Por Diego Cazar Baquero / @dieguitocazar
«La era de la dominación estúpida y carente de escrúpulos de los humanos sobre la naturaleza podría dar lugar a una súbita mutación que vuelva a hacer de nosotros la más frágil de las especies».
William Ospina. Parar en seco.
«Un encuentro casual es una cita», me dijo William Ospina (Padua, Tolima. 1954) y yo le tomé la palabra. Era 2017 y el narrador colombiano andaba de paso por Cali, en el no lugar que es cualquier aeropuerto. Dentro del bolso, William llevaba su última obra por entonces, un pequeño librito de 70 páginas titulado Parar en seco, en donde recoge datos, episodios y sentencias que retratan a la especie humana en su estúpido afán por acabar con todo lo que le rodea, bajo la razón moderna con todo y sus taras. Ya dos años antes, en 2015, William me había hablado de su novela El año del verano que nunca llegó, como el resultado de una preocupación profunda por el calentamiento global y por el torpe comportamiento humano ante el inminente riesgo universal que se cierne.
Es que William Ospina –más que literato– se considera un ser de su tiempo, un hombre curioso y angustiado por lo que sus congéneres hacen y dejan de hacer. Por eso es que la violencia en Colombia: su génesis y su desarrollo, sus protagonistas, las causas y las consecuencias ocupan también mente y cuerpo del escritor a diario. ¿Cuál es el sentido de esa idea de progreso que no llega? ¿Cómo opera el poder en la vida humana? ¿En qué momento perdimos el rumbo? Esas son algunas de sus más hondas inquietudes.
Durante la Feria Internacional del Libro de Quito 2019, William Ospina presentó su última novela, Guayacanal (Penguin Random House), y nos contó sobre el proceso de escritura. Se trata de un libro que se debe a los relatos orales, al oído atento, a los testimonios y a la buena memoria. Se trata de un homenaje a “ese costado musical” que fue tan importante para los pueblos pequeños, estrechamente ligados a la vida de las plantas y los animales, a los cauces de los ríos, a la lluvia y a las montañas. Durante nuestra charla, William recuerda a Joan Manuel Serrat cuando dijo, durante el homenaje a Lola Flores, en 1990, que cantar había sido una costumbre de todos y que esa costumbre ya se ha perdido. «¡Mal asunto!», exclamó el catalán. Y William también se queja de que el canto ya no sea parte de la vida cotidiana. “¡Los profesionales que tengan éxito, pero la humanidad que cante toda!”, suplica.
Guayacanal cuenta con fotografías extraídas de los álbumes de sus abuelos, tíos y bisabuelos, y con la complicidad de los editores de Penguin Random House, que consideraron que esas imágenes harían de esta historia una ventana para espiar a aquella Colombia campesina que precedió al país asfixiado por la violencia política. Ese sabor de época con paisajes rurales, ríos, bosques, quebradas y senderos polvorientos, «las casitas sucediéndose sobre las lomas», los rostros mirando a la cámara fotográfica, son elementos que nutren la ya abundante producción narrativa y poética de un autor indispensable para comprender la complejidad de un país grandísimamente bello y también la vida de un planeta herido.
¿Cuán importante es el tiempo para ti en tu obra?
Es algo sobre lo que yo no suelo pensar, pero, por supuesto, el tiempo nos constituye de una manera tan absoluta que todo lo que hacemos tiene que ver con él. En mi caso, si intento pensarlo ahora, todas mis novelas tienen que ver con la reconstrucción del pasado pero siempre dictada por una preocupación del presente. Cuando escribí mi trilogía acerca de los avances sobre el Amazonas por parte de los conquistadores en el siglo XVI, yo no ignoraba que la principal razón por la cual yo estaba haciendo esa pesquisa del pasado era porque me preocupa mucho el Amazonas hoy, y porque quería saber cuándo comenzó esa sed de dominación de la naturaleza que, por supuesto, los pueblos indígenas no tuvieron jamás. Eso llegó con la entrada del mundo europeo aquí. Entonces, el esfuerzo por reconstruir el pasado nace de unas preocupaciones y a veces de unas obsesiones del presente. Cuando escribí El año del verano que nunca llegó, que habla de hechos que ocurrieron a inicios del siglo XIX y del nacimiento de la era romántica, de todas esas fantasmagorías que se engendraron entonces, pues todo eso ocurrió a la sombra de la erupción de un volcán en Indonesia y yo no ignoraba, cuando estaba escribiendo ese libro que aparentemente solo habla de historia, que lo estaba escribiendo a la sombra del cambio climático. Entonces, son preocupaciones del presente que buscan sus raíces y también sus fuentes en esos hechos históricos. Ahora, cuando he escrito mi Guayacanal, también siento eso: hay un constante interrogar el pasado desde las inquietudes y las amenazas del presente, y yo estoy allí inmerso en la medida en que no puedo dejar de interrogar mi propio pasado a la luz de lo que vivo hoy.
