Por Víctor Vimos / Desde Lima, Para La Barra Espaciadora
I
La mañana del 4 de octubre de 1952, Georgette Marie Philippart Travers llegó a Santiago de Chuco, lugar natal de su difunto esposo César Vallejo. Al detener su cuerpo antes del vano de la puerta, dijo: “llego a la casa de Vallejo, pero sin Vallejo”. No era del todo cierto. Un año antes, en 1951, Georgette había desembarcado en el puerto peruano del Callao trayendo en su equipaje cientos de folios inéditos en los que el poeta escribió su obra, y a los que ella defendió, a costa de todo sacrificio, del extravío y la destrucción. Llevaba a Vallejo impregnado en sí misma, como una fuerza que en el aire transcurre. Por eso, en aquel octubre, su llegada a Santiago de Chuco no suponía solamente la curiosidad por testimoniar el lugar de origen de su compañero, sino que implicaba, de alguna forma, cerrar el círculo iniciado por el poeta desde aquel momento en que dejó su casa para no volver jamás.
II
La carretera que conduce hasta Santiago de Chuco empieza al borde del mar y se extiende por cerca de tres horas y media desde la ciudad de Trujillo, capital del Departamento de La Libertad, hasta alcanzar los tres mil ciento quince metros de altitud en la cordillera occidental de los andes peruanos.
Durante todo el recorrido el paisaje está dominado por cambios extremos: el crudo color de la arena que bordea la costa es el primero en extinguirse bajo el peso verde de las palmas que anuncian el valle, donde los sembríos de maíz, aguacate y sandías se riegan por todos lados como una vena inflamada bajo la luz. Al fondo, ya sobre la niebla, aparecen las primeras montañas, segadas por la carretera que conduce hasta la puna, donde el hielo ejerce su dominio sobre las aves.
Son pequeñas las poblaciones que se alternan en el trayecto. Cada una de ellas se esfuerza por cumplir a cabalidad el sentido de la modernidad: tienen pequeños parques centrales a los que llaman Plazas de Armas, cibercafés, cabinas telefónicas y decenas de hatos de vacas y ovejas que cruzan sin reparar en el sentido de las vías. Una leve pero constante infraestructura de servicios llama la atención: no hay caserío en el camino que no muestre al menos una tienda de electrodomésticos, numerosos comedores con el menú del día, letreros impresos en los que se anuncian hoteles con televisión por cable y agua caliente. La mano del oficio minero, que por estos sectores se asentó desde la colonia, ha ejercido ese efecto material en el imaginario de la gente. Por aquí, las labores agrícolas o ganaderas se alternan con el trabajo para las mineras.
Todo eso ha hecho que aquí el tiempo tenga un devenir extraño: no se notan ruinas o caseríos vacíos, pero con facilidad se pueden encontrar largos tramos desiertos de gente y animales, interrumpidos solamente por cruces y fotografías de difuntos que se multiplican en los bordes del camino.
Por lo demás, nada hay en la carretera que despierte la sospecha de que atravesándola se llega al lugar donde un 16 de marzo de 1892 nació César Abraham Vallejo Mendoza, el shulca, como se dice al último hijo de un matrimonio.
III
Demetrio Tello, uno de los amigos cercanos al poeta durante su estadía en París, consideraba exagerada la leyenda de su extrema pobreza. “Claro es que no conoció la abundancia, pero nunca le faltaron papas, tallarines, ají y sobre todo, vino (…). El cholo se comportaba al estilo serrano, exactamente como cuando a uno le cae una visita agradable y saca el mejor queso, pone a dorar las mejores papas o sacrifica el lechón más tierno. Y, aunque no fuera sino para cocinar tallarines o papas, Vallejo hacía prender las hornillas de la cocina, él mismo iba a comprar ají donde los italianos o los árabes, pero la plata se gastaba preferencialmente en vino”.
Ese rasgo festivo y derrochador que resaltaba Tello era propio de un Vallejo crecido en el seno de una de las familias ilustradas de Santiago de Chuco. A su nacimiento, le habían anticipado ya once hermanos, fruto del matrimonio entre Francisco de Paula Vallejo Benites y María de los Santos Mendoza y Gurrionero, ambos, a su turno, hijos de clérigos españoles y mujeres indígenas del sector.
