Por Tito Molina / @TitoMolina7
¿Alguna vez nos hemos preguntado por qué con tanta frecuencia nos perdemos en una discusión y sentimos que el tema inicial que tratábamos se va difuminando hasta el punto de no entender de qué discutíamos?
Veamos este ejemplo:
Una pareja de novios lleva meses utilizando pastillas anticonceptivas que ella compra y toma diariamente. Un día la mujer propone dividir los gastos mensuales de las píldoras entre los dos, ya que ambos –argumenta– se benefician de su uso. Él considera justa esa división de gastos y acepta, pero le pide que, de igual manera, dividan el precio de los preservativos cuando por algún motivo deban usarlos. Ella se muestra indignada y reprocha a su novio que él no es quien se mete hormonas en el cuerpo, y alega además que para él resulta fácil ponerse un condón y luego tirarlo, mientras ella debe sufrir los estragos de las pastillas…
Aunque no lo parezca, discutir es un arte. Al charlar entre amigos, en la pelea diaria con nuestro jefe o nuestra jefa, en una acalorada discusión con nuestra pareja, cuando discrepamos con los del partido contrario o en las eternas pugnas entre padres e hijos, puede que no pensemos que exponer nuestras ideas frente a otros sea un arte en sí. Pero si lo pensamos detenidamente no existe ejercicio del intelecto más complejo y ambicioso que tratar de poner en la cabeza de otra persona nuestros pensamientos, hacer que el otro mire el mundo desde nuestro punto de vista, y más aún, pretender que a través de un diálogo (simple intercambio de palabras que representan cosas) ese otro pueda cambiar su opinión en favor de la nuestra.
Es usual pensar que discusión es sinónimo de pelea, pero no lo es. La discusión es sinónimo de conversación, y en ambas, el propósito no es el convencimiento del otro sobre nuestra postura, sino el intercambio de opiniones, puntos de vista y juicios críticos sobre un tema específico que las partes han acordado debatir para la búsqueda conjunta de una verdad.
Volvamos a la pareja de novios para ver qué ha ocurrido en esa discusión.
Básicamente, dos cosas, el tema consensuado: dividir equitativamente los gastos, ha sido reemplazado por un nuevo tema, la salud de ella. Pero, lo segundo y más importante es que el argumento de la mujer se basa en un juicio moral que descalifica la postura de él haciéndola ver como un acto insensible y desconsiderado. Es decir, para rebatirlo, lo acusa de ‘no ser capaz de ponerse en su piel’ y arguye que esa posición es mucho más fácil y cómoda que la de ella, por lo que, en términos de equidad, ella pone o da más en la relación que él, olvidando en ese punto que el tema central de la discusión era la economía en la pareja.
En términos objetivistas esta deformación de la discusión se conoce como Argumento por intimidación. De hecho, no es un argumento en sí, sino una manera de saltarse el tema tratado para ubicar la discusión en otro lado. En este método la lógica de la argumentación se reemplaza por la presión psicológica mediante el cuestionamiento moral del oponente. Es decir, se refuta el argumento del otro basándose en la presunción de que este no tiene calidad moral para contradecirnos, usando un ultimátum que le exige renunciar a una cierta idea sin discutirla. Argumentar de esta manera es básicamente distraer con la duda moral.
En nuestros días nos enfrentamos a estas formas de argumentación desde la intimidad de nuestras relaciones personales hasta los debates y discursos políticos de los candidatos de turno. Escuchamos con frecuencia frases del tipo: “Solo los (deshonestos, corruptos, insensibles, criminales, traidores,…) pueden apoyar una idea así”. Nótese que la idea en sí ni siquiera tiene la posibilidad de entrar a discusión, ha sido denostada moralmente sin posibilidad de réplica ni defensa. En un axioma aparente como este resulta fácil que la desacreditación moral de las ideas se transforme en la base ‘ideológica’ de los políticos, reemplazando pensamiento por cuestionamiento y proyectando de esta manera la dudosa moralidad de unos sobre los miedos, la culpa y la ignorancia de los opositores.
