadera poesía.

Ilustración que el artista Willo Ayllón comenzó meses antes de la muerte de Leonard Cohen y que fue terminada horas después del acontecimiento, para esta publicación.

Por Cristina Burneo Salazar

Me decían “resígnate”
pero no tengo miedo.
He recuperado mi alma. (L. Cohen)

La primera vez fue en un televisor Hitachi blanco y negro que teníamos en la cocina. Un hombre con una voz profunda aparecía en un video de MTV Canadá, que por alguna razón podíamos sintonizar. Era Leonard Cohen. El álbum The Future había salido en 1992, un año antes, e incluía la desbordante Closing Time. Más tarde, entré a los Confederate Books de la Calama. El dueño era un personaje extraño, yo no sabía qué era la bandera confederada ni por qué ondeaba en Quito esa bandera que hoy vuelve a flamear en Estados Unidos como signo sombrío de los tiempos. Empezó a sonar Suzanne. Le pedí hacerme un cassette. Aceptó, volví con un Maxell de 90 minutos y copié los nombres de las canciones en la solapa de cartulina que venía en la caja.

Ya en la universidad, trabajaba unas noches en el Grano de café, en donde Gabriela Alemán era la bartender los lunes, Dorian y yo, los meseros. Daniel, el dueño, era canadiense, compatriota de Cohen, y se había traído su música. A veces mi mamá me compraba cajas de diez cassettes en blanco, tenía reserva, y de allí le llevé dos a Daniel. Cohen se había convertido en mi flautista de Hamelin, había una música que yo había seguido hasta la librería y luego a otros lugares. En algún lado debe haber estado su resonancia.

Aprendí a leer poesía en inglés sacando letras de canciones con el movimiento infinito del play/pause. Y aprendí a traducir poesía intentando descifrar a Cohen. Yo no lo veía aún, pero con su música aprendía a preservar esas lenguas y lenguajes privados que vamos adquiriendo mientras crecemos; nuestras lenguas privadas, que no siempre son las nacionales, en las que entendemos el mundo de otra manera.

En el 2009, mi amiga Dolores y yo, en un viaje emancipatorio, fuimos a escuchar a Cohen en vivo en una peregrinación que nos llevó a un bosque que se llamaba Sinfonía, y entre árboles, el aguacero y miles de paraguas lo vimos aparecer vestido de negro. Esos momentos en que no necesitamos nada. La peregrinación siguió su curso hasta llevarme al Chelsea Hotel. Al vestíbulo decadente le seguía un mostrador en donde nadie sabía bien quién iba ni venía. La bañera de nuestra habitación estaba rota y percudida y guardaba algún cabello pasado que empezaba a serpentear apenas salía agua. Ojalá hubiera sido de Joplin o de Cohen, de cuando vivieron allí los días que lo llevaron a escribir Chelsea Hotel. Pero la manera en que ese cabello aún vigoroso luchaba con el jabón recién desprendido decía que era reciente; llegábamos décadas tarde. Los muebles eran viejos, las sábanas tenían esas flores pequeñas que se van opacando con cada planchado. Aunque nada funcionaba bien, o justo por eso, pudimos imaginar a Cohen viviendo allí, imagen que podíamos costearnos con las becas de estudios aunque fuera sólo por dos noches.

Esas anécdotas se cargaron de significados no sólo en contagios entrañables con amigos de escucha siempre abierta que también se encontraron con Cohen. Sobre todo, su poesía y su música cobraron nuevos sentidos en la lectura y escucha compartidas en aulas. Cuando me fui decantando como lectora de poesía más que de otros géneros y tuve el privilegio de poder compartir eso en clase, Cohen nos visitó en un curso de poesía y cine. Una clase de poesía, a donde vamos a hablar del mundo como no se puede hablar en otro lugar, para pensar que ese mundo se puede habitar de otra manera. Se trata de un privilegio que no debería serlo. Y sin embargo, siempre será un lugar en donde por lo menos ciertos aspectos de lo que vivimos quedan en suspenso.  