En Guayacanal hay mucha imagen de senderos, de campo, de mucha ruralidad, mientras el planeta ya padece el hecho de que haya más zonas urbanas que rurales. ¿Cómo ves a la ruralidad colombiana ahora?
Mientras escribía el Guayacanal –que es una novela que se empieza a escribir en mi adolescencia, pero que cuando he terminado escribiéndola ahora, pues, es muy distinta a lo que yo había pensado en esos tiempos– he encontrado muchos enlaces entre esta novela y todo lo que he escrito antes en novela, poesía o en mis ensayos, porque, contando la historia de mis bisabuelos y de los colonos que fundaron la zona cafetera colombiana, me he encontrado con la historia de cómo se construyó en Colombia la historia de un país campesino y cómo durante más de un siglo ese país campesino vivió en paz, fundado en el trabajo, en la familia, en la hospitalidad, en el respeto de unos valores muy sencillos pero muy poderosos, y cómo la violencia política de los años 50 destruyó ese mundo campesino, arrojó a miles de campesinos a las ciudades y comenzó el proceso de la historia contemporánea colombiana, tan dramático porque en las ciudades no encontraron ni la industria que se pensaba que había ni el empleo ni la integración a una economía incluyente que les permitiera vivir con dignidad y con esperanza. Se fue perdiendo en Colombia la posibilidad de la convivencia real, se acabó la confianza, se acabaron esos viejos valores de hospitalidad y de cortesía y Colombia ha vivido por décadas en la zozobra y en la violencia. Cuando yo arrojo esta mirada sobre el mundo campesino –que fue el de mis bisabuelos y el de mis abuelos, y en sus tempranos años el de mis padres– no solamente estoy mirando un fragmento de la historia de Colombia, sino un fragmento de la historia contemporánea en la cual se formuló un proyecto que estaba en el trasfondo incluso de la violencia colombiana, y que fue el proyecto del desarrollo, según el cual había unas naciones que ya habían alcanzado unos niveles de progreso que las convertía en paradigmas de lo que toda nación debía aspirar a alcanzar. Había que darle la espalda al mundo agrario y al mundo campesino, a la naturaleza, había que incorporarse a esa búsqueda del progreso y del desarrollo en un sentido puramente urbano, industrial, consumista. Y ahora estamos en un momento de quiebre porque ya sabemos que ese modelo de desarrollo es el que está matando al planeta. Ya toca no solamente mirar al pasado con nostalgia y admiración, sino preguntarse cuál va a ser nuestra relación con la naturaleza hacia el futuro.
En ciertas partes del libro aludes a cómo el tomar posturas políticas determinadas fragmentó a la sociedad colombiana y, de hecho, cómo eso llevó a que la violencia se expandiera de una manera colosal, incluso sin saber que el otro va a ser violento contigo. Tú aseguras que el contexto te obligaba a odiar al otro aún sin que te haya hecho nada. ¿Cómo ves la agitación social de Colombia y la región en estos días?
