Por Yasna Mussa
Querido vecino: He escuchado sus descalificaciones racistas y su reciente patriotismo que surge en medio de este debate nacional sobre el tema migratorio. Por lo mismo, creo necesario contarle mi experiencia, considerando que por cada un extranjero en Chile, hay tres chilenos viviendo en el extranjero.
Hace un año que estoy de regreso en este, mi país. Salí de Chile en 2011 y dejé un escenario muy distinto al que me encuentro hoy, terminando 2016. No era la primera vez que vivía en otra tierra y, de seguro, no será la última. Tuve el privilegio de elegir un destino, de salir de manera voluntaria, con visa de estudiante, sin terceras personas bajo mi responsabilidad. Mis motivaciones eran: aprender, saciar mi curiosidad, conocer el mundo y, quizás, algún día, dedicarme a trabajar como reportera desde otros rincones. Ningún pecado. Porque entiendo que el artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, al que mi país suscribe, dice que toda persona tiene derecho a circular libremente y elegir su residencia en el territorio de un Estado.
Por eso, querido vecino, le podría contar muchas anécdotas de mis residencias en Venezuela o México. Sin embargo, creo que mi experiencia en Francia es la más representativa, pues es donde más tiempo he vivido fuera de Chile. Fue allí donde tuve que enfrentarme a un idioma que no hablaba, a una distancia inconmensurable. Es en Europa, vecino, donde muchas veces nos confunden con un hermano peruano o cubano, y aprendemos que también somos latinoamericanos.
Apenas con una semana en París, encontré por Internet un trabajo como niñera en la casa de una familia rica que, como la mayoría de los franceses, podía darse el lujo de elegir una nounou (niñera en francés) nativa en alguna lengua extranjera para enseñar a sus hijos. Fue así como por primera vez trabajé en algo distinto a lo que estudié. Dos o tres veces por semana debía cuidarlos, enseñarles español, llevarlos a la biblioteca o al parque, donde me sentaba junto a otras niñeras chinas, marroquíes, congoleñas o mexicanas. Mientras los niños jugaban, nosotras nos contábamos la vida, nuestros sueños y aprovechamos de intercambiar datos de arriendo de habitación o de trabajos extras para ganar algo más de dinero y así subsistir en la tercera ciudad más cara de Europa. Ya sabe, eso que llaman solidaridad y empatía.
La mayoría de quienes velaban por la seguridad de esos pequeños había ido a la universidad. Más de la mitad se encontraba en Francia realizando postgrados. Casi todas hablaban más de un idioma. Pero aún así, el cotidiano era difícil, lejos del glamour que se asocia a la Ciudad de la Luz.
Mi precario francés me impedía acceder a un trabajo mejor evaluado o con mayores ingresos. Por lo mismo, cada día sintonizaba Radio Francia Internacional para trabajar el oído, aumentar mi vocabulario y aprovechar los programas especiales pensados para extranjeros que aprenden francés. Varias veces me sorprendí soñando despierta con la idea de trabajar allí algún día, como periodista, haciendo lo que amo. Pero el tiempo no perdona y más que soñar, debía llegar a fin de mes. Sin una red de apoyo, sin amigos de confianza o familiares, enfrentando un invierno duro y completamente ajeno para una ariqueña. Tuve que trabajar en cuanta oportunidad aparecía. Pegué afiches de festivales de cine, repartí publicidad, fui mesera y niñera de muchos niños y niñas durante tres años. Escribí cientos de cartas de motivación. Recorrí media ciudad repartiendo mi curriculum. Pegué anuncios en muchos muros ofreciendo clases de español. Me puse nerviosa y tartamuda en cada entrevista de trabajo en francés. Sé que en la mitad de ellas me rechazaron porque no pronuncié bien una palabra o porque algo en mi respuesta les pareció sospechoso.
En una de mis idas a la OFII, la Oficina Francesa de Inmigración e Integración, conocí a Paula, una chilena que reconocí por ese “algo” inexplicable que permite identificar a cualquier chileno en el extranjero. La vi perdida, pues no entendió la instrucción que la funcionaria francesa, fría e impaciente, le ordenó. Le hablé para ayudarla y ese día nació una amistad que se conserva hasta hoy. Es muy probable que en Chile nuestros caminos nunca se hubieran cruzado, pero la vida quiso que nos encontráramos en circunstancias adversas, donde los amigos se convierten en la familia que uno elige, con la que se improvisan navidades y cumpleaños, se comparten frustraciones y se festeja cada vez que consigues renovar tus papeles de estadía, algo tan valioso y, a veces, improbable como ganar la lotería.
