Por Natalia Rivas Párraga / @Natyri7
Fotos: Fluxus Foto.
Cuando Galo Mosquera escucha comentarios sobre la cantidad de extranjeros y visitantes que beben alcohol en el Paseo del Chagra, “como si se avecinara el fin del mundo”, interrumpe y aclara: “No solo quienes vienen de afuera consumen trago”.
Para los lugareños, beber es una tradición. De hecho, hacen honor a una de las acepciones que tiene el nombre de Machachi: «tierra del buen bebedor». Según Mosquera, en las ferias de los panzaleo –pueblo kichwa habitante de la zona del Cotopaxi–, al brindar decían ¡Machaq! (salud) y los demás contestaban ¡Chig! (gracias).
Machachi, la cuarta ciudad más poblada de la provincia de Pichincha, está emplazada en un valle a 2 945 metros sobre el nivel del mar, en medio de los volcanes Pasochoa, Rumiñahui y El Corazón. Durante los últimos años, este rincón de la sierra ecuatoriana se concentró en explotar su belleza natural, su gastronomía y la práctica deportes de aventura. Sin embargo, estos atractivos no compiten con una fiesta que reúne un promedio de 70 000 visitantes cada año: el Paseo Procesional del Chagra.
En el 2018, esta tradición entró en la Lista Representativa de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Nación, junto a otros elementos insignes del país como el sombrero de paja toquilla o el festival de la Mama Negra.
La figura principal del paseo –y de todo Machachi– es el chagra, denominación que recibe el campesino dedicado a la agricultura, la crianza del ganado y la cabalgata chacarera. Esta palabra proviene del vocablo kichwa ‘chakra’, que hace referencia a las parcelas de tierra destinadas al cultivo. Por lo tanto, este personaje –que guarda similitud histórica con el gaucho argentino, el llanero venezolano, el charro mexicano o el huaso chileno– se craracteriza por su fuerte arraigo al campo, y se ha convertido en un símbolo de orgullo para la región.
A Machachi llegué a propósito del Laboratorio de fotografía documental ‘Relatos en territorio’. En esta convocatoria, en la que participamos alrededor de 18 personas, nos planteamos como uno de los objetivos traducir, en imágenes, la esencia del Paseo del Chagra que, además, encierra el choque de dos mundos, el sincretismo cultural.
Andrés Yépez y Johis Alarcón, tutores del Laboratorio y miembros del colectivo Fluxus Foto, recordaron la parte de la historia en la que, con la llegada de los españoles, se modificaron las formas de vida de los indígenas debido a la introducción de especies como el caballo y las reses.
Los terratenientes y religiosos, dueños de las haciendas, contrataban a mestizos de su confianza para que se encargaran del cuidado de los sembríos y de los animales.
Si en la actualidad observamos a un chagra sobre su caballo, todo airoso, vestido con su poncho, sombrero y zamarro, veremos que es, de alguna manera, la metáfora perfecta de empoderamiento o de desafío a la dominación.
«Para conocer un verdadero chagra hay que ir al páramo», sentencia Galo Mosquera, experto en turismo ecológico y profundo conocedor de esta fiesta popular. Así que viajamos alrededor de una hora por caminos culebreros, que nos llevaron hasta El Pedregal, un punto intermedio, en la entrada del Parque Nacional Cotopaxi, donde se encuentran los chagras el día del desfile. Llegan desde las cinco de la mañana para hacer “la carga” de los caballos en camiones que los llevarán hasta la ciudad.
Mientras esperamos, Galo acomoda su pasamontañas y sus guantes y comenta que este año desfilarán 2 500 chagras. Al menos esa es la cantidad de inscritos que registró la Asociación Cofradía del Chagra (Acocha), encargada de la organización de la fiesta.
Al frente de donde estamos divisamos a cinco hombres con sus corceles sobre un espacio montoso. Son las seis ya y Celso Changoluisa –enjuto, de manos gruesas– acaricia a Cantarita, su caballo, que está inquieto por la demora. Aunque es la primera vez que escucho ese nombre, Celso me explica que lo bautizó así porque en la región es un alias común para los de su especie.
Celso y su primo Benjamín se califican como “chagras de verdad”, de esos que se dedican a cosechar y que tienen la tradición de participar todos los años en el paseo. Cuando les pregunto si son de los que beben –mientras hacen gala de sus destrezas como jinetes–, sonríen y me dicen que no. Que, por lo general, eso es lo que hacen los foráneos que no tienen idea de sus costumbres. “Nosotros preparamos nuestros caballos, los cuidamos durante el recorrido. Sí tomamos, pero cuando se termina el desfile. Ahí nos reunimos en una hacienda y festejamos.
–¿Cuál es la bebida que se acostumbra aquí?, –pregunto.
–Sunfaso –responde Celso–, bebida que se hace con sunfo, una plantita de páramo. Es hasta saludable porque nos da energía. Primero hacemos una infusión y le aumentamos puntas. Esto también nos ayuda a combatir el frío.
Celso y Benjamín reconocen que lo que les gusta del desfile es que la gente valora más la figura del chagra y su trabajo. Confiesan que otra de las actividades que disfrutan de esta celebración es el concurso del lazo, que consiste en atrapar al toro con una cuerda y someterlo. Es solo un acto de los muchos que se planifican para la época de festejos. Las vísperas incluyen peleas de gallos, en las que los participantes apuestan por el mejor ejemplar y son testigos del acotejamiento de las aves y la colocación de las espuelas en las puntas de carey; el engalanamiento de la ciudad y la elección de las chagras bonitas.
