Por Carla Loaiza F.
Caracas. VENEZUELA.- Con miedo y agarrada a la baranda con sus dos manos, Gilma Vázquez, de 66 años, se armó de valor y subió las gradas de los siete pisos del edificio donde trabaja en labores domésticas en el Este de Caracas. A pesar de que su reloj marcaba las ocho y media de la mañana del viernes 8 de marzo, todo estaba en completa oscuridad. La luz se había ido desde el jueves a las 16:54. El mega apagón que dejó a toda Venezuela en la penumbra cumplía ya 15 horas.
“¡Fue horrible, estaba asustada!”, recordó Gilma. Esta colombiana que vive desde los 20 años en el país caribeño no pudo avanzar por el pasillo que le llevaría a su lugar de trabajo. “Estaba muy oscuro y no pude seguir”, agregó. Sin cobertura en su celular porque las operadoras no funcionaban, tampoco podía comunicarse con los dueños de casa. Así que, con la misma valentía con la que subió, decidió bajar los siete pisos a oscuras. “Nunca he vivido algo así”, aseguró la mujer que sufre de tensión alta.
Esperó a que los dueños bajaran, pero nunca aparecieron. Estaba aislada. Días después supo que habían salido muy temprano a una plaza cercana para cargar sus teléfonos en un panel solar. Durante ese viernes, la fila creció sin parar así como la incertidumbre de los venezolanos. En esa plaza había un panel solar para cargar celulares. Durante ese viernes, la fila creció sin parar así como la incertidumbre. Gilma los esperó hasta las diez de la mañana y decidió regresar a su casa. A esa hora se cumplían 17 horas sin luz. “Nadie se imaginaba que iba a durar tanto”, comentó.
Las calles de la capital estaban paralizadas. Personas se agrupaban en esquinas o en plazas. Muchos tenían en su mano un celular y cargadores portátiles. Algunos se trasladaban a pie, pues el Metro de Caracas —que moviliza a cerca de 2 millones de viajeros cada día— dejó de funcionar. Algunos esperaban sentados afuera de sus negocios. Nadie sabía a ciencia cierta la magnitud de la falla eléctrica. El único modo de enterarse de lo que ocurría era a través de la radio. Acceder a internet era casi imposible.
Judi Bello, una trabajadora de una entidad bancaria ubicada en el Este, tuvo que tomar tres camionetas (buses) para llegar a su lugar de trabajo. Como todos los días, Judi había llegado antes de las ocho y media, su habitual hora de entrada, pero la santamaría (lánfor) del banco estaba cerrada. “Me tocará caminar”, contaba resignada esta madre de familia. Había gastado el poco efectivo que tenía en los buses que la trajeron en vano a su trabajo. Unas seis horas le tomaría llegar a su casa donde la esperaban sus dos hijos, quienes no fueron a estudiar porque el gobierno suspendió las clases.
“Otro día de atraso”, decía un mototaxista al referirse a las consecuencias que dejaba ese corte para el país. Las carreras eran casi nulas porque nadie saldría a trabajar o a estudiar. A su compañero Jonathan le preocupaba más la poca comida que tenía almacenada en la nevera.
En los hospitales la situación era más grave. Marielsi Aray, de 25 años, murió en la madrugada del viernes porque dependía de una de las máquinas de respiración asistida que dejaron de funcionar en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Universitario de Caracas. “Los médicos trataron de reanimarla de forma manual, pero se descompensó y murió a las dos de la madrugada”, contaba desconsolado su tío José Lugo.
La noche del jueves “fue fatal” relataba, por su parte, Gilberto Altuvez, un padre de familia quien tiene a su niño de 8 años internado en el hospital infantil J.M. de los Ríos de la capital. Con indignación decía a periodistas que le parecía inaudito que un hospital —que alberga a más de 160 niños con diferentes condiciones de salud— no cuente con una planta eléctrica, mientras que un banco que queda a pocos metros de allí sí lo tenga. El jueves habían llevado tres plantas generadoras hacia el hospital, pero ninguna funcionó. La angustia de los padres y el miedo de los niños se agudizaba con el paso de las horas.