Esa ascendencia marcaría un apego especial por el culto religioso en la familia Vallejo Mendoza, apego del que estaría impregnada la retina del lenguaje que manejaría César, el poeta. Del mismo modo, sería importante para su formación el rol que desempañara su padre como abogado y gobernador, quien complementaba la economía familiar con labores vinculadas a la ganadería, el trabajo de fundos, terrenos y chacras.
A los ocho años de edad, César Vallejo empieza los estudios primarios y es matriculado en la escuela de su pueblo. Luego, resulta necesario viajar hasta Huamanchuco, el caserío vecino, para continuar con su aprendizaje. De ahí en adelante, su vida estará signada por una serie de viajes entre Trujillo, Lima y Santiago de Chuco, antes de que en 1923 se embarque hacia Europa.
Esos desplazamientos se harán en condiciones propias de los inicios del siglo XX: para movilizarse hasta Humanchuco, Vallejo tendrá que disponer de un grupo de acémilas que los transportarán a él y a sus pertenencias durante uno o dos días completos de viaje. Cuatro o cinco días durarán sus traslados hasta Trujillo, en los que alternará el uso del caballo y el tren. La primera vez que llegará a Lima, en 1911, después de montar a caballo, viajar en tren y en una embarcación de vapor, tardará siete días.
IV
Antes de entrar a Santiago de Chuco, desde la última curva se ofrece una vista panorámica del lugar: el zafiro del cielo volcado sobre los montes cubre a decenas de casas, enquistadas sobre la planicie y dominadas por el adobe y la teja verdusca. A los costados se desparraman las chacras que alternan sus matices por los colores de la cebada, las papas y el amaranto. Desde esa distancia, el pequeño caserío parece poder alumbrarse con una sola bombilla de luz.
Quillajirca es el nombre del monte principal del sector. Su forma es la de un chuco, que en quechua describe al manto con el que se cubre a los novios en el servinacuy o matrimonio.
Cuando en 1553, el capitán Don Diego de la Cerna obtuvo el permiso para fundar un pueblo que hiciera las veces de centro de extracción minera y cultivo de trigo, llegó hasta Andaymarca –toponímico prehispánico de este lugar, habitado entonces por los Waychukos– y lo consagró al cuidado del apóstol Santiago el Mayor. “Santiago de Chuco”, acordaron los soldados.
El ingreso al poblado está incompleto. Cubierto aún por un plástico negro, un César Vallejo de dos metros, vaciado en bronce, sostiene cabizbajo el ala de su sombrero. Lo abultado del abrigo lo hace ver como un hombre corpulento, alejado de esa figura magra y escurridiza a la que Antenor Orrego, amigo íntimo del poeta, recordaba con su nombre. Lo demás está ahí: la frente alta y sin ninguna arruga, esa ligera prominencia en su parte superior, el entrecejo vigoroso, los ojos pequeños hundidos en el silencio y la quijada que se abre paso, como una quilla, en el aire.
La estatua forma parte de un boulevard que en breve identificará a Santiago de Chuco como la municipalidad que espera recibir a cientos de turistas, una vez que se haya difundido el decreto mediante el cual el Congreso Nacional la declara como “Capital de la Poesía del Perú”.
Ya en el pueblo, la sensación de recogimiento proviene de las casas separadas por calles angostas que obligan a los carros y mototaxis, únicos elementos del tránsito, a circular en un solo sentido, aun cuando este no corresponda a la señal que lo designa. Así, con una complicidad que supera a cualquier desacuerdo, se puede recorrer en silencio las cuadras en las que se disponen portones labrados en madera, construcciones de dos pisos con techos altísimos y balcones dispuestos como ornamento. De rato en rato, las tiendas, los comedores, los hoteles… vuelven a Santiago de Chuco una réplica de aquellos pueblos creados por la presencia del mineral.