Yo siento que la historia de Colombia en el último siglo ha estado muy marcada por la polarización política, y he advertido que esa polarización política no sale desde las comunidades, sino que es predicada desde afuera e instrumentalizada por los políticos para pescar a río revuelto, y para –fanatizando a las poblaciones– obtener el respaldo político para una u otra posición. En Colombia eso fue muy marcado en los cuarenta y cincuenta, y después del asesinato de [Jorge Eliécer] Gaitán, fue una manera de destruir cualquier otra reivindicación social: la lucha contra la pobreza, la lucha por la salud, por la educación, por la dignidad, todo quedaba en segundo plano, porque había una lucha en primer plano que era el rencor entre las bandas políticas, y se aprovechó la ignorancia y la ingenuidad de la población para convertirla en instrumentos de una rapiña de políticos por el Estado. Eso que fue un drama colombiano, y que uno en ese entonces le atribuía a la ingenuidad y a lo rudimentario de un mundo campesino e iletrado, está sucediendo ahora en las sociedades ultra desarrolladas, en donde la gente ha vuelto a ser iletrada pero por exceso de frivolidad y por falta de pensamiento profundo, por falta de debates serios y verdaderamente democráticos sobre las grandes prioridades del mundo. En un mundo que tiene esas prioridades sobre cambio climático, sobre la relación con la naturaleza y de un consumo oneroso indebido, del saqueo de los recursos naturales, de una destrucción del equilibrio natural de un crecimiento desmesurado de las ciudades y de un montón de problemas que son de primer orden para la civilización, se está haciendo un esfuerzo por parte de los políticos en fanatizar a las poblaciones sobre temas de la agenda puramente facciosa. Los EEUU me parecen el primer ejemplo, porque parecen darle la espalda a todo lo verdaderamente importante y dejarse atrapar por veleidades de un poder manipulador, mediático, casi espectacular. Lo que ocurrió en Colombia y que produjo una mortandad tremenda y una postergación enorme de las tareas prioritarias de la sociedad, ahora parece más bien expandirse por el mundo. Y creo que el malestar de las sociedades ahora, que a veces cae en la trampa de esas polarizaciones, es el malestar de que hay algo que no está funcionando ni en nuestra democracia ni en nuestra industria ni en nuestra tecnología ni en nuestra relación con la ciencia ni en nuestro modelo educativo ni en nuestro modelo de salud ni en nuestro modelo de justicia. Pero no acabamos de encontrar el discurso que nos permita escapar de la telaraña de la manipulación política y mediática, y de encontrar una agenda independiente de las manipulaciones del poder.
En Colombia, el índice de líderes campesinos asesinados alcanzó los 250 en el 2019. ¿Qué necesita el mundo contemporáneo para entender el campo y evitar estas distancias entre la vida de la ciudad y la vida rural?
Hace falta hacer una precisión sobre las víctimas de esta masacre que me parece sistemática, y es que muchos de ellos no son líderes con una filiación política más o menos definida, en términos de izquierdas y derechas, sino que son luchadores por el medio ambiente. Colombia es tal vez hoy el país más peligroso del mundo para los luchadores por el medio ambiente y el fenómeno está atravesado por el hecho de que quienes están asesinándolos son sectores interesados en el saqueo de las aguas, de los bosques o de las minas. Todo eso hace que no veamos ese exterminio como una mera persecución por ideas políticas sino algo más grave y más profundo: una persecución de defensores de la vida y de la naturaleza contra las pretensiones y las ambiciones de unas mafias, algunas ilegales y otras legales, y un Estado que no tiene claro ese fenómeno. Está probado que muchas veces las Fuerzas Armadas han sido cómplices de actos criminales y no bastaría la sola protección militar de las personas amenazadas. Lo que hay que enfrentar son esas grandes fuerzas que están avanzando sobre la sociedad y que no respetan vida humana con tal de abrirle camino a las rutas de la droga, de la explotación minera o de la deforestación.
Si estas grandes industrias extractivistas, a las que te refieres también en Parar en seco, están llegando a copar los espacios de Latinoamérica con gobiernos que las auspician como adalides de esos grandes poderes que realmente toman las decisiones, y dado que Colombia es parte de eso, ¿cuál crees que es el futuro del Amazonas colombiano?
