Por Diego Cazar Baquero / @dieguitocazar
En 1981, la coreógrafa y bailarina francesa Maguy Marin puso en escena May B, una obra inspirada en textos de Samuel Beckett que, con el paso de los años, se convertiría en una de las piezas maestras del arte dancístico en el mundo. Cuerpos blanqueados, casi petrificados, postapocalíptcos, se juntan sobre el tablado para emular entidades erráticas o desahuciadas. Los movimientos son voces de esculturas antiguas.
Casi cuatro décadas después, el coreógrafo colombiano Vladimir Rodríguez devuelve su mirada a May B pero actualiza los motivos de esa obra maestra con la pieza ¿Qué hubiese sido mejor: haber prestado mucha más, o algo menos de atención? Y lo hace junto al maestro Jorge Alcolea, con el elenco de la Compañía Nacional de Danza del Ecuador (CNDE), y con textos del dramaturgo argentino Rodrigo García como guías.
La obra es una advertencia. El anuncio dice que este trabajo artístico puede herir susceptibilidades, pero para Vladimir, hasta su hijo de un año podría verla. Es que “muchas veces buscamos con la danza un punto ligero de satisfacción”, dice, luego de uno de los últimos ensayos del grupo, y luego explica que su propuesta es una especie de híbrido entre la danza y el teatro que “batalla con el público”.
Debajo de las gradas donde el público espera, destellan luces. Retumban tonos bajos, golpes de algún tambor gigante. La oscuridad es un galpón. En algún lugar estamos nosotros, en algún lugar están ellos. Nosotros los espectadores. Ellos los actores.
Vladimir considera a sus piezas dancísticas objetos teatrales. Mientras la danza, gracias a su capacidad coreográfica, organiza el espacio, también potencia la intensidad del actor. La orientación fundamental del experimento de Vladimir Rodríguez es el teatro físico. Por un lado, un discurso contemporáneo y vanguardista, y por otro, los temas más viejos que habitan a la especie humana: la locura, la violencia, la depresión, la rabia y la apatía, como consecuencia última del desencanto. Las criaturas emergen de lo que queda de un apocalipsis y lo que queda es un parpadeo luminoso y un latido, un portentoso latido. Zombies ellos, zombies nosotros.
“Quiero hablar de cosas que todos sabemos, que todos tocamos y que todos hemos conocido, y lo hago a través del desprecio que muchas veces hemos tenido por ese tipo de eventos de la vida”, dice Vladimir. Se toca la frente, sostiene la caja de su cabeza con esas manos alargadas.
De May B a ¿Qué hubiese sido mejor… han transcurrido abismos. Sin embargo, los dilemas más profundos de la humanidad permanecen y se profundizan conforme se multiplican los nodos que nos interconectan, y también conforme se reproducen las nuevas tecnologías. Pero nada erradica a la vejez, a la soledad o al desamor. Nada es capaz de evadir el dolor que provoca la indiferencia o el desamparo, solo el engaño, que más temprano que tarde nos delata.
Vladimir se refiere a la parálisis física como metáfora y como limitación real en un mundo que parlotea sobre igualdad pero que se escapa de las responsabilidades. Vladimir se mece en un vaivén entre la poesía y el tratado filosófico, entre el movimiento y la impavidez, entre la luz y el sonido. Vladimir habla de la tortura sicológica, de la violación física y del desprecio más inconsciente por el otro.
La violencia, la xenofobia, el racismo o el clasismo son elementos denostados por un discurso políticamente correcto, pero en la cotidianidad tan solo se perfeccionan, y Vladimir quiere encargarse de sacudir un poco el avispero de la desidia. “Está normalizado el rechazo, la misoginia, los actos violentos y discriminatorios”, reflexiona Vladimir, y cree que la vida hoy transcurre como si quisiéramos sobrevivir a nosotros mismos escapándonos de los otros.
Más que una obra dancística, este proyecto es un motor diseñado para generar experiencias con los sentidos y con la memoria. “Busco los espacios que me permiten seguir creando mis lenguajes, no tengo fórmulas”, aclara Vladimir cuando quiere contar su gratitud para con el espacio de la Compañía Nacional de Danza del Ecuador. En este lugar, durante un mes entero, 14 bailarines-actores impecables, entregados al ejercicio del desdoblamiento más crudo y bello, se encargaron de nutrir la creación de la pieza dirigida por el colombiano. Detrás del sonido está ese músico de extramuros que es Mauricio Proaño, quien con su guion logra convertir a la obra en una verdadera vivencia sensorial junto con el trabajo sonoro del experimentadísimo Gerson Guerra, desde la Casa Malayerba.
Las convenciones o códigos de Vladimir Rodríguez son generosos: la señalización de su obra se lee como un servicio social. Limitar el espacio es dar al público un mecanismo de lectura, una serie de recesos que permiten respirar, digerir el horror de mirarnos hacia adentro. “Yo creo que el teatro es un gran texto de saber, un medio de adquirir conocimiento –explica después, estirando sus dedos en el aire aún más, si eso fuera posible– , el teatro es una ciencia y un saber, entonces, lo que se expone tiene que ser capaz de ser leído”.
Por eso el director ha separado el espacio del teatro de ese otro lugar que no le pertenece al teatro, ese sitio frío donde nos quedamos cómodos los mortales. Sutilmente, involucra al público en el mundo imaginado y devuelve a los actores a la realidad fuera del papel. A esta realidad como nuestra pandemia, a esta apatía patrimonio universal de la humanidad.