Por José Durán Rodríguez / Diagonal
Hablar de punk a finales de 2016 suena a que se te paró el reloj hace tiempo. Pero se está hablando, y mucho: las efemérides mandan. El 26 de noviembre se soplaron 40 velas por Anarchy in the UK, de Sex Pistols –apenas unos meses después de los mismos festejos por el aniversario de la publicación del primer disco de Ramones y por el lanzamiento de New rose, el sencillo de The Damned que inauguró oficialmente el estilo en su vertiente británica–, y vivimos la continua celebración nostálgica de un movimiento que, paradójicamente, chillaba que no hay futuro.
El regreso al pasado –por ejemplo, en los documentales Gimme danger de Jim Jarmusch centrado en los Stooges de Iggy Pop o Lo que hicimos fue secreto de David Álvarez sobre las crestas en Madrid en los años 80– preside el presente de una corriente musical, estética y hasta filosófica que, sin embargo, aún late en 2016. Y no en esos lugares comunes empleados por la crítica cultural como «el trap es el punk del siglo XXI» o «la poesía urbana de Kate Tempest es lo más punk que puedes escuchar hoy». No hablamos de eso.
Hablamos de punk hecho en 2016. De una galaxia compleja, diversa y contradictoria. De canciones breves, agresivas, pegadizas y construidas sobre tres acordes de guitarra. De casetes y vinilos de siete pulgadas, pelos de colores y parches de Crass en la cazadora. De cantantes que siguen creyendo que Las Vulpes son lo más grande que se ha visto en la tele, también de quienes jamás habrían tocado una guitarra de no ser por la difusión planetaria de Basket case de Green Day o de quienes aprendieron más política con la discografía de E-150 que en el instituto. De conciertos que pretenden invocar el espíritu de las misas negras oficiadas por Desechables. De celebrados superhéroes de barrio como Uri Caballero de Els Surfing Sirles en Vallcarca(Barcelona). De bandas que claman a gritos por una vida respetuosa con los animales no humanos, otras cuyo discurso se resume en «caca-culo-pedo-pis», siendo generoso, y algunas que emulan la lírica concienciada de El Corazón del Sapo. De escupitajos sonoros dirigidos a la alcaldía que nunca traspasarán las cuatro paredes del local de ensayo. De acusaciones de alta traición que caerán sobre un grupo si osa firmar por una discográfica. De himnos de extrarradio coreados por cincuenta voces, a lo sumo, en un sótano un sábado por la noche. De una sociedad del ruido secreta y autosuficiente, totalmente de espaldas a la industria. De bandas que aspiran a llenar el vacío que Sin Dios dejaron en los oídos libertarios. Y también de quienes no han escuchado a ninguno de estos nombres pero tocan punk en 2016.
Del momento actual en los entornos punk y hardcore da cuenta el documental Sin tu permiso. Y lo hace desde una perspectiva feminista. «No queremos sólo reivindicar a las mujeres de la escena sino mostrar realidades y prácticas, opresivas y empoderantes, que permanecen ocultas. No queremos ‘sumar mujeres’ a la escena sino transformarla desde los feminismos. Nuestro planteamiento tiene una mirada más amplia y por supuesto política, no nos queremos quedar en el ‘ahora toca hablar de las mujeres en x espacio'», explican a Diagonal las realizadoras.
En fase de grabación, tras una exitosa campaña de financiación colectiva, Sin tu permiso persigue unadoble meta: contar la parte de la historia que no estaba siendo contada –»la de la participación y pertenencia de las mujeres y otras identidades y cuerpos no hegemónicos en las escenas hardcore y punk estatales», señalan– y recordar las conexiones que estos estilos musicales y prácticas contraculturales tienen con los feminismos, desde sus orígenes hasta la actualidad.
Hacerlo desde esa posición les permite «rastrear los empoderamientos, subversiones y transgresiones pero también las discriminaciones, opresiones y violencias que experimentan esos ‘otros’ cuerpos e identidades en la escena», aseguran.
Como una de las conclusiones de su investigación destacan que «cuando las identidades de género no hegemónicas participan en el hardcore y en el punk se están llevando a la práctica esos ideales de comunidad y contracultura presentes desde los inicios. Cuando algunas personas ven nuestro tráiler se sorprenden al ver tantas mujeres tocando, es decir, aún hay esa vuelta de tuerca que dar en el punk y el hardcore».