Nos están arrebatando la naturaleza y es un ejercicio programado, sistemático, orquestado por grandes poderes del mundo. Cuando a uno le dicen que la mitad de la riqueza planetaria está en manos del 1% de la población, uno siente que la humanidad está siendo expropiada. Y uno debe reaccionar preguntándose si la responsabilidad es solo del 1% que expropia o del 99% que se deja expropiar, porque ahí hay una responsabilidad que no se asume. Si ese capitalismo se estuviera apoderando de la naturaleza para protegerla, yo diría que está bien que alguien que tiene fuerza y poder la proteja y la salve. Pero cuando se están apoderando de la naturaleza para destruirla, el deber de la humanidad es reaccionar. Los cuadros de desplazamientos, de deforestación, de arrasamiento de recursos naturales tienen que ver con ese avance indiscriminado de fuerzas que se apoderan de todo para destruirlo todo, y es allí donde tiene que nacer una conciencia nueva de la humanidad, no solo para denunciar a los responsables sino para asumir la responsabilidad. Lo que está en cuestión hoy no es solo una manera de administrar o de gobernar, sino una manera de vivir. Creo que la gran revolución que necesita la humanidad –y ahí me refiero a Parar en seco– es una revolución de las costumbres. Si las industrias producen cosas dañinas, nosotros somos sus consumidores. Si los políticos manipulan a la sociedades, nosotros somos sus electores. Si hay una corrupción que se devora los recursos públicos, nosotros somos los tributarios. A veces solo ponemos el dinero pero nunca ponemos la vigilancia ni la fiscalización…
Es que hay mucha ignorancia, ¿no? ¿Cómo resolver ese vacío de conocimiento, lo que nos haría mucho más críticos para elegir bien o, por ultimo, para criticar al sistema y demandar más democracia en un ambiente en el que la democracia está cada vez más en riesgo?
Yo creo que sabiendo que los medios de comunicación tradicionales –muchos de ellos en poder de grandes capitales y poderes planetarios– desinforman y manipulan. Uno de los primeros deberes de nuestra sociedad y de nuestras comunidades es enriquecer el debate público. Siempre hablamos de una educación que supere la ignorancia, la docilidad y la capacidad de dejarse manipular, pero ya la educación no puede estar ceñida al horizonte académico. Yo siento que, de alguna manera, el modelo escolar tradicional ha fracasado, porque si el mundo ha llegado al punto en que está: en vísperas de la extinción de la vida y de transformar al planeta en algo inhabitable, es porque algo no funciona en el modelo educativo, y no solo en los ‘pensums’ de las academias, sino en el diseño mismo del modelo de educación: necesitamos una educación sin muros, sin el autoritarismo académico y en la que todos podamos participar. Si algo tiene el modelo educativo actual es que es excluyente, solo unos cuántos acceden a él. En una época en la que necesitamos desesperadamente conocimiento e información, esta es cada vez es más costosa e inaccesible.
Eso sin contar con que acumulamos más títulos pero el campo laboral es cada vez más adverso, ¿no?
Así es, y la educación que nos brindan cada vez resuelve menos problemas. Entonces: una educación sin muros, una educación para todos, una educación sin autoritarismo y una educación que respete los saberes ancestrales es lo que tenemos que oponerle a un modelo educativo que relega más al conjunto de la humanidad como seres que no tienen ninguna capacidad de discutir y participar en el debate porque no están suficientemente habilitados por las competencias. Ese modelo educativo nuevo, más que educativo es un modelo de construcción de un conocimiento compartido, que requiere curiosidad y pasión nuevas, volver a la aventura del conocimiento. El gran desafío para los jóvenes que están sintiendo que les están quitando el futuro es esa gigantesca revolución del conocimiento que haga que las expediciones por el mundo, por los territorios, por la naturaleza, expediciones de conocimiento y de sanación, sean prioridades de la época.
¿No es eso una utopía?
Yo creo que sí. Pero si nos limitamos a lo que es posible, pronto no haremos ni siquiera lo que es necesario.
Este parece ser un momento en el que la no ficción se vuelve una demanda para el mundo. Tus obras –sin descuidar los cánones de la literatura, de la novela, en particular, o de la poesía– tienen mucho de no ficción, te sitúas en una postura muy crítica. ¿Existe hoy mismo una función social particular para el escritor?