Las formas de expresión de dichos argumentos son tan variadas como sutiles. En lo privado pueden ir desde señales no verbales que transmiten emocionalmente desaprobación (cejas levantadas, ojos de sorpresa, encogimiento de hombros, risas cínicas, miradas a otro lado, bufidos y resoplidos, etc.) hasta su versión pública en forma de interminables, intrincadas y confusas estructuras de verborrea ininteligible que no transmiten nada excepto amenazas morales. Toda esta estruendosa insustancialidad solo encubre el vacío de una postura, devela una impotencia intelectual carente de argumentos, evidencias o pruebas que sustenten las ideas.
Una discusión se transforma en debate cuando se organiza de manera programada, con reglas claras y a veces con un moderador que lo medie. Pero en la vida diaria no podemos esperar reglas ni moderadores para exponer nuestras ideas, simplemente hacemos uso de la palabra y confiamos en que nuestros argumentos sean lo suficientemente sólidos para… ¿Para qué? Esa es una pregunta crucial que deberíamos hacernos antes de emprender cualquier tipo de discusión: ¿Cuál es el propósito fundamental de mi argumento? ¿Convencer al otro de mi punto de vista?, ¿hacer que pueda ver el mío y por tanto me entienda?, o ¿hacer que dude del suyo y por tanto amplíe su pensamiento? Todas estas posturas (u otras) son válidas, siempre y cuando las partes respeten el tema a tratar. Si el tema sobre el que se va a discutir no ha sido consensuado y definido claramente no existe mecanismo de discusión humana que pueda llevar al entendimiento, y por ende al crecimiento intelectual de las partes.
Pero hay otra cosa que usualmente confundimos cuando argumentamos: pensar que creencia y verdad son lo mismo. Y no necesariamente lo son.
La primera, la creencia, es la perspectiva sobre el tema (sea compartida o no) de cada una de las partes, su punto de vista particular. Ese punto de vista puede ser muy cercano al hecho real, pero también puede verse distorsionado por una serie de factores que van desde lo físico hasta lo psicoemocional. Cuando por ejemplo, una persona que ha sido violentada en su niñez enfrenta una discusión estresante en su adultez, es muy probable que reproduzca patrones de conducta relacionados más con los hechos de su pasado (cuando no podía, o no se le permitía argumentar) que con los que está viviendo el momento presente en que discute. El oponente actual puede proyectar en su mente la figura (o la situación) que le hizo daño en el pasado y, por tanto, a la persona le resulta muy difícil desasociar el tema central que está discutiendo del conflicto interno que este le produce (inhibición, rabia, frustración), haciendo que su percepción de la realidad se vea alterada. Dicho de otra forma, es como si cada uno discutiese en un tiempo y un espacio diferentes aunque crean que están hablando de lo mismo en el mismo lugar.
La segunda, la verdad, es en sí algo que está más allá de la potestad de una u otra parte. Es aquello exógeno al tema de la discusión, y es precisamente el fin último de cualquier discusión: encontrar la verdad más allá de la creencia. En términos epistemológicos la confrontación entre la creencia y la verdad es lo que da origen al conocimiento.
Es posible que más de un lector esté pensando: «pero, ¿y si mi creencia es mi propia verdad?» En ese caso, la discusión es inútil, pues una de las partes ha dado por cerrado el círculo del conocimiento y fusionado en su percepción del mundo, creencia y verdad. Esta forma endógena de pensamiento ha dado lugar a las religiones, las ideologías y las estructuras políticas. O siendo más precisos, es la forma de pensamiento (creencia = verdad) de la que las instituciones del poder se han valido históricamente para anular argumentativamente al individuo. En ellas, la necesidad del individuo por acercarse al conocimiento mediante la reflexión (creencia ≠ verdad) ha sido reemplazada por un manual de conducta, o lo que es lo mismo, una verdad endógena incuestionable (mandamientos, constitución, leyes) que atrofia la capacidad de libre argumentación, el juicio reflexivo y la postura crítica que cualquier individuo o sociedad necesita para su crecimiento y evolución.
La concatenación de argumentos por intimidación y verdades endógenas incuestionables ha llegado a convertirse en el eje de las campañas políticas modernas, y en tiempos de desgaste político pueden incluso constituirse en la base del discurso oficialista (también es muy común encontrar estas aberraciones dialécticas en las consignas que enarbolan los grupos fundamentalistas).
