Por María Auxiliadora Balladares
En la “Advertencia” de Una novela criminal, Premio Alfaguara 2018, Jorge Volpi señala que el lector está por adentrarse en una novela documental o novela sin ficción. El autor repite esta aclaración una y otra vez a lo largo de la obra, como la costumbre latina del memento mori. En la Antigua Roma, cuando un general triunfador se dejaba ver por las calles de la ciudad para ser ovacionado, un esclavo se encargaba de repetir constantemente aquella frase a su oído. Esta se traduce al castellano como “recuerda que morirás”. Con esto, se pretendía que el militar no cayera en los excesos de la vanidad y de la soberbia.
“Novela documental o novela sin ficción”, nos repite Volpi, por su lado, una y otra vez, recordándonos que cada uno de los hechos narrados tienen no solo un anclaje en la realidad, sino que son la reproducción fiel de los acontecimientos, de documentos legales, de archivos, de testimonios. El lector no puede, no debe asumir el pacto de ficción. En otros momentos del siglo XX, otros escritores han insistido en el carácter documental de sus obras: ahí está la primera didascalia de La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca, o la explicación inicial en La tigra, de José de la Cuadra. Estos textos insisten en que el lector entienda que se trata de una recreación fiel de formas de la vida en complejos contextos sociales.
Una novela criminal, por su lado, gira en torno al caso Cassez-Vallarta, por el cual la policía mexicana orquesta uno de los mayores montajes conocidos de su historia y encarcela a Florence Cassez e Israel Vallarta, acusándolos de integrar o liderar (dependiendo de qué versión de la historia acojamos) la banda de secuestradores llamada “del Zodiaco”. La liberación de tres rehenes y la captura de los dos supuestos secuestradores se transmite en vivo en la televisión mexicana. La policía lleva a cabo el operativo. La nación se convierte en testigo del arriesgado esfuerzo que lleva a cabo la fuerza policial, en un momento de la historia reciente de México, en el 2005, cuando su credibilidad y la de los políticos en el poder están en la cuerda floja. El crimen organizado se ha tomado la vida del país. En esas circunstancias, no hay mejor receta que espectacularizar un operativo que estaba destinado al éxito.
En ese escenario, existe un único problema: lo que los espectadores ven en sus pantallas de televisión no es precisamente el operativo cuando este se lleva a cabo, sino una puesta en escena, una “insólita pieza teatral”, en palabras del autor. Los acontecimientos tejen sus propias ficciones, la función del escritor, entonces, implica reproducir en un orden determinado los hechos. Volpi privilegia la cronología; sin embargo, un caso tan complejo va a requerir que el autor arme la historia en diversos planos, vuelva una y otra vez sobre los hechos, reproduzca las varias versiones que surgen sobre un mismo acontecimiento.
Casi siempre imparcial, la voz narrativa tiene que vérselas con una realidad que se desborda de ficción, con una realidad que supera con creces cualquier relato ficcional. El rol de la policía es fundamental en este sentido: el brazo armado del Estado nación es la prótesis del derecho y en el derecho se fundamenta el contrato social: entonces, si la institución del Estado no cumple su rol, sino que actúa como si lo hiciera, el contrato social es inexistente, es –asimismo– una ficción, una farsa. En última instancia, la policía hace de cada uno de los espectadores de su puesta en escena pequeños Trumans (aludo a la película The Truman Show: historia de una vida, de Peter Weir) que irán o no asumiendo una distancia crítica respecto de aquello que, desde siempre, se le ha presentado como la realidad.
Para poder armar su obra y ofrecernos una novela polifónica, el autor ha requerido años de investigación, de lecturas, de entrevistas. Los testimonios de los involucrados y las víctimas, los supuestos criminales, sus familiares, la policía, los periodistas, van a conformar el entramado de voces que le otorgan a la novela cabalmente su carácter polifónico.
Barthes llama “escribible” (en el plano del lector, quien en su lectura –valga la redundancia– “escribe” la novela) al tipo de discurso que conforma “una galaxia de significados que no tiene comienzo, es reversible, se accede a él a través de múltiples entradas sin que ninguna de ellas pueda ser declarada con toda seguridad la principal” (S/Z, p. 3). Una novela criminal es “escribible” en este sentido y esto se logra a través del enorme trabajo de entretejer en el texto narrativo todos los testimonios que se han ofrecido alrededor de este caso.
Me interesa detenerme justamente en este punto, el de los testimonios. Sobre el género testimonial en América Latina se teorizó a lo largo de la década de los ochenta. John Beverley sostiene, en un artículo de 1987, que el testimonio es “una narración […] contada en primera persona gramatical por un narrador que es a la vez el protagonista o testigo de su propio relato. Su unidad narrativa suele ser una ‘vida’ o una vivencia particularmente significativa (situación laboral, militancia política, encarcelamiento, etc.). La situación del narrador en el testimonio siempre involucra cierta urgencia o necesidad de comunicación que surge de una experiencia vivencial de represión, pobreza, explotación, marginalización, crimen, lucha. […] el testimonio es una ‘narración de urgencia’ que nace de esos espacios donde las estructuras de normalidad social comienzan a desmoronarse por una razón u otra” (“Anatomía del testimonio”, p. 9).
Si el testimonio es una narración de urgencia, ¿dónde radica la urgencia de la novela de Volpi, que, de alguna manera, incorpora a su universo esta particular forma narrativa? Quizás en exponer al menos tres cosas: la primera, la problemática constitución y la deriva de un Estado tomado, en sus instituciones más representativas, por las prácticas criminales; la segunda, derivada de esta primera, que en un escenario donde prevalece la corrupción y el Estado es, en realidad, un narcoestado, la práctica del derecho casi nunca se corresponde con la de la justicia, y, finalmente, en los planos ético y estético de la modernidad tardía, que la imposibilidad de acceder a la verdad última como destino ineludible no debe, en ningún caso, ser el pretexto cínico para no asegurar el funcionamiento adecuado de los mecanismos del sistema judicial.
Una novela criminal critica un sistema corrupto y la impasividad, la anuencia, la ingenuidad y el solapamiento de la sociedad en términos amplios. Nos recuerda, como el memento mori, nuestra innegable fragilidad.