Paula es música. Salió de Chile a los 23 años, sola, sin hablar francés, sin beca ni herencia familiar. Se fue a París porque quedó en uno de los dos conservatorios más prestigiosos de Francia y aunque en Chile es parte de la élite de la música docta, no quería conformarse con la comodidad de un buen sueldo. Prefirió trabajar de nounou, planchando o limpiando casas, antes que ceder a la mediocridad.
Paula, al igual que yo, vivió en todas las habitaciones imaginables. Quizá la única diferencia fue que ella nunca tuvo ratones, pero durmió donde el dinero le alcanzó y trabajó en lo que pudo para subsistir de manera honrada. Como a Paula, conocí a mexicanas, colombianas, peruanos y muchos otros talentos excepcionales que salieron de su zona de confort con las ganas de buscar las oportunidades que en su país no encontraron. Asumieron el desafío de levantarse por la mañana sabiendo que tendrán que disculparse por no ser del país, por manejar otros códigos, por tener otro acento. Porque ser extranjero es apurarse para dar en algún gesto la prueba de que eres confiable, honesto, capaz. Es saber que todo te costará el doble o, a veces, el triple. Que aunque lo hayas elegido y no estés huyendo de guerras o condenas, nunca es fácil partir de cero, reconstruir tu historia, ganarle a la nostalgia, asumir que estás sola.
El último año en París, estimado vecino, fui testigo del campo de refugiados improvisado que se instaló frente a mi edificio. Los migrantes que huyen de guerras en África y Asia se instalaron -se instalan- en los alrededores del metro La Chapelle, un barrio del distrito 18 donde confluyen personas de los más diversos orígenes. Departamento por medio, vive un paquistaní, un árabe y un hipster francés. Es en ese nido intercultural donde se encuentra igual de fácil una carnicería halal, una peluquería senegalés o un restaurante indio.
El kebab [ese sándwich de carne, verduras y salsas, envueltas en pan pita] se ha vuelto igual de popular que la baguette y los franceses hacen chistes diciendo que es el nuevo plato nacional. Nadie, aún en medio del oportunismo político actual, se puede imaginar la magia parisina sin ese ingrediente cultural tan rico que ha traído consigo la migración y que hoy la convierten en una ciudad cosmopolita fascinante que sigue inspirando creación artística e intelectual.
He dedicado gran parte de mi trabajo de los últimos años a cubrir migraciones, tanto forzadas como voluntarias, y sabe qué, vecino, siempre me encuentro con historias excepcionales, cargadas de una valentía que ya se la quisieran la mitad de los chilenos. De gente que ha sabido salir adelante con su color de piel y su bolsillo en contra. De personas que perdieron todo en su país de origen y que nadie reconoce como víctimas, sino como meras amenazas que cometieron el pecado de querer salir porque en esa huida al menos existía la posibilidad de vivir.
No lo puedo culpar, vecino. Es probable que en el minuto 10 segundos que la televisión le dedica a hablarle de conflictos que ocurren en países que usted no ubica en el mapa, el colega periodista no alcanza a contarle el contexto y la historia de ese pueblo. A explicarle que usted tiene mucho más en común con ese migrante pobre que con Andrónico Luksic. Es probable, también, que luego haya visto 15 minutos de noticias que relacionan inmigración con delincuencia y prostitución.
Pero le cuento, vecino, que con la distancia todo se ve mejor. Siento que volví a un país más rico, diverso, colorido, donde el tiempo nos demostrará cómo y cuánto ha aportado la migración en hacernos una sociedad mejor. Cuánto aprenderemos de otros países de los que no conocíamos más que clichés. Cuál será el nuevo léxico que incluiremos en nuestro vocabulario, tal como hoy utilizamos las palabras bazar, almohada y ojalá, que los árabes introdujeron al castellano en su paso por España. Cuánto disfrutaremos de nuevos sabores que ya comienzan a conquistar paladares y corazones.
¿Se ha preguntado, vecino, cuántas haitianas, venezolanas o colombianas están hoy atendiendo mesas, mientras sueñan despiertas con ejercer lo que estudiaron en su tierra de origen? Cuántos otros esperan que este país les ofrezca la oportunidad de estudiar por primera vez. Cuántos destinan la mitad de su salario para vivir con lo justo, porque deben enviar remesas a los hijos que dejaron a cargo de otros familiares, mientras ellos consiguen papeles y algo de estabilidad.
Pienso en mi amiga Paula, en mi amigo Claudio, en Lore. En las historias de esa gente buena que fue mi familia tanto tiempo. Pienso en mi primer día de trabajo en Radio Francia Internacional, tres años después de mi llegada a París, cuando no podía creer que estaba allí con la credencial en el pecho.
Pienso en todo eso, estimado vecino. Y no puedo estar más convencida de que usted está profundamente equivocado.
*Este artículo fue publicado originalmente en el sitio www.nesnalaferia.cl