Por Marcelo Cruz
“Les he pedido que lean estos poemas una y otra vez / a voz en cuello o con ahogado grito».
María Auxiliadora Balladares, Amigal
«No es un decir que uno se muere un poco con sus muertos.»
María Auxiliadora Balladares, Cadera
Todo empezó cuando María Auxiliadora Balladares envió su poemario Guayaquil al III Concurso Bienal de Poesía y Cuento, organizado por el Gobierno de la Provincia de Pichincha. En octubre de ese año recibió la noticia de ser la ganadora, y como resultado de esto, se venía la publicación del libro, que corría por parte del ente organizador. Pero, recién luego de un año y medio y de varios e-mails (que nunca obtuvieron respuesta o, al menos, una respuesta clara) su obra al fin vio la luz el 15 de mayo del 2019. La presentaron los escritores Daniela Alcívar Bellolio y Andrés Villalba. La Casa Mitómana fue el espacio que permitió a Guayaquil decir presente y no ser un libro más que se pierde en el caudal de los textos embodegados o sin publicar.
María Auxiliadora nació en Guayaquil en 1980. Su poemario lo conforman 22 poemas (que a título personal, paradójicamente, me evocan la letra de un tango: “Esta ciudad está plagada sin saber por el hechizo cautivante de volver.”) que hablan de su regreso a su ciudad natal y de todo lo que conlleva el retorno.
Ese retorno se inicia con el recuerdo de Vicenta Beatriz y José Joaquín Miguel y de su Genealogía –cuarto poema- respectivamente. Balladares sabe que todo retorno implica sacudir los cimientos de la memoria.
Mariuxi no solo se desplaza por la ciudad, también lo hace por su tiempo (historia de la historia) propio y compartido. Sus versos son momentos de largo aliento que se proyectan a tal punto que el lector puede sentir las texturas de todo aquello que se describe y captura en la palabra. Guayaquil trasmuta entre los versos y la ciudad objeto.
La ciudad seduce como seduce cada imagen de esta obra, su gallardía verbal rubrica la figura sensual/sensorial del puerto principal. Palabra-fonema. Ritmo/voz. El poemario de Balladares funciona como una bitácora de viaje en perpetuo movimiento, como las aguas del río Guayas o el espacio del que toma su nombre. O la vida.
Desde la Catedral hasta Urdesa, del cementerio hasta Vía a la Costa. Guayaquil es una lluvia cálida o un incendio que calcina al lector hasta que las cenizas se riegan como la neblina para luego fosilizarse.
Guayaquil, de Maria Auxiliadora Balladares, funge, como las aguas del río. A primera vista su caudal sereno deja ver calma. Por debajo los remolinos, la potencia dormida. La profundidad. Sus versos calan hondo, raspan la cicatriz casi fosilizada de la urbe que susurra en cada esquina, ya sea su tiempo emotivo o el recuerdo tatuado sobre la piel.
Su lectura es vivir un aquí y un ahora, está cargada de emociones, sentimientos y cuerpos álgidos, desbocados y contradictorios; las calles, lugares y personas que conforman esta ciudad imaginaria se difuminan hasta convertirse en voz poética. Leer Guayaquil es recorrer Guayaquil. Guayaquil en Guayaquil, lugar de la memoria y de los momentos.
«Atrás de mí queda un barrio a oscuras», dijo Fernando Nieto Cadena. Atrás queda la Perla del Pacifico ancha, extraña. Profunda.