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1988-2018: decir Restrepo 30 años después

El 8 de enero de 1988, la policía ecuatoriana desapareció a los hermanos Santiago y Andrés Restrepo. 30 años después, el caso Restrepo es la marca de toda una generación, y es un símbolo de la lucha por la justicia y por la reparación de las víctimas de los crímenes de Estado. Los hermanos Restrepo, sus padres y su hermana María Fernanda son un símbolo que nos recuerda que en Ecuador hay más de 4 000 desaparecidos y un Estado que no tiene respuestas. 30 años después, toda una generación se reconoce en un país que fue capaz de arrebatar violentamente de su hogar a dos jóvenes, como lo ha hecho con cientos más, amparado en la impunidad.

Por Cristina Burneo Salazar

…porque la luz ha entrado meridiana
en mi cuerpo de sombra hasta los huesos…
Jorge Carrera Andrade. “Las armas de la luz”

En el almuerzo, el fin de semana, por las tardes. Mis papás hablan mucho de eso. Han desaparecido dos jóvenes. Son los hermanos Restrepo, Santiago y Andrés. Todos tenemos grabados hoy sus rostros, las gafas de sol de uno de ellos, la diferencia de estatura que imaginamos entre ambos: los conocemos porque han desaparecido y esos rostros son la imagen de la búsqueda que inicia su familia. En 1988 no sabíamos que su desaparición iba a ser una de las heridas más profundas de nuestra memoria por ser una de las más simbólicas. 8 de enero de 1988: han desaparecido los hermanos Restrepo. Con el tiempo, sabremos que han desaparecido a los hermanos Restrepo. La enorme diferencia de una preposición: apenas una vocal.   

Una mañana de ese año, estamos llegando de vuelta del colegio en el carro de mi mamá, un Chevette beige. Vivimos en la calle Diego de Almagro, en una casa que ya no existe, frente a la actual Plaza Argentina. El muro es bajo y la puerta del garaje, de reja blanca. Una mamá y sus tres hijas, de 9, 10 y 11 años, por volver a su casa como cualquier día. Mi mamá toma la av. 6 de Diciembre, pasa la gasolinera que cruza con la Bélgica y empieza a disminuir la velocidad. Desde el carro, vemos a dos jóvenes contra el muro, de espaldas a la calle, el rostro hundido en el pecho y las manos por detrás, como si fueran a ser esposados. Eso es lo que yo recuerdo. Mi hermana Negra, la menor de nosotras tres, tiene la memoria más nítida de ese momento y lo describe como si tuviera en sus manos una fotografía: mi mamá sube el carro a la rampa del garaje, decide apagarlo y no meterlo a la casa, tomaría demasiado tiempo. Nos deja allí y sale corriendo, urgida por su indignación: en la calle hay tres patrullas en fila, y afuera hay unos seis policías deteniendo a los jóvenes.

-¿Qué les están haciendo, qué pasa, por qué les detienen? ¿A quién quieren que llame, quieren entrar a mi casa a llamar por teléfono? Yo vivo aquí, ¿quieren llamar a sus papás? Aquí esperamos hasta que vengan. Cualquier cosa que necesiten, yo estoy aquí.

Mi hermana Negra recuerda la reacción firme de mi mamá. Los policías desisten de la detención y se van, no sin antes responder que es “una operación de rutina”. “¿Y en una operación de rutina ustedes les ponen contra la pared de mi casa y con las manos atrás? ¿Qué les pasa?”.

Decir Restrepo se convirtió en parte de nuestra cotidianidad: los jóvenes habían desaparecido, era la policía, era Febres Cordero… sus padres se convirtieron en guardianes de su memoria, que era su posibilidad de justicia. Han pasado 30 años.  

No recordamos nítidamente la escena, es lo que hemos reconstruido. Pero aquí lo que yo no olvido: temer por mi mamá y por esos jóvenes, tenerle miedo a los policías y aprender a odiar todo lo que representan. No es un juicio de valor, es apenas una constatación de lo que hace el terror: sembrar el miedo en el cuerpo, y también la indignación.

Las tareas antisubversivas del SIC-10, los asesinatos de hombres y mujeres acusados de subversivos, los calabozos, los torturadores de Santiago y Andrés, los torturadores de los Alfaro Vive Carajo, los que mutilaron a Consuelo Benavides, los que violaron a hombres y mujeres dentro de las prisiones, los que asesinaron con la mayor impunidad a dirigentes sociales en la Costa, los que desaparecieron a campesinos, todo se viene a la mente como un cuadro del infierno cuando pensamos en el febrescorderismo. Pero fue aquí, en este país que ha llegado a justificar la tortura, el asesinato y la violación “porque los guerrilleros”, “porque los marihuaneros”, “porque los roqueros”, “porque son colombianos”, “porque el país”.

En esa breve escena en nuestro muro se desplegaban un orden, un Estado y una disposición general: quebrantar la vida. En mi familia recordamos distintos detalles pero la sensación es la misma. La escena que vimos esa mañana era el terror, pero aún no lo sabíamos. En esa escena, el terror se mostraba en su impudicia por medio de esas piezas de su máquina más pequeñas pero nada insignificantes que eran los policías. Apenas había sido necesario poner un marco para legitimar ciertas acciones que, de darse con la frecuencia suficiente, instaurarían el miedo y, en ese miedo, una forma de gobierno calculada en función de su capacidad de vulnerar la vida humana.

