Por Anaís Madrid / @anaistamara
Escribir sobre Ayotzinapa es invocar el horror, pero también la ferocidad de un pueblo herido. Y escribir sobre los desaparecidos es responder a una necesidad de la vida cotidiana. En el contexto mexicano, hablar de los que ya no están es hablar de un tejido espeso denominado “violencia estructural”, en el que es imposible obviar la coalición entre narcos y políticos. Después de dos años no hay consuelo para las familias, pero sí hay reacciones, confirmaciones y verdades. Hay memorias y conciencias empedernidas. Ahora sabemos (decimos, escribimos, publicamos) que en el estado de Guerrero, como en muchas otras partes del mundo, es habitual que desaparezcan estudiantes, periodistas y mujeres. Sentimos que miles de personas despertaron por los 43, que reclaman por sus muertos y desaparecidos, o solo por sus derechos. Miles de personas están afuera haciendo ruido.
Guerrero es zona de tránsito: marihuana, heroína, drogas sintéticas y cocaína, proveniente del sur del continente, pasan por este estado. Ahora también es fábrica de fentanilo. A partir de la desaparición forzada de los normalistas, se descubrieron 12 fosas clandestinas en los alrededores de Iguala. Se develó el enorme control que ejercen los grupos de delincuencia en la política y seguridad mexicana. Se confirmó que la indignación por los 43 marcó un hito en la protesta social por Internet. Pero lo más importante es que la relación entre el narcotráfico y la política ya no es especulación.
Durante 2015 Guerrero fue considerado el epicentro de la violencia vinculada al narcotráfico. La experiencia de la pérdida allí se vive dos veces: existen familias con abuelos e hijos desaparecidos. Mujeres cuyos padres fueron secuestrados y que ahora han perdido a sus hijos en manos de la policía. En los setentas, grupos armados trataron de revertir la pobreza y la desigualdad social. El Gobierno Federal movilizó tropas y desencadenó una guerra sucia. Centenares de campesinos fueron torturados y desaparecidos. Los habitantes se preguntan de dónde salió el odio a los campesinos. Parece que poco o nada importan. El Gobierno de Enrique Peña Nieto ya demostró que la vida de 43 normalistas vale lo mismo que una historia mal contada. Solo en Iguala y zonas vecinas, se hallaron 63 fosas con 133 cuerpos, entre octubre de 2014 y junio de 2015. La represión continúa pero la sociedad civil ha levantado las manos.
Después de Chiapas, Guerrero es el estado mexicano con más analfabetismo; de ahí la importancia de las normales rurales en una aldea como Ayotzinapa. Un requisito para formarse como futuro maestro es ser hijo de campesinos. Los egresados representan la única oportunidad de estudio que tienen los niños y niñas más pobres de México. Llegaron a existir cerca de 40 normales en todo el país, pero menos de la mitad ha logrado sobrevivir. Lo irónico es que estas escuelas representan el logro más innovador del sistema educativo por el que se luchó en la Revolución Mexicana. El no apoyarlas significa retroceder 100 años. La más emblemática por sus luchas sociales, por sus maestros combativos, es la Raúl Isidro Burgos. Uno de sus líderes estudiantiles fue Lucio Cabañas Barrientos, el jefe del Partido de los Pobres, en la década de los 70. Durante los últimos años, los estudiantes aseguran que viven una campaña de desprestigio, que se los tilda de “revoltosos” y “vándalos”.
Iguala es todo eso que se sabe pero no se dice, o no se decía hasta la desaparición de los 43. Excavar por lo ocurrido el 26 y 27 de septiembre de 2014 ha permitido encontrar una capa de violencia sistemática auspiciada por la corrupción y la impunidad. Un dato al azar es que en 2008, 28 municipios mexicanos tenían vínculos con la violencia organizada. Las investigaciones demostraron que fue la Policía quien agredió y secuestró a los normalistas por orden del Alcalde. En Guerrero los grupos de violencia organizada apoyaban a candidatos, y más tarde, impusieron a sus propios candidatos.
El caso sigue abierto. La renuncia de Tomás Zerón a la jefatura de la Agencia de Investigación Criminal, pocos días antes de que cumpliera el segundo aniversario de la desaparición forzada, es un indicador de las anomalías del proceso. Zerón, quien aportó elementos a lo que el Gobierno llamó “la verdad histórica”, fue acusado con un video de visitar el río San Juan en octubre de 2014. Curiosamente, fue allí donde se encontró una bolsa con restos humanos, entre los que estaba un pedazo de hueso que ayudó a identificar a Alexander Mora Venancio, uno de los 43 normalistas.
Ese tejido espeso todavía está muy lejos de esclarecerse. Dos años después, Ayotzinapa es una palabra tan dolorosa como envalentonada. Es tan grande que ya no sabe de nacionalidades y tan roja que no pasa desapercibida. Ayotzinapa es pensar que el olvido es el infierno, que sin memoria no hay justicia. En dos años, Ayotzinapa se ha convertido en un sinónimo de lucha por sobrevivir a la ausencia.