Pero hay “algo” diferente, y se encuentra en la Plaza de Armas, donde se levantan sendos bustos a dos héroes locales: el primero, es un homenaje a El Pallo, personaje principal de las festividades que recuerda la devoción por el apóstol Santiago el Mayor y que es portador de las características con las que los santiaguinos se definen: altivo, fuerte, arrogante, afectuoso y solidario; y, el segundo, es César Vallejo.
V
Quiruvilca (Diente de Oro) es uno de los sectores mineros más antiguos que tiene el Perú. La carretera que lo conecta con Trujillo sirve para que decenas de camiones transporten a diario reservas de oro, plata, cobre, plomo y tungsteno. Desde hace años, las empresas mineras emplean a los habitantes de las poblaciones vecinas, entre las que se encuentra Santiago de Chuco.
César Vallejo fue un obrero de aquellas minas: en 1910, tras presentar problemas de salud y dinero, abandona los estudios de Letras en la Universidad La Libertad, en Trujillo, y retorna a su pueblo.
Entre los suyos, el poeta ve madurar su atracción por Otilia Vallejo Gamboa, su sobrina, de quien guardará el recuerdo primaveral del amor. “Qué estará haciendo a esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí”, dice el verso del poema Idilio muerto que muestra esa devoción y añoranza por su pariente.
A su regreso a Trujillo, Vallejo, que ya frecuentaba intelectuales con los que formaría el Grupo Norte, se ve fascinado por una quinceañera de nombre particular: Zoila Rosa Cuadrada, a quien bautizará como Mirtho.
De ese tiempo datan los relatos que lo asocian con una tentativa de suicidio. Rechazado por Mirtho y envuelto en el delirio del opio, Vallejo decide encajarse un tiro en la cabeza. Una versión de la leyenda refiere que, con el cañón sobre la sien, no le tembló la mano para jalar el gatillo, pero fue la bala la que se desanimó y quedó atorada en el tambor del revólver. La otra es menos dramática y la cuenta Antenor Orrego: “los celos pusieron en sus manos una Smith & Watson, con la que se proponía vengar el sentimental rechazo. No pocos esfuerzos costó disuadirle de la medieval y caballeresca solución”. Sea como fuere, ambas leyendas se juntan en una sola conclusión: a la mañana siguiente de los hechos, Vallejo partió hacia Lima
Para 1918 la capital peruana no superaba los ciento cincuenta mil habitantes y ya se había convertido en el centro económico, político y cultural del Perú. Un joven Vallejo, con los textos de su primer libro en ciernes, logra instalarse en el sector de los Barrios Altos, junto con otros jóvenes trujillanos entre los que resuena el nombre de Victor Raúl Haya de la Torre, líder histórico del APRA. Las entrevistas con Abraham Valdelomar, José María Eguren y Manuel González Prada, dejan a César Vallejo en contacto con las esferas más importantes del pensamiento peruano de entonces.
Ese mismo año, sin embargo, el entusiasmo del poeta se ve apagado por una terrible noticia: desde su pueblo natal, las voces sobre la muerte de su madre lo destruyen.
Aunque la fecha de publicación de Los Heraldos Negros está marcada en 1919, su primera edición fue impresa en 1918. Para la muerte de su madre, en agosto de ese año, Vallejo tenía listo el original de su primer poemario, en el que renovaba el panorama de un romanticismo decadente con la creación de un uso personal de la lengua, identificando a la madre, al amor y a la muerte como temas centrales de reflexión.
En 1920, un Vallejo adolorido por la crítica limeña, en la que no había encontrado eco a su inquietud creativa, empieza a planear marcharse. Organiza para ello una última visita a Santiago de Chuco, adonde arribará a inicios de agosto. “Madre mañana me voy a Santiago/ a mojarme en tu bendición y en tu llanto”, retratará sobre este recuerdo en un poema. Su destino estaba trazado: al llegar, Vallejo se topa con una revuelta policial, un amotinamiento que termina cobrando varias vidas de los santiaguinos y por el cual se lo inculpa. En un primer momento, el poeta huye a Humanchuco y trata de defenderse a punta de telegramas ante la justicia nacional. Sin lograr respuesta positiva, parte a Trujillo, donde finalmente será detenido a finales de noviembre. Después de tres meses de prisión, y sintiendo la presión que estudiantes e intelectuales tramaban a favor del poeta, el poder judicial le otorga la libertad.
