Marco Pareja A. / @marcoalejop
Es una película rara. De plano. Se la siente muy artesanal, muy ‘independiente’. A ratos parece videoarte o, más bien, un experimento artístico. Un experimento sujeto a miles de interpretaciones. Esta es una.
Quijotes Negros propone algo diferente a lo que estamos acostumbrados a ver en el cine. Si quisiéramos -con premura- darle un lugar, a lo mejor estaría entre Blak Mama –aquel plástico e hipnótico filme de Miguel Alvear y Patricio Andrade- y más cerca del “cine guerrilla” -género de culto y “exploitation” nacional que nació en la provincia de Manabí. Bueno, lo digo guardando las distancias.
Esta película es una fanesca, un viche: mezcla acción, fantasía, poesía, surrealismo y sátira. Según su director, Sandino Burbano, la sátira es un ingrediente poco presente en el cine hecho en Ecuador.
Disfruté viéndola, sí. Durante 74 minutos me despojó del cine de fórmulas, estructuras y reglas inviolables. Quijotes Negros es un ejemplo de cómo nos reconocemos y nos retratamos, de lo lejos que podemos llegar a estar del cine convencional y de sus relatos, algunos de los cuales no dejan de repetirse hasta aburrirnos.
Sin embargo, a ratos me perdí. Sentí que había una lejana conexión entre sonido e imagen. La música, por ejemplo, es frenética y festiva, mientras que las escenas fueron construidas mediante un montaje más lento y tranquilo, con pocos planos. El mensaje no llega con claridad. Quizás este es el objetivo: contraponer dos elementos esenciales de la narración cinematográfica. Es que esta película es más un experimento, una búsqueda.
Una secuencia que se desarrolla en el Centro Histórico de Quito me sirve para continua: la cámara y el uso de lentes angulares buscan separarnos de la realidad cotidiana. Se trata de un recurso que deforma nuestra percepción, pero se vuelve muy evidente por la composición de los planos y el movimiento de cámara. Parece que los personajes fantásticos están en el lugar equivocado de la imagen. En general, la fotografía no fortalece un relato tan particular como este y descuida un elemento tan vital como el color.
Refresca ver en ridículo a los personajes que representan el poder, ministros y burócratas con arma en mano, queriendo salvar a la realeza española, todos comandados por el Presidente de Ecuador y por el Rey de España. Parecen un escuadrón de villanos salido de alguna película de Cine B o de un filme de Tarantino. El Quijote vuela, agarrado a unos globos que un niño le obsequió, en lugar de andar a caballo. Sandino Burbano dice que estos globos reemplazan a Rocinante. Sancho viola a la Reina de España luego de una fiesta en la que todos se emborrachan. En fin, me quedo con estas imágenes, con las más absurdas, y no con el relato que al final rompe con la magia por su obviedad. Pero hay que decirlo: al joven y repetitivo cine de estos lares le hacía falta un Quijote y un Sancho paisanos, para volvernos locos y, en medio de esa locura, inventar caminos.
En medio de la niebla quiteña, un enano y un gordo secuestran a dos mujeres ante la mirada atónita de un miserable ciudadano. Hay que estar loco para hacer cine y tener mucho coraje. Sandino Burbano lo tiene y está loco.