En videos e imágenes que circularon por redes sociales durante los días del apagón se veía a médicos realizando procedimientos quirúrgicos alumbrados con las linternas de sus celulares, ante la falta de generadores eléctricos.
Hasta ahora se desconoce la cifra exacta de fallecidos en hospitales a causa del apagón. Aunque los reportes de la ONG Codevida cifraban en 15 los pacientes renales que habían fallecido por paralización de los servicios de diálisis, mientras que el líder parlamentario y reconocido como presidente encargado por medio centenar de países del mundo, Juan Guaidó, informaba parcialmente que hasta el domingo 10 de marzo se registraban 21 muertos en hospitales del país.
¿Sabotaje o negligencia?
Los apagones son frecuentes en Venezuela, sobre todo en estados como Zulia, en la frontera con Colombia, donde todo el tiempo hay racionamiento por fallas en las subestaciones. En Caracas los apagones son tradicionalmente inusuales, aunque el año pasado se registraron varios cortes entre julio y agosto. Pero esta vez fue diferente. La falla se generó en la principal hidroeléctrica, El Guri, ubicada en el estado Bolívar (sur de Venezuela) y que genera el 80% de la energía del país.
El gobierno de Nicolás Maduro asegura —hasta ahora— que el apagón se debió a un supuesto “sabotaje” organizado por Estados Unidos y la oposición venezolana contra la hidroeléctrica, para generar caos y propiciar su salida del poder. Según Maduro, se trató de un “ataque cibernético” contra el cerebro de la hidroeléctrica y de un “ataque electromagnético” a las líneas de transmisión, además de sabotajes físicos a subestaciones.
Guaidó rechazó esta versión y aseguró que después de consultar a funcionarios de la estatal Corpoelec, “un incendio de vegetación registrado el jueves en la tarde afectó a las tres líneas de 765 kilovoltios entre Guri y las subestaciones Malena y San Gerónimo B”. La falta de mantenimiento y poda de las hierbas de las subestaciones “hacen que estas torres sean susceptibles a estos incendios”, explicaba en su cuenta de Twitter. Además, desestimó que haya existido un supuesto hackeo al sistema que controla la Red Troncal de Transmisión pues, según expertos citados por él, ese “es un sistema analógico”. Maduro lo desmintió al señalar que es un “sistema de última tecnología digital anillada”. Horas después, la Fiscalía abrió un expediente para investigar a Guaidó por estar supuestamente vinculado al “ataque cibernético”.
A Patricia, de 25 años, no le interesa quién dice la verdad. A ella le quedó un recuerdo amargo pues el segundo día del apagón —al cumplirse 30 horas sin electricidad— tenía programada una cesárea, que se llevó a cabo a riesgo de que la planta eléctrica de la clínica en Caracas no funcionara. Afortunadamente “todo salió bien”, aseguró. Y cuando regresó a su casa, con su hijo recién nacido, no solo sintió el dolor por la herida de su cirugía, sino la indignación de encontrar su casa sin luz y sin agua.
Chispazos de luz
Entre viernes y sábado, los venezolanos no perdían la esperanza de que el servicio se restableciera. En algunas zonas de Caracas, la luz llegó el viernes por la tarde. Pero ese chispazo de alegría duró un par de horas. “Lo suficiente para lavar, planchar, cargar teléfonos y recoger agua”, reportaba una ciudadana a través de la radio local. El servicio de agua se vio también comprometido con el corte de luz. Muchos edificios dependen de sistemas hidroneumáticos, que funcionan con energía, para bombear el líquido, ya de por sí racionado en varias regiones, incluida Caracas.