La parte medular del Paseo del Chagra es la procesión por las principales calles de Machachi. El punto de partida es el Estadio Municipal El Chan. En una cancha de tierra, deambulan al mismo tiempo los chagras en sus caballos, muchos de ellos con niños, danzantes con trajes de coloridos bordados, bandas de pueblo, payasos, grupos de música tradicional y vendedores ambulantes.
Johis –una de las tutoras del Laboratorio– me dice que lo que le llama la atención es ver a tantas chagras mujeres (chagra warmi). Hace poco, eso no era tan común. Las mujeres que lucen faldones o bolsicones, como también los llaman, sombrero, pañolón y blusas vistosas, casi siempre montan a gancho, es decir, de lado. Dicen que la chagra warmi acostumbra a hacerlo así para no perder “su delicadeza femenina”.
Con el transcurso de las horas, y conforme avanza el desfile, se vuelve casi imposible transitar. El olor a estiércol se hace cada vez más fuerte e insoportable. El chasquido de los cascos de los caballos sobre el suelo aturde a cualquier asistente. A Galo Mosquera le provocan algo de temor. El ruido se mezcla con los gritos de las caseras que venden hornado o caldo de gallina criolla. Suenan también chiflidos, las notas de un bandolín y el coro de un sanjuanito que los integrantes de uno de los innumerables grupos de danza no paran de cantar: ♫ Solo cuando yo me muera te diré: todo se puede acabar te diré ♫ La letra de esta canción se vuelve presagio cuando, entre la multitud, se abre paso una camilla con un hombre –al parecer turista– que se ha caído de un caballo. Un vendedor informal comentó que, metros más atrás, un caballo le había pisado el pie a una chica y que casi se lo había destrozado. “¡Pobres animales!, deben estar estresados con tanto ruido”, dijo una mujer que pasaba cerca.
Demasiadas cosas ocurren simultáneamente en esta romería. Pero una de las que más divierten a Galo Mosquera –quien va de local y nos guía– es la aparición de lo que él llama “chagras falsos”, que son quienes en nada se parecen a los tradicionales defensores del páramo y que se dedican a alquilar caballos, a tomarse selfies y a beber con amigos mientras cabalgan en la procesión. Para este instante, cuando el reloj marca la una de la tarde, Galo ya lleva en su cámara toda una colección de retratos de los faranduleros.
A las cuatro de la tarde, los populares toros de pueblo son el acto final de la fiesta. El camino hasta llegar a la plaza, donde algunas familias han construido las chicanas –estructuras de madera que funcionan como tribunas–, está plagado de gente que ha sucumbido ante el alcohol y se ha entregado a los placeres del baile. Cada dos casas hay parranda y en una misma cuadra se puede escuchar los últimos hits de reguetón, cumbia, salsa y chicha, simultáneamente. Para avanzar hay que sortear las botellas de cerveza y de aguardiente, platos desechables y, de vez en cuando, uno que otro cuerpo rendido ante el poderoso influjo de la gravedad y la borrachera.
Camino junto a Cris Cazar, una de mis compañeras del Laboratorio. Cris es psicóloga y quizá por eso hablamos de la ansiedad que nos genera ver a los jinetes pasar a toda velocidad entre la multitud o tambalearse sin delicadeza sobre los caballos. La fiesta se ha transformado en un juego. Sus expresiones no solo alteraron la cotidianidad, abriendo campo al entretenimiento, sino que lograron trastocar los dominios de la realidad.
Al llegar a las chicanas, ya en la plaza, nos juntamos con otros colegas: Mario y Belén, y buscamos un sitio estratégico. Decimos que somos parte de un equipo de prensa y el hombre que está detrás de los plásticos, cobrando la entrada, nos deja pasar hasta un cuadrante vacío del tercer piso, cubierto por cintas amarillas que dicen “PELIGRO”. Una de las vigas está rota. Nos sentamos y empezamos a capturar imágenes de los cerca de cien hombres que intentan llamar la atención de dos toros negros y fornidos. Unos visten de chagras y otros con ropa informal con marcas de imitación: Nike, Gucci, Adidas.
En cuestión de segundos, en uno de los costados del recinto, dos grupos empiezan a pelear y a romper botellas. Pero el incidente pasa a segundo plano cuando un toro, al otro extremo, embiste a uno de los toreros que antes lo desafiaba. Vemos al hombre, de no más de veinticinco años, convulsionar. Alrededor, los demás hacen artimañas para distraer al toro. Unos usan las capas y otros avientan botellas de cerveza. Cuando por fin lo logran, los comedidos arrastran el cuerpo de la primera víctima hasta sacarlo de escena.
“Entre más muertos, mejor es la fiesta”, nos dice uno de los curiosos que nos pide que le dejemos ver las fotos de la corrida de toros. “Yo me perdí el espectáculo –confiesa–, pero hasta el momento dicen que van como cinco muertitos”. Le pregunto a Galo Mosquera si tiene el dato real sobre los muertos y me dice que fueron tres: “Uno por un toro, otro por puñalada y el último se cayó de un caballo, de cabeza”.
Alrededor es el caos. Por dondequiera que miremos hay basura. Buscamos un lugar entre la rueda moscovita, los juegos infantiles, las vacas locas y las manzanas acarameladas, para sentarnos y pedir una cerveza. Al final, solo nos queda constatar que pertenecemos aún al mundo de los vivos, chocar las botellas y brindar como lo haría un chagra de verdad:
–¡Machaq!
–¡Chig!
Gracias Naty por este recorrido
¡Gracias por la lectura! 🙂