Por Francisco Ortiz / La Barra Espaciadora
@panchoora
“Hemos vivido para la alegría; por la alegría hemos ido al combate y por ella morimos. Que la tristeza jamás vaya unida a nuestro nombre”.
Julius Fucik
El día en que me mataron era víspera de Navidad. Una bala entró por mi espalda y perforó mi pulmón antes de escuchar el silbido del disparo. Me desplomé de cara contra el piso. José, mi viejo amigo, gritaba desesperado para conseguir ayuda mientras me tomaba por la frente. Yo solo sentía calor.
Pecas, así le decía a mi pequeña mimada. Esa mañana, ella me había mandado un mensaje de texto contándome que continuaba con su mamá, haciendo las últimas compras navideñas. Así nos amábamos ella y yo, con textos, con gestos, con abrazos. Contadas veces nos dijimos un te quiero, nunca fuimos de esos. Eso sí, desde que era chiquita, yo le cantaba mis bobadas, le hacía bailar cualquier tango lunfardo… “Cómo olvidarte en esta queja, cafetín de Buenos Aires…”
¡Reíamos mucho! Ella disfrutaba tanto que le contara la historia de cuando la iba a dejar en la escuela. No sé cuántas veces pasó, pero al llegar apurado a la oficina, una vocecita me decía: ¿Te olvidaste de mí otra vez, papito? Era tan calladita mi guagua…
***
Fue imposible respirar, la sangre corría por mi espalda a borbotones. Me sentía empapado de rojo.
Ese veinte y tanto de diciembre debía pagarle al José los ocho mil dólares por la investigación en la que habíamos trabajado juntos los últimos meses. Salí del banco y guardé el dinero en la cajuela del auto. No pudimos almorzar como lo habíamos planeado: cuatro tipos en dos motos se lo llevaron todo.
Yo no quería salir esa mañana. Las multitudes de diciembre siempre me han ahogado. Si hubiera podido decidir, habría preferido quedarme en casa leyendo… ni en vacaciones salía. Ahora que lo recuerdo, no habrán sido más de diez paseos los que hicimos con la Carmen, mi mujer, el Carlos, el Xavier y mi pequeña Beatriz. Leer y escribir, escribir y leer, esa era mi vida…
Intenté muchas veces que la Pecas le tomara el gusto a las letras, pero debo reconocer que no lo logré. Justo para estas fechas y en cada uno de sus cumpleaños, me esforzaba por encontrar el libro justo que le despertara el interés. La Carmen siempre me reprochaba que nunca le haya regalado muñecas. Ella, en secreto, lo hacía, pero yo, como buen antropólogo, pensaba que esas eran puras tonterías.
En el piso, con la mirada contra el pavimento y los ojos parpadeantes, yo solo recordaba y recordaba…
***
Me desterré a Santiago a inicios de los ochenta para continuar con mis estudios. Junto con una pareja de amigos solíamos salir varios días entre semana a tomar café y charlar. Unas noche, no muy lejos de la Estación Central, pero cerca de un cuartel de carabineros, esperamos aparcados a que el semáforo cambiara de color. De la acera contraria, dos curaos, o borrachos cualquiera, caminaban mientras sostenían una destemplada conversa con el más cerrado acento chileno.
Junto al gran portón de madera, una metralla y su gendarme permanecían de guardia. Un, dos, izquierda, derecha… Al parecer, el corpulento uniformado no advirtió de inicio que los dos borrachos despistados se le acercaban. Uno de ellos, en medio de su eufórica embriaguez, reconoció el rostro del vigilante. Con un estropeado español alcanzó a gritarle algo así como “¡paco hijodeputa!”, y se lanzó sobre él con las manos abiertas. Dos tiros en el pecho, dos vueltas en el aire y el borracho cayó fulminado sobre la acera. Su compañero, petrificado al atestiguar la veloz escena, se aproximó al cuerpo de su amigo y lo abrazó. Con una incontenible furia, el segundo sujeto se lanzó sobre el carabinero y la imagen se repitió: dos disparos, dos vueltas en el aire y dos muertos sobre la vereda. Sin ningún tipo de remordimiento en el rostro, el uniformado retomó su actitud de vigía y continuó su marcial paseo ante el mudo portón de madera.
Es probable que el sonido del disparo que recibí me haya provocado el déjà vu que me devolvió a mis tiempos en Santiago. Tiros cobardes y a traición han puesto contra el piso a no sé cuántos cuerpos inocentes. Ese diciembre del 2011 me tocó a mí…
***
* (Por pedido de la familia y en homenaje a la memoria de la víctima, este texto fue modificado y los nombres reales fueron reemplazados. La historia ocurrió en Quito, en diciembre del 2011. Aún al cierre de esta edición, las investigaciones judiciales para hallar responsables en este caso continúan en marcha).
Que buen escrito, se me pusieron lo pelos de punta con esta historia. Felicitaciones!
Saludos y gracias por seguirnos!!!