Otro trabajo que aborda la cuestión es el libro Punk, ¿pero qué punk? (La Fonoteca, 2016), una guía «incompleta» del punk nacional que analiza tanto a grupos históricos como a algunos nombres de hoy.
Su autor, Tomás González Lezana, considera que «uno de los aspectos más saludables es constatar que el género sigue siendo un canal con el que vertebrar la crítica, la denuncia y la necesidad de cuestionar todo si es necesario. La manera de trabajar de muchos grupos, sus propuestas y su actitud me hacen creer que todo eso sigue vigente». En su opinión, el punk se mueve en la actualidad en muchas direcciones diferentes «más que recomendables: provocación, protesta o incluso lirismo oscuro».
González Lezana no cree que el movimiento haya dejado de desempeñar un rol críticofrente a otras opciones del ocio: «El punk como estética o uniforme puede dejar insatisfechos a muchos, pero me extraña que el papel transgresor lo juegue entonces el reguetón, oferta perfectamente válida por otro lado en una vertiente más lúdica».
Un mensaje y una necesidad
Con títulos como Derribemos juntas lo normal o Enjaulada, las siete canciones –seis propias y una versión de Serge Gainsbourg– del debut en cinta de Fuego ya dan pistas de que este trío formado por Laura, Tere y María apuesta por el punk como vehículo de transmisión de un mensaje feminista y antiespecista.
Reconocen a Diagonal que no saben si ahora mismo «tiene un efecto más terapéutico –para nosotras mismas: de desahogo, empoderamiento y hacer piña– que de difusión», pero les parece importante trasladar ese tipo de lenguajes mediante su música.
Para ellas, tocar punk significa «compromiso, estar dentro de una red de autogestión y apoyo mutuo. Aunque no toquemos bien, hacerlo para causas que merecen la pena. Y también significa diversión, amistad e intentar cambiar día a día lo que no nos gusta, empezando por nosotras mismas, que es lo que tenemos más a mano».
Tras siete años funcionando como grupo dentro de esa comunidad que montaconciertos y giras a precios accesibles y sin perseguir beneficio económico,Obediencia han grabado en 2016 lo que será su primer disco largo. Sus motivaciones, recuerda Víctor, guitarrista del cuarteto, responden a una necesidad personal: «El punk rompió las barreras entre el ‘músico’ y el espectador, así que todos podemos hacer un grupo sin siquiera saber tocar un instrumento y que ningún gilipollas venga a reírse de ti por ello. Llega un momento en que sientes la necesidad de probarlo, de hacer tus propias canciones y de expresar las cosas que te pasan por la cabeza. En el fondo, es todo muy primario, muy directo, espontáneo y urgente, pero a la vez es maravilloso porque no es necesario tener un talento especial y encima es resultón y suena de la hostia».
También desde lo personal se escriben las letras de Obediencia. Joana, su responsable y cantante, se cuida de no caer en lo panfletario: «Siempre me ha gustado escribir, sobre todo poesía, y Obediencia ha sido el primer grupo, y tal vez el único, en el que he podido aunar sentimientos y pensamientos con un estilo musical que me gusta. Las letras que escribo son totalmente personales», explica a Diagonal.
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Contra la segunda división
La ausencia de recambio –las mismas caras, los mismos gestos en los conciertos– es uno de los problemas que afronta el punk. La media de edad arriba y abajo de los escenarios suele superar la treintena.
«Comparado con épocas pasadas, evidentemente sí: el punk es para gente mayor y no interesa demasiado a las nuevas generaciones que han desarrollado sus propios códigos comunicativos y de creación musical apoyándose en tecnologías más de su tiempo. Supongo que antes eran más usuales las guitarras porque no había otra cosa, pero hoy día con un ordenador puedes hacer virguerías en tu casa, y encima no tienes que interaccionar con nadie, algo muy de esta sociedad post postmoderna», opina el guitarrista de Obediencia.
Para él, además, «todo lo que suene a rock, en general, ha sufrido bastante descrédito entre los jóvenes que tienden a verlo como algo pureta y caducado. Algo así como veíamos nosotros a los cantautores cuando teníamos 16 años. Sí, era canción reivindicativa, pero era un coñazo».
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