Por Sinar Alvarado / @sinaralvarado
Wilson es un hombre robusto, alto, de espalda ancha, con su barriga amplia y floja que cae como un fardo sobre la cintura. Pero ese torso voluminoso se sostiene sobre dos piernas delgadas, de talla promedio, que tienden a juntarse en las rodillas.
Cuando por fin le sirvieron la comida, Wilson no abusó: solo una arepa con huevos y café.
—¿Quiere algo más?
—No, así está bien —dijo y comió en silencio, como lo haría cualquiera. Después confesó: —Le digo la verdad: yo antes me mandaba dos almuerzos, cuando era flaco. Tomaba mucha gaseosa y mucha cerveza. Comía bastante porque me quería ver más gordo, más acuerpao —aquí frunce la boca en un lamento—. Y ya ve: se me cumplió el deseo.
Después del desayuno salimos de Funza, donde vive Wilson, rumbo al norte con su esposa y su hija para pasar el domingo en el Parque Jaime Duque. Sobre la carretera que lleva a Chía, cada tantos metros, vimos asaderos y puestos de fritanga que estaban allí para tentarnos. Pero Wilson los miró sin detenerse. Avanzamos por la vía y esa comida ignorada se fue quedando kilómetros atrás.
—¿A usted le gusta la carne?
—Sí, lo normal.
—¿Y hay algo que le guste comer especialmente?
—Los huevos. Antes que la carne prefiero comer huevos.
—¿Y come huevos con frecuencia?
—Todos los días. Tres o cuatro en el desayuno: fritos, revueltos, pericos…
Llegamos al parque a mediodía, y justo antes de entrar alguien ofreció mecato. Wilson, una vez más, se negó con un movimiento del mentón:
—Gracias. Estoy bien.
Parecía que ese hombre, un comedor compulsivo diagnosticado, con 110 kilos de peso, empezaba a resistirse. Parecía que controlaba su ímpetu. Y si de eso se trataba, tenía mucho sentido: nadie quiere mostrar su mayor debilidad frente a los ojos de un desconocido.
***
Wilson Santibáñez, de 42 años, tiene un negocio de celulares; trabaja como vendedor desde los 14, y quedó huérfano a los 7. Su padre era mecánico de carros, trabajaba en Funza por las mañanas y en Bogotá por las tardes. Cuando terminaba su turno en la ciudad, cogía el bus de regreso a su pueblo. Pero un día se le atravesó la desgracia: el bus donde viajaba se incendió, y 45 vecinos del pueblo fallecieron, la mayoría calcinados. La viuda y sus dos hijos emigraron a Fontibón, y allí vivieron muchos años. Cuando la plata escaseó, los hijos empezaron a trabajar.
—Empecé como vendedor en el centro, y me puse a vender jugos. Me fue muy bien con los jugos porque yo los sabía vender. Yo hablaba con la gente y me empezaron a decir que montara mi negocio, que hiciera yo mismo los jugos pa vender. Y así hice. Después monté mi primer puesto de venta de gafas. Y desde esa época estoy trabajando en ventas.
—¿Y qué más ha vendido?
—De todo. Trabajé en Televentas, y ahí se vende cualquier producto que camine bien. Viví en Ecuador, en Perú y en Bolivia, siempre como vendedor. Conozco toda Colombia porque me la caminé en ferias de ventas. Viajaba muchísimo, y venga le digo: adonde llegaba, comía mucho, porque uno siempre quería probar lo típico de cada sitio.
—¿Usted se considera un comedor compulsivo?
—No, yo como, pero como normal. A veces siento ansiedad por algún problema, y entonces ahí sí como bastante. Pero de resto no.
—Después de comer mucho, ¿se arrepiente?
—Claro, porque me subo de peso.
—¿Y siente que el sobrepeso le ha afectado la salud?
—Uy, muchísimo. Sufro de gastritis, esofagitis, reflujo, dolor en las rodillas, en los tobillos, hipertensión, apnea del sueño…
La esposa de Wilson, sentada muy cerca en la sala de su casa, interviene:
—Él no puede dormir acostado normal. Tiene que dormir semiacostado, porque si no, se ahoga, se pone negro. A mí más de una vez me ha tocado sacudirlo de noche.