Otra de las preocupaciones era la comunicación. Ninguno de los operadores telefónicos funcionaban con normalidad. Quienes accedían a redes inalámbricas o wifi eran los únicos que podían comunicarse, sobre todo en hoteles que, de un momento a otro, se empezaron a llenar con equipos de prensa, personal diplomático y personas acomodadas con capacidad de pago. Pero la gran mayoría no podía comunicarse.
“No sé si estarán bien, si tendrán agua o comida. Estoy desesperada”, le decía la misma ciudadana al locutor. La información que llegaba desde el interior del país era casi nula. En las radios los corresponsales de otras ciudades apenas hacían contacto con el locutor y se cortaban las llamadas.
La situación se tornó angustiante para quienes tienen familiares en el exterior. Según la ONU, unos 3,4 millones de venezolanos residen el extranjero, de los cuales 2,7 millones emigraron desde 2015 a raíz de la crisis.
Aquel viernes, antes de la medianoche, en algunos sectores de Caracas llegó la luz. Aplausos se escuchaban en la calle y, otra vez, los caraqueños emprendían la carrera de lavar, bañarse, cargar sus teléfonos, linternas y demás, y seguir recogiendo agua.
Los caraqueños podían sentirse afortunados. La información llegaba a cuentagotas a través de internet. La situación en el interior era cada vez peor. En algunas regiones del país ni siquiera habían tenido un minuto de luz.
Se aceptan dólares
Al mediodía del sábado, en la capital, volvía a escucharse el sonido de las plantas generadoras de electricidad. Esa era la señal. “Se fue la luz”, otra vez. Venezuela completaba así 44 horas sin energía eléctrica, sin agua y sin señal telefónica.
La desesperación crecía. Se veían largas filas en farmacias que funcionaban con planta. Todos en busca de agua o de las pocas medicinas que había en stock. “¿Cómo están pagando si no hay punto?”, se preguntaban algunos transeúntes. Otros respondían: “En efectivo, pero también están aceptando divisas”, refiriéndose a dólares o pesos colombianos. Ante la escasez de billetes en Venezuela, el medio de pago habitual es el “punto de venta” o datáfono, por eso la mayoría de venezolanos carga dos o más tarjetas de débito o crédito para pagar sus compras. Además de las transferencias que se hacen a través de aplicaciones móviles que funcionan con internet. El efectivo casi no se ve, aunque sirve para pagar el pasaje del metro (un bolívar por cada viaje) o comprar gasolina.
Una vela costaba 1.000 bolívares en algunos comercios, durante los días del apagón. 1.000 bolívares representan 0.30 centavos de dólar, a la tasa oficial (3.299). Para pagarlos se necesitarían cinco billetes de 200 bolívares, o dos billetes de 500, pero el cajero automático de algunos bancos entrega únicamente 500 al día, y por taquilla (ventanilla) igual. En otros dispensadores ni siquiera se puede retirar dinero de cajeros automáticos por falta de billetes —cuyo valor pulveriza la inflación— o de mantenimiento. Pero este dilema no es una particularidad del apagón. Un pasaje de transporte público en Caracas cuesta aproximadamente 150 bolívares.
El dólar fue la moneda de cambio en el país durante esos días. El costo de una bolsa de hielo en Caracas o en la sofocante Maracaibo fluctuaba entre los tres y los ocho dólares. Todo un absurdo cuando el salario mínimo equivale a 5,45 dólares. Un hombre vendía en una calle latas de atún a un dólar cada una. En mercados se vendía un kilo de bananos a un dólar. Muchos ciudadanos reportaban en las radios locales que algunos se aprovecharon de la calamidad para hacer de las suyas y cobrar en dólares por cargar los celulares en pequeñas plantas o por hacer llamadas. “Traiga lo justo porque no hay vuelto”, decían algunos comerciantes.
De 70 a 0
“¿Hasta cuándo tenemos que aguantar?”, escribía una tuitera el sábado por la tarde y se preguntaba a qué hora aparecería “el CDS (coño de su madre) de Maduro a dar la cara”. Desde que empezó el apagón, el gobernante socialista no había salido en cadena a pronunciarse sobre el tema.
