Por Armando Cuichán / @laimagenlibre
Recuerdo que de pequeño caminaba de la mano de mi madre por ese gran mercado que era la avenida 24 de Mayo. Vendedores, putas, ladrones, compradores y un buen puñado de fascinerosos se apretujaban la víspera de Navidad.
Eran finales de los setenta del siglo pasado, y aunque Quito era aún una mozuela, había perdido ya mucho de su inocencia. Esa mañana, los olores dulces de las hierbas y la acidez del tufo que despedían las axilas de los comerciantes también iban de la mano.
Cuando abandonamos el mercado fuimos a comprar algunas baratijas en la explanada de la iglesia de San Francisco. La plaza estaba llena de carpas plásticas y bajo ellas, un sinfín de vendedores de juguetes y de confites ofertaban sus productos con esas voces lanzadas desde los pescuezos.
Mi madre me sujetaba con su mano como si en su lugar tuviera un eslabón enlazado con uno parecido pero mío. A ratos, entre los ríos de gente, me arrastraba junto a ella para no perderme. Cuando por fin logramos salir de los apretujones en busca de un bus Colón-Camal para regresar a casa, mamá se percató de que su cartera había sido cortada. Alguna de esas mujeres gordas que minutos atrás nos cortaba el paso nos habría robado todo, hasta el dinero del pasaje… El resto de aquel día se ha diluido en mi memoria. ¿Volvimos caminando o pedimos prestadas algunas monedas a un buen samaritano?
Hoy, mientras recorro los pasillos aromatizados de un centro comercial -el mercado de otros tiempos-, empujando el cochecito de la compra, recuerdo aquellos apretujones y hasta puedo sentir los aromas, esos aromas de todos los colores de antes.