—Y no me doy cuenta, porque estoy dormido —dice Wilson—. Vea, quiero rebajar es por ella (señala a su hija, que revolotea alrededor mientras él habla). Quedé huérfano y sé lo que es eso. Uno no quiere eso pa los hijos de uno. Yo quisiera vivir hasta los 70 años, pero toca cuidarse y ayudarse mientras hay tiempo.
Wilson y Sonia, que también sufre de sobrepeso, viven preocupados por la salud de su hija.
—Nosotros estamos sufriendo algo, y no queremos que ella pase por eso —dice Sonia—. Cuidamos mucho lo que ella come. Y no la obligamos a comer, como hacían los papás de uno, que lo obligaban a comerse todo. Si ella quiere comer, come. Si no, come después.
Además de todas las dolencias internas, Wilson padece una externa: la psoriasis, una inflamación con escamas en la piel que puede tener origen hereditario y se exacerba con el estrés. Wilson levanta las manos cuando habla de ella:
—Esto se le alborota a uno con las angustias, y yo con los problemas de salud de la gordura tengo mucha angustia. No descanso. Duermo, pero no descanso.
La psoriasis es un estigma visible y, parece ser, entre todos sus males, el que más le preocupa a Wilson. Por eso está decidido a operarse: pronto, si supera todos sus exámenes físicos, y si además se compromete a cambiar sus hábitos de alimentación, se someterá a un bypass gástrico que lo puede ayudar a bajar de peso. Wilson, como tantos otros pacientes, ha probado muchas dietas, pero ninguna le ha funcionado:
—Ya a uno le da rabia. Yo bajo de peso rápido, pero siempre vuelvo y me subo.
***
La hija de Wilson, una chica de 5 años delgada e inquieta, caminaba con bríos por el parque bajo un sol que cegaba. La niña daba saltos de alegría y de ansiedad, impaciente por subirse a todas las atracciones. Casi jalados por ese pequeño motor, Wilson y Sonia avanzaban despacio como un rebaño renuente.
Lo que siguió fue un largo recorrido: la casa de los espejos, la exposición de trajes típicos, el jardín de los dinosaurios y los botes en la casa embrujada. Durante dos horas de caminata, Wilson ni siquiera tomó agua. Semejante abstinencia ya lucía sospechosa.
La salida de la última atracción desembocaba en una enorme feria de comidas. Wilson tendría que pasar por allí; tendría que caminar entre grandes cantidades de comida expuesta y numerosos grupos de comensales. Cuando por fin salió, ya era la hora del almuerzo. Pero él, con indiferencia, se deslizó entre las mesas mirando siempre hacia delante.
—¿Cómo estamos de hambre?
—Normal —dijo.
—Podemos comer aquí, o al salir, en un sitio bueno de picadas que está aquí cerca.
—Como ustedes quieran. Si quieren seguimos y comemos más tarde.
Y seguimos en el tren rumbo al zoológico.
En la entrada estaban las iguanas: pequeñas alcobas de concreto con paredes de vidrio que permitían ver a esos reptiles quietos. Parado frente a una hembra grande y gorda, Wilson preguntó sin una gota de doble sentido:
—¿Las ha comido?
—Sí. ¿Y usted?
—Claro, son sabrosas. Y las huevas también.
Al lado estaba la sección de las serpientes: largos ejemplares que reptaban con parsimonia frente al asombro de los turistas. Wilson las señaló con humor:
—Quién sabe cuántas nos hemos comido sin saber. Se las meten a uno y dicen que es pollo.
Más adelante, frente al estanque de los patos, recordó sus días en Perú:
—Usted camina por la calle en el Barrio Chino de Lima y ve los patos colgados. Los hacen en el horno con laca. Sabrosos.
Pero el plato principal estaba reservado al final del recorrido: un escaparate con varios huevos de distinto tamaño. Había huevos de pato, de gallina, variados huevos de pájaros y enormes huevos de avestruz. Wilson se paró cautivado frente a la exposición, con los ojos abiertos:
—Con huevos así en el desayuno, ¿pa qué más?