“Cuando salíamos de Santiago, con rumbo hacia Huamanchuco, César, montado en su caballo, lloraba. Tal vez sabía que ya no volvería nunca”, contaba Juan Asturrizaga, recordando esos días.
VI
La calle Paco Yunque es una de las tantas que atraviesan, casi por completo, a Santiago de Chuco. Su nombre obedece al título de uno de los relatos escritos por Vallejo en Europa, el mismo que fue rechazado porque el editor lo consideró “demasiado triste”. Sobre esa calzada se encuentra la Escuela del Centro Viejo, primer lugar de estudios del poeta. En su portón de madera ocre, un labrado asemeja el perfil de Vallejo junto a un libro en el que se lee un fragmento del poema Los nueve monstruos: “hay, hermanos, muchísimo que hacer”. Una pequeña placa de mármol da cuenta del alto valor que para esta entidad tiene el haber recibido en sus aulas a aquel infante.
Transversal a esta calzada, se extiende la calle César Vallejo, una de las principales del pueblo donde las tiendas y restaurantes alternan su turno con las galleras y peluquerías, animadas por un grupo de ventas acomodadas sobre las veredas. Encima de ese movimiento una serie de murales se eleva, mostrando la imagen de Vallejo acompañado de varios de sus poemas.
Los murales han sido trabajados con un esmero semejante al que se utiliza para ordenar las flores sobre una tumba: los colores negro, gris, blanco y rojo son constantes en ellas, y exhiben, entre otras formas, la imagen del poeta sentado con una copa de vino en la mano, acostado bajo el peso de la bóveda celeste o grabado en la parte frontal de un huaco prehispánico.
Sobre esa misma calle, se encuentra la vivienda de la familia Vallejo Mendoza, la cual en el año 2007, debido a la inversión de la Barrick Gold Corporation, una de las mayores compañías mineras de extracción en la zona norte de este país, fue rehabilitada por completo para convertirse, gracias a las gestiones de la municipalidad de Santiago de Chuco, en la Casa Museo que hoy lleva el nombre del poeta; y donde se encuentra el desagravio emitido, ese mismo año, por el Poder Judicial del Perú, mediante el cual se lo declara “reo injusto”, intentando, con esta acción, subsanar los meses de cárcel y años de angustia que la acusación judicial, tras los incidentes en Santiago de Chuco, le causó al poeta.
“Yo nací un día en que dios estuvo enfermo”, se lee al ingresar a la Casa Museo. Adentro, se han dispuesto una serie de elementos que invitan al visitante a informarse sobre la vida del poeta. La guía, una animada maestra del sector, no oculta su vocación artística y, cada cierto tiempo, detiene a los grupos para recitar estrofas de los poemas de Los Heraldos Negros o de Trilce, libros emblemáticos de su paisano. “A mí me cesaron de esta labor hace poco, pero a la gente le gusta mucho que yo recite, por eso nuevamente me han reintegrado”, señala más de una vez, sin que con ello pretenda justificar las muestras de su talento.
La casa es amplia y tiene el espíritu de los lugares hechos para acunar el sol. Dos patios disponen a su alrededor una serie de habitaciones en las que transcurría la vida de la familia. Entre ellas se cuenta el oratorio, un pequeño espacio donde guardaban las imágenes de santos y vírgenes heredados de sus antepasados clérigos, y en el que se daban cita, al inicio y al final del día, para pedir y agradecer por las venturas; el “cuarto verde”, lugar en el que fue alumbrado Vallejo, al igual que sus once hermanos, y que ahora es un espacio para mostrar artesanías y tejidos de la zona; espacios similares comparten la cocina, la sala, y las bodegas, dispuestas alrededor de un árbol de capulí, plantado en honor al poema que habla de Rita.