Los hermanos Restrepo no eran los AVC, es verdad. Sin embargo, en el perímetro tan artificial que se traza en torno a la violencia que hemos vivido, mucha gente considera víctimas solo a los primeros, y criminales a los segundos. En esa distinción, terminamos justificando acciones  semejantes que los asesinaron a todos. Tanto Santiago y Andrés como los AVC fueron sometidos a formas similares de tortura dentro de la misma institución en el mismo país. Estos 30 años nos debían haber llevado a considerar que una víctima de tortura es una víctima de tortura, que puede verse tragada por la violencia legal o puede salvarse de ella como un joven cercado contra un muro. Así de azarosa y calculadora a la vez es la violencia de Estado, y aún así pensamos que podemos discernir quiénes son las víctimas más “legítimas” de tortura y desaparición forzada.

Muchos padres de la generación de Luz Elena Arismendi y Pedro Restrepo –los padres de los hermanos Restrepo– temían que sus hijos fueran vistos como subversivos y fueran desaparecidos. En las ciudades, escenas de patrullas, escuadrones, controles.

Mi hermana Verónica recuerda otro momento. Es de noche y probablemente hemos salido a comprar comida. Mi papá ve una patrulla y a dos policías con intención de llevarse detenidos a dos jóvenes. Esto lo recuerda mejor mi hermana que mi papá, quizá porque ella observaba mientras él actuaba. “¿A dónde les lleva? Déjeles, no les voy a dejar que les desaparezcan.” Estas acciones de mis padres no son heroicas ni merecen una medalla: mi mamá las recuerda como una psicosis, como vivir un trauma todo el tiempo, me dice. Estaban desapareciendo a los hijos de alguien. Si en una sola familia hay dos recuerdos del terror de esos años, qué diría nuestra memoria colectiva, qué pasaría si juntáramos esos fragmentos: veríamos que era un orden que había que desmontar con todas nuestras fuerzas porque nos podía llegar su golpe. Veríamos también que es un orden que nos sigue mostrando su vigor.

Y en el campo, y en sectores más vulnerables, muchas veces ni siquiera la posibilidad de interpelar, porque el miedo y la pobreza juntos le dan aún más poder al Estado. Y en todos lados, historias anónimas, sin defensa ni testigo. Dónde estarán esas historias que aún no se cuentan, dónde esas muertes que debemos volver a nombrar como asesinatos, dónde esos cuerpos que no han vuelto a sus deudos, dónde la justicia. Y en qué silencios, en qué espíritu de cuerpo reposarán, impunes y confiadas, las manos que torturaron a Santiago y a Andrés, y las manos que hicieron crujir el cuerpo de Arturo Jarrín, de Ricardo Merino, de Consuelo Benavides. Sabemos, eso sí, que esas manos tiemblan, y esperamos que ese temblor no las abandone, porque en ese temblor van el cuerpo que tocaron, la sangre que humedeció sus yemas y el aliento tibio de quienes velan por su memoria.

El documental Con mi corazón en Yambo, –de María Fernanda Restrepo Arismendi, la hermana menor que tenía 10 años cuando se llevaron a los dos muchachos– fue la posibilidad de volver a recordar en nuestras familias, de volver a narrar. No olvido la función a la que fui con mi mamá y mi hermana. Cuando se encendió la luz de la sala, se activaron las memorias familiares, los “yo estaba aquí o allá cuando sucedió”, “yo los conocía”. Decir Restrepo era decir la Historia, reescribirla para recuperar las historias de los vulnerados de este país, muchos de los cuales han tenido y tienen origen extranjero, que no es decir que son extranjeros.  

Mi generación creció viendo a Luz Elena y Pedro de pie, cada miércoles, sumando, resistiendo, haciendo de ese dolor inenarrable una fuerza colectiva. Su familia entera hoy es un símbolo que no ha podido socavar ninguna coyuntura política, porque el tiempo de la memoria es infinito. Nada de esto les va a devolver a Santiago y Andrés, pero que sepan que nos dieron las armas más secretas: la de la persistencia de la memoria, la de la resistencia sin fin, la del amor más allá de la muerte y la valentía infinita de seguir viviendo cuando sabían que sus hijos habían corrido con la más oscura de las suertes. Y quizás un día todo eso nos permita pensar que el terror no nos habrá vencido, que quizá podamos vencer nosotros con las armas de la luz.

5 COMENTARIOS

  1. Uno de aquellos miércoles en la plaza de la independencia, fuimos a protestar varios jóvenes, a pedir que «devuelvan a los Restrepo». Solo llegar era difícil, dar varias vueltas en el centro histórico para ver cómo entrar a la plaza de la independencia y yo entré por la García Moreno,por el lado de la Biblioteca, y jamás he olvidado que, vi a Luz Elena Arismendi sentada en el capó de un auto,con su sombrero y la tela estampada con la imagen de sus hijos que le rodeaba la mitad del rostro, con un cartel que decia «pite por los Restrepo» , no le olvidó porque no he mirado de nuevo a nadie con tanta tristeza en sus ojos, eso lo recuerdo. Es verdad a nuestra generación nos quedó esto en la memoria. Es así. Es muy fuerte.

    • Gracias por responder, Ruth. Sigamos narrando, porque ese terror todavía nos habita, todavía se repite en el Estado. Narremos, recordemos. Gracias, un abrazo.

  2. La historia se hace vida, se hace carne, a través de la memoria de quienes tenemos la esperanza de saber el destino de todxs lxs desaparecidxs. «Restrepo» es uno de los tantos apellidos, que al sólo enunciarlos se hace trizas el corazón… si nuestra generación creció con la protesta de cada miércoles en la Plaza Grande, las nuevas generaciones deben tener presente este nombre: «David Romo-DESAPARECIDO» y la mirada triste pero firme de su madre «Alexandra Córdova». La historia es una memoria viva, por eso no la dejemos callar. La lucha se mantiene por lxs desaparecidxs de ayer que se convierten en los de hoy… la historia nos debe interpelar, sacudir, estremecer.

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