***
Wilson Santibáñez lleva al menos un par de años rumiando un proyecto: someterse a una cirugía para perder peso. Pero antes de realizarse el bypass gástrico, debe recibir asesoría psicológica y nutricional en la Fundación Gorditos de Corazón, por donde han pasado más de 10.000 personas con sobrepeso y obesidad. Aunque Wilson no se ve como un comedor compulsivo, los especialistas sí lo han diagnosticado con ese trastorno alimenticio. Yuri Solano, nutricionista de la fundación, resume el cuadro:
—Omite comidas y a veces abusa de alimentos que no debería consumir, como las comidas rápidas. Antes de operarse, él debe seguir una dieta que consta de tres etapas: primero, una dieta sin vegetales ni frutas enteras; después, una dieta a base de consomés, y, finalmente, una dieta líquida a base de aromáticas y té, en los dos días previos a la cirugía. La idea es ayudarlo a perder los primeros kilos justo antes de entrar al quirófano.
Una de las pruebas que la doctora le hizo a Wilson consistió en un registro de sus comidas durante todo un día. Resultado: tres o cuatro huevos con pan en el desayuno, almuerzo repleto de harinas (arroz, papa y sopa de cuchuco) y una cena de pasta con pollo a las nueve de la noche. De tomar: Coca-Cola.
Solano insiste en que el paciente debe cambiar su manera de comer para enfrentar con éxito el procedimiento. Porque la cirugía sola no hace magia, y Wilson corre el riesgo de perderla si no se atiene a la dieta recomendada.
—En los hábitos alimenticios es importante la familia. Si la pareja no lo apoya, si más bien come con él, nadie está ayudando a nadie. Ese es un tema de conducta; un tema psicológico.
Al final del recorrido en el Parque Jaime Duque, sobre las cuatro de la tarde y aún sin comer, llegamos a un parque infantil ubicado frente a una cabaña de madera muy alta con un letrero: “Restaurante Barbacoa”. De la terraza salía un humo incesante que olía a parrilla. Mientras Sonia y la niña jugaban, Wilson las miraba bajo la sombra de un árbol.
—Ahora sí llegó el hambre.
—Sí, ahora sí —dijo, pero sin mucho entusiasmo.
—¿Vamos a buscar la picada esa?
Wilson abrió la boca de forma exagerada y bromeó:
—¡A devorar todo allá!
Aproveché el chiste para resaltar la ironía:
—Vinimos a entrevistar a un comedor compulsivo y terminamos pasando hambre.
A él le divirtió la observación, y por fin admitió que ese día había sido atípico:
—Por recomendación de los médicos, yo debería comer cinco veces al día porciones pequeñas. Trato de hacerlo en la semana, pero es muy duro, no crea. No es tan fácil cambiar. Los fines de semana sí me desordeno y como más. Pero esto de hoy no debería hacerlo.
Mientras charlábamos, el cielo se puso negro, comenzó a lloviznar y pronto tuvimos que correr para escapar del aguacero. Nos cobijamos durante más de una hora bajo un galpón donde centenares de niños se entretenían en varios trampolines y un carrusel. Allí hablamos un rato de su oficio, por el que siente una pasión genuina.
—¿Cuál es la diferencia entre un buen vendedor y uno malo?
—La vocación, el amor que usté le ponga a su trabajo. Ahora hay mucha gente que trabaja nada más por el sueldo. Se pasan el día sentados y no venden. Hay que saber mostrar la necesidad.
—Convencerlos de que necesitan el producto.
—Sí, mostrarle a la gente que con ese producto va a poder hacer cosas que antes no hacía.
—Entonces un buen vendedor es alguien que convence a otros para que compren cosas que realmente no necesitan.
—Exacto.
En aquel momento, mientras hablaba distraído de otros temas, Wilson llevaba más de seis horas sin probar bocado. Y no solo él: todos padecíamos ya un hambre salvaje. Pero ese largo ayuno, esa impostura sostenida, terminaría siendo un despropósito: queriendo disimular su condición, Wilson incubaba un apetito que pronto se iba a desbocar.
