Cuando cursaba el jardín de infantes había un niño un tanto más desarrollado y gordito que la media. Durante los recesos aullaba por todo el patio mientras fingía ser un policía motorizado; juntó con él corrían también otros niños repartiendo palos a cuantos nos poníamos en su delante. Que sí pateábamos la pelota muy fuerte, que si no le compartíamos el lunch, que sino entrábamos a clase pronto… zas, nos atizaba un sopapo fulminante que nos dejaba llorando como huérfanos, en medio de sus redadas y sus aullidos policiacos. Desde aquella época a la actualidad los abusos y los abusivos se han mantenido a pesar del tiempo.
Salvo el hecho de que ahora lo denominamos con el término en inglés bullying, el abuso y hostigamiento, físico o psicológico en las instituciones educativas sigue presentándose con fuerza y en ocasiones trasciende del ámbito educativo y aterriza en lo laboral. Mire usted a sus compañeros de trabajo y recuerde al vivaracho que anda poniendo motes a todo el mundo, o aquel avezado a quien la envidia le corroe y lanza blasfema con ventilador a quienes pueden despuntar; o a aquellos lambiscones que sin piedad chantajean a unos y a otros hasta conseguir su cometido.
No amigas y amigos lectores, no hace falta ser un experto en determinada ciencia para sentir el abuso de los poderosos. No hay que ver al horizonte para descubrir un caso de bullying, tan solo basta mirar nuestro accionar a veces cargado de segundas intenciones y percatarnos si nuestra insistencia llega al hostigamiento.
