Por Armando Cuichán / @laimagenlibre
Para muchos sobrevolar la amazonia ecuatoriana en avioneta puede ser una actividad riesgosa; para otros es su trabajo diario.
Mi espera en el aeropuerto de Macas la pasé solo y pensativo.
Antes de subir a la frágil aeronave tomé unas cuantas fotos en el hangar y fui de acá para allá como pez en pecera. A las dos de la tarde, bajo un cielo gris y tormentoso, subí a la avioneta y con dificultad me acomodé en el asiento asignado. Abroché el cinturón de seguridad. En la parte de atrás viajaban arrumadas varias cajas de víveres y unos sacos con verduras; aquella situación me transportó a los viajes de la juventud, en las famosas rancheras, unos autobuses destartalados que cubrían rutas rurales de la costa ecuatoriana.
Los espacios de la cabina de la avioneta Cessna son reducidos y todos los controles están a menos de un estirón de brazo. Instalado en el mullido puesto del copiloto, tuve la sensación de estar en un auto compacto sin poder estirar los pies. El ensordecedor zumbido de la hélice girando acompañó el bailoteo de mis ojos que escaneaban todo el panorama posible.
Después de checar la nave, Paúl ocupó su puesto. El capi, como le tratan quienes le conocen, no lleva charreteras, no viste de caqui ni calza botas con espuela metálica, pero tiene más de 25 años de experiencia y varias decenas de miles de horas volando por la amazonía ecuatoriana. Paúl es afable, de prominente barriga y de pocas palabras.
El capi cerró la puerta, se acomodó los audífonos, se subió los lentes con el índice derecho, se recogió las bastas del pantalón y puso a punto todos los controles del tablero. «Nos vamos», dijo, y arrancó. Antes, se persignó y sin demora hizo que el pajarito de acero tomara impulso y ganara altura.
Durante el ascenso, mientras el viento bajo jaloneaba el aparatejo de un lado a otro como a una cometa, pensé que las avionetas son como motocicletas: inmensamente inestables. Demandan la pericia y la responsabilidad de un buen piloto.
Abajo quedó Macas, ya no como el polvoriento pueblito de hace 20 años, sino como una ciudad pequeña, ordenada, de buen aspecto; sus construcciones alineadas contrastarían mucho con las que vería más adelante: pequeñas aldeas salpicadas en las márgenes de los ríos amazónicos.
Alguna vez leí que la selva virgen se encuentra donde la mano del hombre no ha puesto un pie. Y debe ser así, porque para llegar a las comunidades cercanas a Macas, es necesario transitar por carreteras de tercer orden. Desde la altura se ven como gusanos zigzagueantes. Son los caminos del desarrollo, que penetran la selva amazónica y la nutren de modernidad.
Paúl continuamente movía su mano derecha entre su labio y los controles de navegación de la aeronave. Parecía que cruzábamos una ruta difícil, zarandeados en medio del algodón de las nubes.
Entre la tenue garúa, después de algo más de cuarenta minutos de estar en el aire, vi un descampado hacia el que nos dirigimos. Tragué saliva para destapar mis oídos y me recosté contra al asiento. El verde intenso de la vegetación en Wasak’Entsa rodaba junto al avioncito. Después de un sacudón, aterrizamos. Cuando la nave se detuvo por completo y descendí, estreché la mano de Paúl; él tenía 10 minutos para preparar el retorno a Macas y yo algún tiempo para conocer aquella interesante comunidad amazónica.