Por Juan Mérida y Javier Pérez*
Han pasado más de tres semanas desde que Jorge Glas, vicepresidente de Ecuador, declarara el Estado de excepción en las 6 provincias de la costa ecuatoriana. A partir de ese momento, el gobierno ha asumido el control directo del territorio –sobre todo en las provincias más afectadas: Esmeraldas y Manabí–, mediante un operativo que puede comprenderse en dos etapas: en la primera, desde que se decidió que la Secretaría de Gestión de Riesgos coordinara las diferentes instituciones estatales, ya fuesen ministeriales o gobiernos locales, y se delegó a las Fuerzas Armadas del Ecuador (FFAA) la distribución de alimentos en las localidades afectadas. En una segunda etapa –que es en la que nos encontramos actualmente–, ciertos ministerios como el Ministerio Coordinador de Producción, Empleo y Competitividad, han asumido un papel más protagónico. Prueba de ello, ha sido la decisión gubernamental de crear el Comité de Reconstrucción y Activación Productiva y del Empleo, dirigido por el vicepresidente Glas y conformado por ministerios, instituciones locales y organizaciones socioproductivas de las zonas afectadas.
Ahora bien, ¿qué han supuesto estos cambios en situación de excepcionalidad a la hora de afrontar la fase posdesastre? Un seguimiento al sistema de gestión de ayudas realizado en Manta durante los quince primeros días del sismo nos permite tener una primera valoración de las funciones ejercidas por las diferentes instituciones encargadas, su coordinación, la vinculación con la sociedad y los propios conflictos de poder al interior de los barrios.
En los primeros días se dio una amplia participación civil, la misma que se redujo desde que las FFAA pasaron a gestionar el acopio y distribución de donaciones. En su pretensión de paliar la necesidad, varias de las ayudas se fueron entregando sin un plan previo. Tanto la institución castrense como el Municipio de Manta carecieron de una estrategia coordinada durante esos primeros momentos de crisis. Cuando comenzó a advertirse la necesidad de un plan de distribución ya había pasado una semana marcada por la confusión. Pero, ¿qué hizo falta?
La entrega de víveres en principio desordenada y sin un contacto previo con las dirigencias barriales ocasionó momentos de tensión entre vecinos. Antes que por carácter humanitario, parecía que se repartían los alimentos para cumplir los objetivos dictaminados por los superiores bajo criterios estadísticos. Otras donaciones que llegaban al centro de almacenamiento municipal se repartían como por caridad, poco menos que como si fueran prebendas que –obviamente– no siempre se ajustaban a las necesidades reales de la zona. Dádivas que, en ocasiones, parecerían querer consolidar relaciones clientelares.
Una característica del estado de excepción es su verticalidad, y es el ejército la demostración más explícita de aquello. No obstante, si bien las FFAA han desplegado toda su logística, los civiles han mostrado mayor sensibilidad. Probablemente, la estructura más bien horizontal de los colectivos ciudadanos ha permitido permear las demandas de las poblaciones afectadas y, gracias a la coordinación de las presidencias parroquiales, se ha afinado en gran parte el sistema de asistencia. Entre otras cosas, aquello de que los militares lanzaran comida y provocaran aleteos y picotazos entre vecinos desconcertó a muchos y provocó un rápido cambio de proceder. Enseguida desaparecieron las carreras y las filas interminables de los damnificados. Las entregas casa por casa –con una evaluación de las necesidades y mediadas por la dirigencia barrial– también pueden haber reducido esa relación seudoclientelar. Y de estos vicios no no han estado exentas las propias organizaciones sociales. Algunos dirigentes han hecho del racionamiento de comida una manera de acaparar poder y generar desigualdad al interior de los barrios.
Salvada la parálisis a la cual condujo el pánico del terremoto, surgió en la sociedad ecuatoriana el fervor por el socorro. La respuesta solidaria estaba motivada por el drama innegable del dolor, y en esos momentos la solidaridad se propaga mucho antes que la mala conciencia. Pero, pasado el impacto, esa solidaridad ha ido disminuyendo. El hecho de que se dispusiera que el mayor contingente de ayuda fuera canalizado por las FFAA pudo haber provocado cierta impotencia en algunas personas y también pudo haber resuelto el conflicto moral de otras, que se marcharon conformes. Con todo, muchos han seguido dando apoyo autónomamente y muchos otros actores sociales han centrado su preocupación en restaurar casas, comercios, sus propias redes…
“Nosotros éramos pobres antes y después del terremoto”, dice Diana Mendoza, presidenta de la parroquia de San Mateo, un pueblo pesquero del cantón de Manta. Ella insiste en que no han sufrido mayores daños y está consciente de que San Mateo ha recibido raciones de comida, pero destaca que, en un acto de reciprocidad ante esa ayuda, esta comunidad ha hecho pan para otras personas afectadas, lo cual ha reforzado los lazos mutuos de apoyo. En este sentido, mucho pesan las redes familiares y vecinales que se configuran de manera orgánica y que auxilian con sus recursos a sus semejantes. Varias personas han ayudado desinteresadamente y no por ninguna recompensa prometida por el Estado.
Ahora bien, por más que exista un trauma y unas necesidades como consecuencia del desastre, la sociedad no padece de una enfermedad. La excepcionalidad ha diagnosticado una patología donde no había síntomas importantes como para determinarla. Tal como ocurre con ciertos fármacos, el estado de excepción ha paliado la desolación existente, pero ha perjudicado al organismo social. Si con el desastre se ha consagrado la fraternidad, se debe prevenir que con la asistencia material se genere discordia. La carencia de unos no debe ser motivo de provecho de otros ni mucho menos razón para minimizar y tratar a los miles de afectados como meros consumidores.
El proceso de reconstrucción se presenta como una oportunidad pero también como una amenaza. El objetivo colectivo debe concentrarse en construir espacios de convivencia, comunidades más igualitarias e inclusivas, más autónomas, a través de la apropiación del territorio por parte de los más perjudicados. La necesidad no debe constituirse en una “razón de Estado” que legitime cualquier acción y otorgue al Ejecutivo plenos poderes bajo el paraguas de la excepcionalidad.
Si los afectados directos por el terremoto del pasado 16 de abril se perciben como víctimas y no como principales actores de su reconstrucción integral, se corre el riesgo de profundizar relaciones paternalistas, desplazamientos y segregación social. Capitales nacionales y extranjeros que ven en la inestabilidad una oportunidad única para apoderarse del botín tras el naufragio estarán, con seguridad, al acecho.
Debemos evitar que se confirme la nefasta advertencia que plantea el filósofo Giorgio Agamben: “Ningún sacrificio es demasiado grande para nuestra democracia, y menos el sacrificio temporal de la propia democracia”.
Javier Pérez es periodista y profesor universitario. Juan Mérida es politólogo e investigador social. Los dos han trabajado como voluntarios en Manta, Manabí, durante las primeras semanas después de ocurrido el terremoto del pasado 16 de abril.