Bueno, para mí la literatura es importante, pero yo no quiero oficiar de literato. A mí no me interesa ser un profesional de la literatura. Cuando escribo novelas estoy interesado por unos temas y quiero rastrearlos y desarrollarlos. Estoy interesado por seres humanos, por unas vidas. Cuando escribo ensayos me interesa menos el arte del ensayo como el modelo de composición que la reflexión honesta y ojalá lo más clara y accesible posible a unos temas, tratando de sentir que la principal preocupación es el ensayo, pero tampoco el ensayo como disciplina académica ni como ejercicio de composición ni como experimento verbal, sino como compromiso profundo con el misterio del mundo y con lo sagrado del mundo. Y la poesía es, básicamente, celebración, gratitud y relación con el misterio. Entonces, me interesa fundamentalmente ser un ser humano de esta época, responsable de los desafíos de estos tiempos y capaz de sentir la divinidad del universo y luchar por ella, por la vida, por la belleza, por las posibilidades de una especie que ha caído en manos de lo peor de sí misma: la codicia, el rendimiento, la utilidad, cuando –como decía Hölderlin– aunque el ser humano esté lleno de méritos, solo por la poesía hace de esta tierra su morada.
En Guayacanal se puede percibir al niño William Ospina. ¿Qué crees que conservas vivo de ese niño de hace sesenta y pico de años?
Pues, mira, sabes que esto es algo que he descubierto más aquí en Ecuador, durante mis conversaciones con el libro, que en Colombia mismo: y es que siento que lo que va surgiendo es una ficción no porque no haya sido real, sino porque va construyendo un texto y un sentido. Lo que hace que esto sea ficción es lo selectivo de los recuerdos y la manera aparentemente arbitraria como se suceden, pero también hay mucho de ficción por el hecho de que estoy cumpliendo viejos sueños infantiles: por ejemplo, yo desde niño quería conocer a mi bisabuela que ya había muerto. Quería verla vivir. Quería saber cómo llegaron hace más de 130 años a esas montañas. Quería ver a mis padres cuando eran niños. Entonces estas conversaciones me han revelado que al escribir el libro ha estado muy vivo el niño que yo fui y el deseo de satisfacer, a través de la literatura, esos sueños infantiles.
La portada de Guayacanal muestra una foto histórica y el libro cuenta con varias fotos que recrean lo que tú relatas. ¿Cuál es la importancia que tiene para ti la foto fija en tiempos en los que la imagen es, por sobre todo, la imagen digital?
Estas fotografías son un homenaje a otra época de la fotografía, una época menos profusa, pues la fotografía no estaba tan presente, era una cosa nueva. Ciertos momentos misteriosos se eternizaban mientras que ahora queremos eternizarlos todos. Ahora no hay instante que no nos parezca fotografiable, con una profusión y con una abundancia que más bien les resta importancia, porque si todos los momentos son importantes ya ninguno es importante. Y la prueba está en que ya después no los miramos. El exceso produce una suerte de invisibilidad también.
Hay además en Guayacanal muchas alusiones al canto, a personajes que cantan. Y el canto guarda relación con el campo. ¿Qué importancia tiene para ti el canto?
Bueno, para mí muchísima, porque mi padre era cantor y tocó guitarra y cantó desde los diez años hasta los noventa. Y pasó por la vida cantando, incluso en los momentos más terribles de la violencia política colombiana, entonces para mí ha sido ejemplar. ¡Ojalá yo hubiera podido decir que pasé por mi vida cantando a pesar de los horrores del mundo! Y mi padre pudo decirlo. O yo pude decirlo por él. No paró de cantar un solo día de toda su vida y esas canciones estuvieron siempre muy presentes, y marcan mucho momentos de mi memoria. Casi siempre mi memoria está asociada a un ritmo o a una canción. Siempre hay una música. A mí a veces me preguntan qué libros me influyeron en mi decisión de ser escritor y yo siempre digo que a mí antes de que llegaran los libros me llegaron los cuentos que contaban en mi infancia y las canciones de mi padre, y que le debo más el camino inicial de la literatura a los relatos orales y a las canciones que a los libros. Los libros llegaron después y me confirmaron esa vocación.
¿A qué sonaría Guayacanal si fuera música?
Lo primero que oigo son guitarras, seguramente porque esa era la música en vivo que más se oía en esa época. La fiestas siempre eran con músicos en vivo. Tarde llegaron los discos de acetato a acompañar las fiestas, y antes de que llegaran, si no había músicos no había fiesta. Y los músicos, generalmente, tocaban guitarras, violines y alguna lira, en los más viejos tiempos.