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El eco de una carcajada

Imagen tomada de elsol.com.ar

Por César R. Espín

Su voz tenía un eco imparable, de presencia imponente. Su humanismo era notable pero a la vez contenía un discurso apocalíptico; la pesadumbre que castiga a todo semiótico no pudo con su pensamiento. Reía del mundo mientras explicaba su podredumbre.

Eco fue una mente brillante. Cuando publicó El péndulo de Foucault, que sorprendentemente no tuvo la trascendencia que alcanzó El nombre de la rosa, decidió ir a descansar, rodeado de silencio entre riscos y ventiscas mediterráneas en la costa italiana. Pero allá seguía su rutina: su whisky, su sudor pausado, su labor intelectual, dedicada a la destrucción sistemática y a la construcción semiótica. Después reposaba y miraba su infinito como si se estuviera yendo, pero seguía ahí, con su mano detrás del asiento, echado en los sillones como si estuviera respirando los pensamientos de un abominable monstruo risueño.

Su último libro, Número cero, (que encontré en una vieja tienda del centro de Quito, el año pasado) es pura sátira sobre el oficio del periodismo en tiempos de internet. Descubrí, después de terminar de leerlo, que Umberto escribía para entretenerse como una bestia negra contra el poder. Número cero aclara que el periodista puede ser corrupto consciente o inconsciente, y puede ser sumamente farsante e ignorante, de una suerte en que el poder puede utilizarlo o él puede utilizar al poder. Toda una maraña de tejes y manejes, la imaginación que incluyó a Mussolini y a Berlusconi y como resultado, una divertida e inquietante historia, un análisis del abismo que nos conmueve.

Según una amiga en común, el último invierno de 2015, Umberto tomaba menos (le encantaba el whisky), reía menos, estaba sumido más en sí mismo –como pensando en escribir una obra nueva– o en alguna melancolía no resuelta. No era raro que, durante las reuniones con estudiantes e intelectuales, súbitamente desapareciera, como si las otras luces con las que miraba la vida le llevaran por metáforas y caminos interiores, por vericuetos que consideraba complejos o intrincados. Él callaba y el resto seguía hablando de su arte. Le otorgaron muchos premios y muchas universidades concedieron a Umberto Eco el doctorado honoris causa, y hay quienes no deciden si la experiencia de leerlo era más exquisita que la de escucharlo, como cuando criticaba a las redes sociales, durante un discurso en la Universidad de Turín: “El fenómeno de Twitter es por una parte positivo, pensemos en China o en Erdogan. Hay quien llega a sostener que Auschwitz no habría sido posible con Internet, porque la noticia se habría difundido viralmente. Pero por otra parte da derecho de palabra a legiones de imbéciles”.

Las tormentas de tiempos nuevos e inciertos dieron a este escritor inmortal –con una máscara de humano y travestido en duda y desesperanza– la impronta del sabio, de un caballero que con su adarga al brazo y una espada satírica, pincha los traseros pomposos del poder y desinfla el falso globo de cultura actual que nos carcome.

Umberto Eco sabía muchas cosas pero siempre simuló que las ignoraba para seguir estudiando. Ahora que ha muerto he podido sentir su seca carcajada, la que solo se escuchaba cuando se quedaba ensimismado en el tiempo y el espacio. 

3 COMENTARIOS

  1. Dinamico y sezudo comentario de agradable y digerible entendimiento hasta para los internautas 24/7 intelectualoides,politologos y hasta filosofos de pacotilla aludidos por el maestro cuando los «halago» al describirlos como una bola de imbeciles que ya tienen voz…felicitaciones tocas.

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