Ese día habían sido convocadas marchas tanto del oficialismo como de la oposición, en distintos puntos de la ciudad. Mientras unos reclamaban por la falta de electricidad, los otros decían defender a la patria del supuesto “ataque” que ocasionó el apagón. Y casi al cumplirse las 48 horas sin luz, apareció Maduro en cadena de radio y televisión. “Hemos sido víctimas de una guerra eléctrica”, decía ante miles de seguidores. Ya habían recuperado el 70% de la falla, pero “un nuevo ataque” había echado por tierra lo logrado, por lo que se había vuelto a cero y el servicio quedaba suspendido indefinidamente. Fue más que un balde de agua fría.
La esperanza de tener luz en las próximas horas se diluyó. Maduro repitió la palabra “sabotaje” tantas veces que parecía inverosímil su versión. “Al mal tiempo buena cara”, agregaba, y enseguida pedía “paciencia”.
El gobernante pondría en marcha un plan para entregar los CLAP —cajas con alimentos subsidiados que vende el gobierno en zonas populares—, pidió la movilización de tanques cisterna para abastecer de agua a las personas que no contaban con ese servicio y aseguró que auxiliaría con plantas de energía a los hospitales. Todo a partir del lunes. “Esto va pa’ largo”, comentaban usuarios de Twitter. La preocupación y la indignación iba en aumento. “Aquí prácticamente no se paga por el servicio eléctrico. ¿Ustedes creen que eso pasa en Colombia y otros países? Nosotros garantizamos el servicio para todo el pueblo ampliamente subsidiado”, señaló Maduro tratando de justificar de alguna manera la demora en el restablecimiento eléctrico. Pero en algo tiene razón: los servicios de agua, luz, internet y telefonía son prácticamente regalados en Venezuela, pero su prestación es cada vez más precaria por el deterioro de la infraestructura. Mientras tanto, las filas crecían para abastecerse de gasolina, más que regalada, pues con un dólar es posible comprar 300 millones de litros. ¡Toda una locura!
Luz a cuentagotas
“¿Te imaginas que la gente entre en desesperación y empiece a caminar con antorchas por las calles y a treparse por el hotel, porque es el único lugar donde hay luz, internet y comida?”, bromeaba un colega que trabajaba desde un hotel. La descripción es parecida a un capítulo de The Walking Dead. Y sí, en medio de la penumbra era fácil imaginarla. De pronto un estallido social, ante la desesperación de la gente sin luz, agua, ni comida, e incomunicada.
Y llegó el domingo. Se completaban 62 horas del apagón, y la luz no llegaba.
Algunos curas oficiaron misa únicamente con dos cirios encendidos y con el grito de sus voces. En una iglesia del Este de Caracas, que suele llenarse durante la primera misa, a las ocho de la mañana, apenas llegó un tercio de los feligreses. Los asistentes tuvieron que agruparse más para poder escuchar el sermón del padre que casi termina sin voz. “¡Y todavía me quedan cuatro misas más!”, decía el párroco, que tildaba de “asqueante” la situación.
En el aeropuerto de Maiquetía, que sirve a Caracas, la situación también fue precaria durante los días del apagón. Las pocas aerolíneas que vuelan todavía, hacia y desde Caracas, optaron por suspender sus vuelos, mientras que otras como Copa Airlines y su aliada low cost Wingo trabajaron con normalidad, pero advirtieron a los pasajeros que solamente podrían llevar un equipaje de mano debido a que los escáneres de maletas no funcionaban.
Según pasajeros que arribaron el domingo, los empleados de aerolíneas y de migración registraban la llegada y salida de pasajeros manualmente, es decir, en hojas blancas y con un bolígrafo. Y chequeaban a los pasajeros a través de una lista. El aire acondicionado tampoco funcionaba en esa zona que es bastante calurosa por encontrarse al nivel del mar.