***
La psicóloga Manuela Díaz entrevistó a Wilson Santibáñez en la fundación para evaluar su actitud hacia la comida. Ella dice que los comedores compulsivos no tienen que ser obesos: cualquier persona puede padecer ese desorden. Porque más allá del estómago, la raíz del problema está en la cabeza:
—Él sufre de ansiedad y ve la comida como una necesidad urgente. A veces no se da cuenta de lo que está comiendo, y después eso le genera culpa. El estrés del trabajo le da también mucha ansiedad por comer. En su caso, todas las emociones se traducen en apetito. Él rompe las dietas muy seguido, y no las vuelve a retomar. Esa conducta es la que lleva a los pacientes a la compulsión alimenticia.
Díaz opina que el mayor problema de Wilson es su familia, porque él y su esposa comen sin lograr, hasta ahora, los cambios que deben hacer en sus hábitos de alimentación.
—El trabajo con Wilson ha sido muy difícil porque él siempre está hablando de comida.
El origen de las compulsiones —explica la psicóloga— se relaciona con traumas, miedos y fobias. El paciente ansioso come para protegerse, porque la comida le brinda seguridad y bienestar. Ante las agresiones del mundo, la comida es su refugio.
***
Salimos del parque y rodamos hacia Bogotá por la Autopista Norte. La lluvia seguía a las seis y media de la tarde, cuando estacionamos frente a un restaurante de hamburguesas. Era tanta el hambre que la cabeza me dolía. Wilson seguía firme, pero estaba a punto de abandonar su actuación. Cuando se paró frente a las fotos jugosas del menú; cuando esa luz blanquecina le bañó el rostro, él levantó la frente y casi abrió los labios como el penitente que va a comulgar:
—Yo quiero la hamburguesa mexicana —pidió.
—¿Combo agrandado?
—Sí.
Nos fuimos a la mesa, y alguien sumó al banquete un lomo de res grande con papas fritas para compartir. Wilson se sentó a comer con avidez, como si se preparara para un combate. Movía la cabeza de lado a lado y con los ojos hacía un paneo ante la abundancia de alimentos. Mordía aquí, picaba allá, hurgaba con cada papa en el fondo de la tacita llena de mayonesa. A su lado, en las mismas, su esposa lo asistía con bocados adicionales. Ella probaba su comida; él mordía la de ella.
Wilson se comió una buena cantidad, pero tampoco fue demasiado. He visto hartazgos superiores. Lo destacable en él era la ansiedad y la prisa: un apremio que no se ve en cualquier comensal hambriento. Allí la comida estaba llenando algo más que el estómago: se trataba de colmar un vacío ubicado en algún rincón mucho más profundo y desconocido.
Cuando terminó de comer, Wilson dedicó unos minutos a la sobremesa. A pesar del ataque furioso, habían sobrado cinco rebanadas de lomo sangrante. Wilson se paró diligente y fue a buscar una bolsa para llevárselo a casa:
—Esto es pa mañana. Yo hoy no como más —dijo.
Después se sentó a reposar, estiró un brazo y lo apoyó a un lado. Tenía la panza llena y parecía que respiraba con dificultad, pero en su rostro se veía la imagen liviana de la satisfacción. Al rato, cuando nos levantamos para despedirnos, le comenté una reflexión que venía masticando desde la tarde:
—Dices que un vendedor es alguien que le vende a otro algo que no necesita.
—Sí.
—¿No es el comedor compulsivo alguien que compra y consume comida que no necesita?
Wilson paladeó esa analogía durante varios segundos antes de aprobarla:
—Claro que sí —dijo por fin. Y no habló más, porque a veces las palabras son como el tejido graso: sobran.
Sinar Alvarado (Colombia, 1977), cronista independiente, escribe para The New York Times en español, Univisión, Gatopardo, SoHo, Semana y El Malpensante. Su libro Retrato de un caníbal ganó el Premio de Periodismo de Investigación Random House Mondadori. Uno de sus trabajos fue finalista del Premio a la Excelencia Periodística de la Sociedad Interamericana de Prensa en 2015. Dicta talleres de periodismo narrativo desde 2006. Su trabajo figura en varias antologías de crónica latinoamericana. Sinar dictará su taller Cuentos de verdad, sobre crónica periodística, en Quito, los días 14, 15 y 16 de junio. (*Esta crónica fue publicada originalmente en Revista Soho)