Por Paulina Trujillo / @mamipau
Si una mujer no se ha sentido gorda alguna vez, es porque en realidad está muy, muy delgada o porque goza de una autoestima envidiable. Muy a menudo, al vernos en el espejo, algunas nos sentimos como unas verdaderas vacas. Entonces, llegamos a la conclusión de que no podemos seguir viviendo con esas cinturas de gallina. De hecho, de eso es de lo que hablamos entre nosotras cuando vamos al baño juntas y demoramos eternidades: que si me ves más gorda que la semana pasada, que si te funcionó la receta mágica, que si se me ve así o asá cuando camino así o asá…. Lo cierto es que en la búsqueda del cuerpo perfecto, o al menos del cuerpo con la menor cantidad posible de rollitos, las mujeres recurrimos a los métodos más extremos y más inusuales… Y, lo peor de todo: ¡pagamos por ellos!
Hace unos meses me llegó una oferta al correo electrónico que no podía dejar pasar: un tratamiento reductor cuyo costo alcanzaba los mil dólares, pero que durante unos días, estaría en solo cien… Se nos prometió que, al final del tratamiento, habríamos perdido como mínimo diez centímetros de cintura… Sí, la mayoría de las mujeres, cuando somos amigas de otra mujer, solemos ir juntas al baño, al médico, a comprar ropa, a fumar, etc., así que les conté de esto a dos de mis amigas y, entre las tres, decidimos que esa era la oportunidad de nuestras vidas. Para ser sincera, dos de nosotras sí teníamos nuestros gorditos, por los bebés, la edad, el sedentarismo, entre otros pretextos. Pero nunca supìmos qué carajos pretendia reducir la tercera de nosotras. En fin…
Ya en la terapia, la primera vez que nos tocó desnudarnos unas frente a las otras, para que midieran nuestro peso, la incomodidad fue inmensa. Es que, una cosa es ser amigas íntimas, otra es dejar que nuestros gordos queden expuestos, por más intimidad que haya. Pero, bueno, nos acostumbramos a vernos y a comparar cuánto íbamos perdiendo de una semana a otra. De hecho, pedimos que nos pusieran en una de esas salas de spa con tres camillas juntas para conversar mientras nos atendían. En ese ambiente de olor a eucalipto y mentol y música new age, nos dábamos valor las unas a las otras, como quien se alista para ir a la guerra…
El tratamiento incluía:
–10 sesiones de gimnasia pasiva. A la gordita en cuestión le colocan unos electrodos donde desea eliminar los excesos, recibe descargas eléctricas que movilizan la zona y la ejercitan.
-10 sesiones de carboxiterapia… ¿Y, cómo se come eso? A través de una manguera delgada y con una aguja de las que se usan para inyectar insulina, inyectan dióxido de carbono, CO2, en los tejidos subcutáneos donde hay grasa localizada, para disolverla.
-10 sesiones de mesoterapia. Es un método algo parecido al anterior, pero en lugar de dióxido de carbono, nos inyectaban una mezcla de sustancias homeopáticas que diluyen la grasa.
-10 sesiones de masajes reductores. Esto fue lo peor. Una pequeña pero corpulenta mujer -a la que si veo en la calle le atropello-, con unas manos masculinas que ya quisieran algunos, nos estrujaba cual masa para empanadas durante no menos de 20 minutos seguidos… Pero como el glamur y la dignidad nunca se deben perder, jamás proferí un gemido y menos un alarido. Confío en que, gracias a mi estoicismo, habré limpiado algo de mi karma…
-10 sesiones de maderoterapia. No supimos en qué consistía ese tratamiento hasta que vimos a la versión femenina de Mario Baracus entrar a la sala de tortura con una especie de rodillo de madera, que, además, estaba provisto de unos forúnculos. Ahí dentro, las tres camillas nos sostenían, ataviadas con unas batas de hospital psiquiátrico. Con ese artefacto nos aplanaba los rollos, durante otros veinte infernales minutos…
-10 sesiones de vendas frías. ¿Frías? ¡Heladas! Nos envolvían como a momias, con unas vendas que habían sido previamente sumergidas en un líquido que congelaba hasta los huesos. Las chicas que nos las ponían las tomaban con guantes de látex para soportar esa temperatura glacial… Inevitablemente, terminábamos con la ropa interior mojada, y -como dice una de las tres aspirantes a cuerazo- no de la manera divertida. ¡Era una verdadera tortura medieval! Incluso los pinchazos y las amasadas eran más soportables… El frío de ultratumba se quedó en nuestros cuerpos durante horas.
Al otro día de la amasada y del rodillo,donde antes había unos gordos que detestábamos, ahora había carne molida corriente. ¡Teníamos unos moretones que ni en pelea de gatas! Reírse o toser era casi misión imposible. Algo ayudaban las fajas que usábamos debajo de la ropa para que la figura se amoldara, pero ¡de que dolía, dolía!
Un día de esos, no sabemos por qué, la música relajante a la que estábamos acostumbradas fue reemplazada por “los grandes éxitos de Arjona”. Inmóviles, metidas en una especie de funda con la que nos aplicaban calor, debimos escuchar -como si no hubiera tortura suficiente- una y otra vez versos como: “No te enamoraste de mí, sino de ti, cuando estás conmigo”, o algo por el estilo… En esas estuvimos durante casi tres meses. La delgada de entre las tres desertó un buen día porque alguna de las sustancias le produjo una reacción alérgica. A veces pienso que esa fue su manera de claudicar sin perder la dignidad. Las otras dos soportamos hasta el final… ¿Si logramos el cometido? ¡Pues, sí! No perdimos los diez centímetros prometidos, pero, al menos la mitad.
Cuando les contamos de esto a nuestros amigos varones, ponen cara de horror y no entienden cómo es que se nos ocurrió pagar para que nos torturaran.
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Pero conozco casos peores: tengo una amiga bastante gordita que ha intentado de todo para volver al cuerpo escultural de sus veinte, menos dejar de comer. Recuerdo que una vez acudió a un médico maxilofacial y le pidió -como si se tratara de una fractura de mandíbula- que le cerrara la boca con alambre para impedirse forzosamente el comer. El médico, en un acto espantoso, accedió, y dejó apenas una abertura por la que ella pudiera tomar tan solo alimentos líquidos. Ella, claro, bajó impresionantemente de peso y de talla, se veía increíble, aunque hablaba rarísimo…
Un día, su padre, a quien consideraba su gran amor, se iba de viaje por una temporada larga y ella no había podido despedirse de él. Llegó al aeropuerto cuando él ya había entrado a la sala de preembarque. Subió como loca a la terraza. Al llegar, vio que su papá caminaba hacia el avión. Desesperada por decirle adiós, se agarró de las mallas que protegían la terraza y gritó: ¡Paaaapiiii! Al hacerlo, los alambres de sus dientes cedieron y se le abrió la mitad de la boca. “¿Y, qué hiciste?”, le pregunté cuando me lo contó. “¡Bajé a la cafetería del aeropuerto y me comí dos guatitas!”.
Excelente nota Paulina. Reconozco a la persona de los últimos párrafos. Sigue gordita pero feliz.
Gracias Mélida. Imposible no reconocerla, esa gordita feliz nos ha llenado la vida a muchos con sus locuras. Gracias por leernos, te invito a que nos sigas cada semana. Un abrazo!