En las radios locales llegaban los reportes de algunos ciudadanos que confirmaban que la luz se estaba restableciendo en algunos sectores de Caracas. Al hacer un recorrido confirmamos que era cierto y que las filas en las gasolineras se extendían por las avenidas.
“Por ahora no hay nada de importancia que informar”, afirmaba el domingo por la tarde el ministro de Defensa, Vladimir Padrino López. Nada alentador, pues ya se cumplían 72 horas del apagón. El más largo de la historia venezolana. Las clases y la jornada laboral seguirían suspendidas hasta el lunes siguiente. Sin embargo, con la noche llegó también la esperanza del restablecimiento del servicio. Pequeños destellos de luz se divisaban en el Oeste y en el Este de Caracas. “Parece que viene la luz”, se escuchaba rumorear en las calles.
Más o menos a las ocho de la noche del domingo, la luz llegaba a cuentagotas. “Tenemos luz, pero seguimos sin agua”, se leía en Twitter. Y, efectivamente, el problema de la luz se resolvía de a poco, pero el suministro de agua seguía fallando, pues la empresa estatal apenas reanudaría el bombeo. La desesperación fue tal que incluso algunos recogieron agua medianamente limpia de pequeñas bocatomas en el canalizado río Guaire, adonde llegan las aguas negras de la capital.
Con luz, pero sin agua
En Maracaibo el servicio eléctrico había llegado el lunes, pero fue una alegría efímera que duró apenas dos horas. “¡Esto no es vida!”, lamentaban los afectados en la calurosa ciudad, mientras el gobierno de Maduro prometía —otra vez en cadena— restablecer la luz en 48 horas más. Martes y miércoles los declaró como “asueto” para estudiantes y servidores públicos.
“¿Cómo puede salir adelante un país si ya va para 15 días paralizado desde antes de carnaval? Si seguimos así Maduro empatará el ‘asueto’ con Semana Santa”, ironizaba Rodolfo Silva en Twitter, recordando que hacía dos semanas el gobierno había extendido el descanso de carnaval de cuatro a seis días.
Un cálculo preliminar de la consultora venezolana Ecoanalítica estimó que las pérdidas económicas producidas por el apagón, a escala nacional, serían de 875 millones de dólares, lo que representa casi un punto del PIB del país.
Para el martes, y como si se tratara de una guerra, el gobierno de Maduro no tardó en declarar “la victoria” contra el “sabotaje eléctrico”. Se habían alcanzado las 100 horas del trágico apagón. Según el gobierno, habían restituido el servicio en casi todo el país, aunque con pequeñas fallas y con el problema del agua latente. Advertía de nuevos ataques y recomendó tener a mano un kit de emergencia con velas, pilas y agua.
Un nuevo plan entraría en marcha: el plan Tanque Azul, para que los venezolanos, a través de subsidios, adquirieran un tanque para reservar agua. Esta era la premonición de que los problemas de agua continuarían, al igual que otros servicios que no han logrado recuperarse tras el apagón.
El Metro de Caracas volvió a operar el jueves a medias y la jornada laboral se reactivó. Las clases se reanudaron el 18 de marzo, pero hay zonas del territorio nacional que no han recuperado la luz. La situación en Maracaibo es dantesca. Centros comerciales, hoteles y pequeños negocios fueron saqueados por muchedumbres descontroladas. “Y es que si no es una cosa es otra. Acá nada funciona bien”, dijo Luis, un joven de 35 años, quien siente que a pesar de tener luz en su casa a él le han robado toda su energía. “Me dan ganas de irme del país”, sentenció.
Y aunque la mayoría recordará imágenes apocalípticas del apagón más largo de la historia venezolana, muchos rescatan las cosas buenas que resultaron de esta calamidad, como familias más unidas y solidarias. Los jóvenes se miraban cara a cara para conversar, “ya no miraban el celular”, contaba un vecino. Muchos organizaron comidas colectivas o prestaban llamadas o mensajes a quienes no podían comunicarse. “El amor es la luz en la penumbra”, reflexionaba otra colega.