La gigantesca Audre Lorde, en ese ensayo tan vivo que justamente se llama “La poesía no es un lujo”, se dirige al poder de la poesía en la vida de las mujeres: “Si desdeñamos lo que necesitamos para soñar, para mover nuestro espíritu profundamente, a través de la promesa y hacia ella, si lo consideramos un lujo, estamos renunciando a la esencia, a los fundamentos de nuestro poder, de nuestra condición de mujeres: estamos renunciando al futuro de nuestro mundo.” Esa fuerza para despertar a las mujeres nos despierta hoy a todos. La poesía no es un lujo, pero hemos dejado que nos hagan pensar que la imaginación es un privilegio de pocos, que la poesía es para iniciados y que resulta inocente al lado de la certeza del dato histórico o de la sofisticación de la teoría. Que resulta etérea al lado de la acción. Renunciamos a los fundamentos de nuestro verdadero poder cuando dejamos de comprender que es la fuerza de la palabra lo que nos sostiene, y que imaginar, leer, pensar, no están reñidos jamás con la acción, al contrario, le dan sentido.

Cuando se comprende así, como lo hace Lorde, la poesía deja de ser un lujo para convertirse en algo que se hace toda la vida. Leerla, compartirla en voz alta, escribir sobre ella, hacer preguntas y, si podemos, aventurar una peregrinación. En ella sobrevive algo del mundo que no ha sido posible destruir, ni por la palabra de la política ni por el poder ni por la muerte. Allí radica su potencia política al mismo tiempo, su poder más allá del tiempo y de lo anecdótico. Habrá pasado que leemos a quienes pensábamos muertos pero siguen vivos en algún lugar del mundo, o leemos a quienes creíamos vivos pero han muerto hace tiempo. Leemos poesía dándole la espalda al borde afilado entre la vida y la muerte. Esa debe ser la inmortalidad.  

Y así como no puede ser un lujo, así mismo la poesía le pertenece al que no tiene nada, no a aquél que ha pensado conquistarla. La poesía “viene de un lugar que nadie controla, que nadie conquista”, decía Cohen en España, en 2011. Su poesía viajó por muchos mundos. Salió del libro, se declaró popular, fue “baja”.

En un ensayo sobre los poetas y el comunismo, “La edad de los poetas”, Alain Badiou escribía que el poema, que es un regalo para la lengua, debe ser para todos, como esa misma lengua. El poema, decía, tampoco le pertenece a nadie. “En primer lugar y sobre todo, es a aquellos que no tienen nada a quienes todo les debe ser dado. Al silencioso, al tartamudo, al extranjero, es a quien hay que ofrecerle el poema, no al charlatán, al gramático ni al nacionalista. Es a los proletarios –a quien Marx definió como aquellos que no tienen nada sino su propio cuerpo capaz de trabajo– a quien debemos darles toda la tierra, y todos los libros, toda la música, toda la pintura, todas las ciencias.”

Más que una mera ilusión, la relación entre poesía y comunidad es real “si entendemos el ‘comunismo’ en su sentido primario: la preocupación por lo que es común a todos. Un tenso, paradójico, violento amor por la vida en común; el deseo de que lo que debe ser común y accesible a todos no debería ser apropiado por parte de los sirvientes del capital”, continúa Badiou. La poesía se opone al poder como se opone a quienes han desechado la imaginación para situar el dato, la estadística y el concepto seco por sobre la fuerza de la palabra. “La poesía acuña el lenguaje con el cual expresar e impulsar esta exigencia revolucionaria: la puesta en práctica de la libertad”, escribía Audre Lorde con toda la fuerza que le daba su lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, hoy amenazado de perder para siempre la posibilidad de imaginar, a menos que la palabra poética sustituyese el lenguaje formulaico de lo políticamente correcto.

Cuando muere un poeta con cuya escritura hemos sellado una intimidad y lo traemos a la memoria, estamos afirmando la vida y nuestra puesta en práctica de la libertad, como escribía Lorde. Parece que nunca es buen momento para hacerlo, que nuestras palabras siempre deben resolver, decir algo sobre el presente y combatir la precariedad en que vivimos. Pero no es posibe articular sobre ello si no está presente la palabra que sólo la poesía preserva. La palabra de lo común a todos, de las mujeres, de los silenciosos, de los que no tienen nada y de los que saldrán de las sombras, como escribía Cohen en The Partisan.


Cristina Burneo Salazar (Quito, 1977) es docente de la Universidad Andina Simón Bolívar. Áreas: poesía, literatura y género, literatura y DDHH. Traductora literaria, ensayista y columnista de opinión en derechos de las mujeres desde el feminismo.