Por Francisco Garcés/La Barra Espaciadora
Dos policías bastan para hacer invulnerable un edificio de juzgados, al norte de Quito. Una sola entrada, gradas que no llegan a metro y medio de ancho y un ascensor que no sirve, hacen de esta dependencia un coloso infranqueable para curiosos, periodistas y entrometidos.
En el quinto piso funciona el Juzgado Séptimo de Garantías Penales, donde se han tramitado algunos de los casos que han hecho noticia en el país. El más reciente es el caso Radio Patrulla, que se originó el 30 de septiembre del 2010, cuando el presidente Rafael Correa permaneció durante horas dentro del hospital policial y fue rescatado, en la noche, por las fuerzas especiales del ejército. El citado caso involucra a trece gendarmes que ese día usaron la radio de la Policía Nacional para, presuntamente, alentar la revuelta de sus colegas uniformados, lanzar consignas e incluso, según los acusadores, poner en riesgo la vida del Mandatario.
El presunto delito: incitación a la rebelión. Posible sanción: de seis a nueve años de reclusión.
Siete meses después de que los policías fueran acusados, por fin se convocó a la audiencia de juzgamiento. Hace una semana, el martes, parecía que la audiencia se realizaría y que los acusados conocerían su suerte, después de tres años y medio de ocurridos los hechos.
La audiencia fue convocada a las ocho y veinte. En la puerta interior del edificio, que a duras penas alcanza un metro de ancho y permite cruzarla en fila india, la seguridad fue reforzada: ahora eran cuatro los policías, ya no solo dos, pues un grupo numeroso se agolpó tumultuosamente en el lugar. Eran los 185 testigos convocados que pretendían entrar, casi todos, a la misma hora. A todos les tocó subir por las gradas, pues el ascensor lleva meses dañado… Hubo tanta gente que desde el tercer piso hasta la sala de audiencias, que está en el quinto piso, las gradas lucían abarrotadas.
Entonces, una ágil funcionaria del juzgado tomó la iniciativa y -a empujones- controló la situación. De inmediato explicó a todos que debían mantener el orden para “acomodarlos en la terraza”. ¿En la terraza? ¿En qué terraza? El edificio cuenta con dos que rodean la sala de audiencias de ese quinto piso. Fue ahí donde los testigos debían esperar su turno para rendir declaraciones. No hay bancas, peor sillas, del techo, ni hablar. Al final de cuentas, si uno es parte de un juicio, tiene que aguantárselas. A la hora pactada, más de 200 personas llenaron las terrazas, los acusados y sus abogados ocuparon la sala de audiencias, los periodistas se tomaron el pasillo; los cuatro policías, la recepción de la planta baja y dos personas con capacidades especiales esperaron en la vereda del parqueadero porque, como no había ascensor, sencillamente no podían presentarse en la audiencia.
Hora y media más tarde, los testigos buscaron desesperadamente protegerse del calcinante sol quiteño que golpeaba con toda su fuerza. Más allá del papel que cada testigo tiene en el caso, todos fueron sometidos a esa tortura natural. En la sala, los acusados y sus abogados eran vigilados de cerca por otros agentes policiales. Tampoco tenían adónde moverse, pues la repleta sala tiene unos cuatro metros de ancho y unos diez de largo. La mitad la ocupa el estrado, dos escritorios, uno para el fiscal y otro para la defensa, y al frente hay un tercero para la secretaría. No hay computadoras y apenas hay espacio para tantos papeles que se deben acomodar como sea. No es extraño que otros estén en el suelo. En la otra mitad hay dos filas de pequeñas mesas a modo de pupitres para que los defensores tengan más espacio, y otras tres filas de asientos para que entren seis personas en cada una. Afortunadamente un lado de la sala da a la terraza y los ventanales abiertos permiten la entrada de algo de aire.
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Son casi las diez de la mañana. Los jueces del tribunal se abren camino, entran a la sala y ordenan tomar lista. La secretaria lee el primer nombre, otro funcionario en la puerta de la primera terraza lo repite a gritos y con la misma fuerza lo repite otro más, en la segunda, hasta que el testigo se presenta, se abre paso, logra entrar en la sala y firma la lista. Dos horas más y quedan ya tan solo cuatro personas en una de las terrazas (todos los demás testigos fueron destinados a la otra). Sus nombres no aparecen.
Al fin termina la lista, es casi mediodía y se declara instalada la audiencia pese a la falta de más de treinta testigos. Según el artículo 278 del Código de Procedimiento Penal, se debería impedir la continuidad del trámite en estas circunstancias, pero….
El presidente del tribunal ordena leer una resolución del Consejo de la Judicatura que ingresó a las ocho y cinco de esa misma mañana. En ella se notifica que la jueza Elizabeth Martínez ha sido suspendida por treinta días sin sueldo, por una falta disciplinaria. El documento demanda que el juzgado busque un tercer juez para integrarse.
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El juez designado fue Fernando Romero Burbano, quien minutos antes de ingresar a la sala con los otros dos jueces, fue posesionado y solo entonces se enteró de que debía tomar una decisión sobre uno de los casos que más expectativa ha despertado en las últimas décadas de la historia política del Ecuador. Claro, durante los cinco minutos que transcurrieron antes de ingresar al lugar, no pudo leer ni un solo renglón del documento sobre el proceso… Su presencia causó malestar de inmediato, así que uno de los abogados defensores pidió la palabra, sacó de su maletín el Código Civil y alegó que la norma le impedía tomar posesión, sin que antes se lo notificara a todas la partes involucradas, y sin que determinara que realmente está habilitado para conocer el proceso en cuestión. Su alegato pareció sustentado y convincente, pero no causó mucha gracia en el tribunal. El presidente interrumpió la parte final de la intervención y le quitó toda importancia. No leyó un solo artículo ni emitió un criterio legal, se limitó a explicar que esa era la resolución del Consejo de la Judicatura y que así se debía desarrollar la audiencia.
Su actitud, más que su argumento, fue suficiente para incrementar el malestar y desatar la protesta general. Al mismo tiempo, el segundo juez atendía una llamada a su celular. Al colgar, comentó algo al oído del presidente del tribunal. Al mediodía en punto la decisión estaba tomada: no hay garantías para continuar con el proceso. “Se suspende la audiencia y se la convoca para el jueves”, es la sentencia del juez principal…
La decisión causó risas y gestos de satisfacción en un grupo de abogados defensores, mientras abandonaban la sala. Entre los acusados todo era resignación. Ellos iban escoltados, mezclándose entre los testigos, de nuevo rumbo a la terraza calcinada bajo el sol. El desconcierto, la decepción y la rabia pululaban ahí durante esos minutos eternos antes de que los funcionarios del juzgado les abrieran la puerta y les permitieran salir. Tres días después debían volver para soportar el tedio de un nuevo trámite judicial y, seguramente, perder otra mañana de su vida.
Llegó el jueves en el mismo edificio, con los mismos jueces, con los 185 testigos, los acusados, los acusadores y los defensores. A la hora fijada el tribunal se presentó pero tan solo para comunicar a los presentes que la audiencia no se instalaría. La espera de los trece acusados se estira como se estira la molestia de los testigos. Los defensores continúan cobrando honorarios, los jueces despachan y despachan trámites, buscan los escritos y los funcionarios del juzgado vuelven a la lidia en contra de las aglomeraciones.
Al menos, una bombera ha vuelto a las calles para hacer lo que sabe hacer, mientras la justicia parece no acabar nunca de apagar incendios.