Por Damián De la Torre Ayora / @damiandelator
Hay que escribir cuentos que no se coman el cuento. Hay que escribirlos con tripas, corazón y cerebro. Y así lo hace Julia Rendón (Quito, 1978), quien es consciente de que lo político atraviesa cada instante de lo cotidiano y de que el exponerlo no radica en un manifiesto, sino en narrar con soltura para que cada idea cale en la retina del lector para hacerlo reflexionar.
Yeguas y terneros, publicado por La Caída, se compone de 18 historias. Uno de los primeros méritos radica en contar desde el otro lado de la moneda. Una de las herencias del realismo social es exponer las problemáticas desde el lugar de los desfavorecidos. Rendón da un giro a la tuerca y lo hace desde quienes tienen el sartén por el mango. Esto no quiere decir que se olvide de los oprimidos. Más bien, esta mirada le permite desarrollar un ejercicio de alteridad: una búsqueda de la otredad sin marcar distancias.
Justamente, la dualidad se transforma en una de las fortalezas del libro: hablar de explotados y explotadores, pero sin olvidar que ciertas tensiones y miserias son inherentes a lo humano, en todas sus esferas. Con una mirada nietzscheana marca la diferencia entre el bien y el mal: donde la diferencia está en que creemos que nosotros somos los buenos. “Pero ni los dueños de una montaña pueden evitar que sus descendientes sean testigos de cómo la vida se desencadena. A la vida no le importa quién es dueño de qué o de quién. Tampoco le importa el tiempo, ni nada. La vida es”, escribe la autora, y no lo hace desde una apología para quienes tienen una mejor posición social o un mayor poder económico: lo hace para esbozar de mejor manera la asimetría de poder de nuestras sociedades.
Justamente, la asimetría de poder que habita entre hacendado y sirviente, entre padres e hijos, entre arquitectos y albañiles, entre hombres y mujeres… pero estas relaciones se tejen desde una naturalidad del lenguaje sin recurrir a panfletos. Entrelíneas, Rendón apela al marxismo -sí, esa ‘mala palabra’ que ahora pone de pelos de punta a muchos. Desconozco si esta aproximación es consciente o inconsciente de su parte, pero en sus páginas salta la categoría de explotación social desde una percepción ética marxista: el tratar a una persona solo como un medio para obtener un fin, es decir, anulándolo, que no es otra cosa que volverlo un objeto, cosificarlo.
¿Cómo se resuelve esto para que los textos no sean chatos ni aburridos ni que caigan en dádivas políticas? Lo hace a través de sus personajes y sus circunstancias, los cuales no son víctimas de sus defectos, sino de sus cualidades. Así, por ejemplo, basta leer el cuento ‘Cabeza de elefante’ para comprender que la complicidad y entendimiento con el que un padre se relaciona con su hija terminan siendo los ingredientes que construyen una tragicomedia.
Este cuento, al igual que la mayoría, se narra en primera persona; eso sí, el común denominador será una voz femenina tan fuerte como transparente al momento de narrar los hechos. Así aparecerán el propio ‘Yeguas y terneros’, que da nombre al libro, para evidenciar el yugo que se suscita en una hacienda donde varias generaciones están condenadas al servicio y se marca la diferencia social entre la hija del patrono y la del sirviente, pese a que en la niñez la amistad superaba la diferencia de clases, pero el destino parecería ensañarse. “La vida es”, aunque no debería ser así.
Pero también habrá momentos de revancha, como aquel albañil en ‘Cemento perfecto’ que es mal visto mientras camina a su trabajo dentro de una urbanización aniñada, tan solo por su apariencia, y que un acto final de desobediencia será la mejor venganza. ‘Gringa’ es un cuento que sirve de espejo: el hombre que oprime a la mujer para que no crezca profesionalmente, pero además es el retrato del temor a la pérdida de las raíces; mientras que ‘Sustitución’ es la historia de estar, pero no estar con alguien a la vez: el clímax del ‘modern love’.
‘Malala’ es la pérdida de la inocencia, el descubrimiento de la traición y los secretos de familia al desnudo, más que un cuento, es un canto a la adolescencia como si fuera el alba, mientras que el ocaso es el punto final de una relación: todos los días sale y se oculta el sol.
‘Papeles’ evoca a la hipocresía de una clase social alta, pero a la vez dibuja el sentimiento de isla que puede sentir una mujer por su idioma, como por el hecho de cuidar a sus hijas tanto de las garras de esa clase, o de cualquiera, y terminar alejándolas, para preguntarse: ¿qué realmente es la herencia? ‘Hermanito’ es otro espejo, quizás el más común en el que nos reflejemos: el normalizar los gritos y peleas dentro de una pareja, todo aguanta, pero el amor no es tan fuerte.
En ‘Virus’, hábilmente, Rendón conjuga el drama que uno siente al saber dónde pudo contagiarse de cualquier cosa, pero esto es el pretexto para esbozar traumas superiores, los cuales han alimentado nuestra histeria. Un cuento ‘mafaldiano’ -por así decirlo- es ‘Fiesta de cumpleaños’, donde la nieta de la nana Rosaura ya está en edad para ser sirvienta (14 años), pero Ariela, la niña cumpleañera, dará una lección: cuando se desobedece se es feliz, porque la libertad está en la desobediencia.
En fin, cuentos para ser explotados con nuestra lectura, mientras explotan nuestra conciencia.
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