Es muy decidor analizar el arco involutivo que sufre el discurso político desde que accede al poder hasta que está por dejarlo: los planteamientos ideológicos iniciales, los temas claros y el consenso por respetar una lógica dialéctica, van dando paso a una progresiva distorsión de los hechos, a una proyección de las figuras del pasado en los procesos del presente, a una incapacidad de poder desasociar los temas sociales de los conflictos internos que su manejo produce en la psiquis de quienes llevan demasiado tiempo en el poder (irascibilidad, miedo, prepotencia, paranoia), se produce una suplantación siniestra de la verdad por la creencia (partidismo, fanatismo, radicalismo), y en el punto más alto (o bajo) de ese deterioro argumental se manifiesta una dicotomía entre el tiempo y espacio en que se piensa el líder político, y el tiempo y espacio muy diferentes en los que vive su pueblo.
La sensación del individuo ante esa eterna lucha deformada que es su realidad (creencia = verdad), en la cual su derecho a ‘opinar’ ha sido neutralizado por la moralidad implícita que precede a sus ideas, es de desazón, vulnerabilidad, tedio y peligrosa apatía política que tiende a transformarse fácilmente en cinismo social. La contraparte a esa depresión política del individuo es la exacerbación social; los individuos (mediante la difusión virulenta de argumentos intimidatorios y pensamientos endógenos) son abismados a un hervidero de falsas verdades (creencia ≠ verdad) hasta terminar sintiendo (o creyendo) que viven una guerra dialéctica donde la censura y lapidación del contrario es el último recurso para la defensa de las ideas, precisamente lo que buscan quienes detentan el poder (tanto en lo público como en lo privado).
No podemos pretender que quienes sustentan ideas opuestas a las nuestras aprueben o legitimen nuestra postura, pero sí podemos conciliar que desde posturas diferentes busquemos una misma verdad. Ante la impotencia intelectual de quienes pretenden desacreditar nuestros argumentos moralizándolos solo podemos oponer firmemente una posición: nuestra entereza moral. Es nuestra responsabilidad como seres pensantes hacer uso del pensamiento reflexivo, analítico y crítico como arma de entendimiento y consenso social, no solo en ejercicio del derecho a expresar libremente nuestra opinión, sino como la obligación de defender nuestras ideas frente a los manuales de conducta que nos imponen las estructuras de poder. Las creencias pueden ser innumerables pero las verdades son pocas y escasean en estos tiempos, y por pequeña o grande que resulte la disputa, ya sea en lo privado o en lo público, es nuestro deber saber ejercer consciente y responsablemente el arte de discutir.
Me parecen interesantes las ideas expuestas sobre el acto de discutir. Mas creo que el ejemplo de los condones y las pastillas y el de la persona que fue violada en su niñez lejos no le aporta sentido al texto sino que le resta. No solo desvia la atención le del tema central sino que expone con ligereza posturas ante temas sensibles. Digo sensibles porque se relacionan a la vida, la muerte, la intimidad, la vulnerabilidad, etc. A continuación expongo todo en lo que me distraje pensando a raíz de esos ejemplos:
El primer ejemplo podría ser de sólo de profilaxis si apenas se discute el gasto en condones. Pero claramente refiere al sistemas de control de fertilidad al mencionar pastillas y lyego decir que argumentar factores biológicos inamovibles es un juicio moral.
En el otro ejemplo del texto, se da a entender que una persona que ha sufrido una violacion probablemente transmita o replique la impotencia a raíz de su sufrimiento en situaciones ajenas a ese hecho. La estocada final al artículo. Si bien una persona en esa realidad guarda esto como parte de sí mismo, mencionarlo como un estigma que condiciona su funcionamiento para mal es políticamente incorrecto.
No ser moralista no es sinónimo de ser insensible ante la naturaleza humana; y esto por ambos ejemplos. Ser literal para hacer un análisis puede puede ser la causa de esta mala elección de temas. Pero ni las hormonas son una subjetividad ni ser víctima de un crimen merece que la sociedad le castigue adicionalmente descalificando su capacidad de discernirnimiento.
A no ser claro que este texto sea un mensaje indirecto hacia alguien en particular que no incluye datos mas especificos. Si fuera así seria penoso pues el resto de ideas como dije son coherentes. Pudo expresar mejor sin llevarlo a subjetividades inherentes a la intimidad. Espero que no se mi forma de decirlo, sin escatimar palabras, no resulte verborragia (esa palabra en su artículo es otra generalización que tampoco suspende el juicio)