En vida el poeta escribió una serie de textos en los que se puede ver, de forma más clara, su relación con este pueblo. Telúrica y magnética, Ciliado arrecife, Hojas de ébano, Mayo, Fiestas aldeanas, Los mineros salieron de la mina, Rumbé sin novedad por la veteada calle, son algunos de ellos, y que han servido para que Santiago de Chuco construya parte de su identidad alrededor de esa relación cósmica entre el poeta y la vida, haciendo que su nombre se vuelva omnipresente: el himno de la localidad lo nombra en sus estrofas, la municipalidad del pueblo tiene un retrato gigante de él en lugar de un escudo, y hay decenas de grupos de estudios y de poetas que han tomado su nombre como bandera de lucha, algunos dicen que aquí los pequeños crecen con el sueño de ser poetas. “Dicen que era un hombre que viajó mucho… No, yo no lo he leído. Tal vez mis hijos, pero yo no”, comenta un campesino en la Plaza de Armas.
En julio de cada año se celebran las fiestas patronales del pueblo. Entre los actos principales resalta el saludo que las autoridades realizan a la memoria del poeta. “La gente baila y brinda recordando a Vallejo”, dice uno de los policías de la comisaría local.
VII
César Vallejo murió en París el viernes santo de 1938. Era el quinceavo día de abril. Siete días de agonía le sumaron a su cuerpo delgadez y agotamiento extraños, lo que hizo suponer que la enfermedad que había cobrado su vida era monstruosamente misteriosa. Tras su muerte, Georgette hizo vaciar su rostro y sus manos en moldes de yeso que conservó consigo como si se tratará del propio poeta. Antes de viajar a Perú, donde ella está enterrada, cumplió acaso el sueño más costoso que en vida pronunció Vallejo: mudó su cuerpo del cementerio de Mountrouge al cementerio de Montparnasse, y sobre una limpia lápida de mármol grabó: “He nevado tanto para que duermas”.
Una tumba similar a la que contiene los restos del poeta en Francia se erige en el centro del único cementerio de Santiago de Chuco. Sobre ella, la misma inscripción que Georgette grabó en París, se lee en un francés extraño para los paisanos de Vallejo. La réplica del nicho fue impulsada por el actual alcalde del municipio, quien alentado por la nominación de su tierra como epicentro poético del Perú, creyó conveniente construir una atracción adicional para activar la curiosidad de propios y extraños.
Anualmente, desde distintos sectores del país llegan romerías poéticas a visitar su casa y recitar en la plaza de Santiago las odas de agradecimiento al hombre que hizo del dolor y la tristeza un arpa para escuchar el corazón.
Ernesto More creía que esa sensibilidad se explicaba en la relación que Vallejo tejió con su madre: “el cholo recordaba llorando que, cuando chico, en Semana Santa, vio desfilar a Cristo, y detrás al Estandartero, quien lleva el estandarte sagrado, y se quedó fascinado con la figura de este. Decía que salió corriendo a las faldas de su madre y, a súplicas, le pidió que le cumpliera un sueño: quería ser estandartero”.
A finales del año pasado, José Córdova, otro poeta santiaguino, recordó que César Vallejo había muerto por exceso de solanina, un alcaloide tóxico de sabor amargo presente en los tubérculos. “Es que salía a recoger las papas que ya no se vendían en el mercado, papas baratas, para sancocharlas y comerlas”.
Esta noche de viernes santo en la que llueve como si el cielo esperara inundar el desierto, las calles de Santiago de Chuco están repletas de gente que espera la salida de Cristo de la iglesia. Mientras el aguacero amaina, otros lugareños ocupan las mesas de las cantinas o se acurrucan bajo las sombrillas de los puestos ambulantes de “calientitos”, la bebida de aguardiente tradicional en estas fechas. Allí viven los relatos: “antes, decía mi abuelo, que los jóvenes se animaban a sacar, detrás de la figura de Cristo, la foto de César Vallejo. Habría sido pues como su ídolo, como su patrono”.
Lloverá toda la noche pero no nos moveremos. Bajo los coros de la gente que se desliza apretando una vela, veremos desfilar una vez más a César Vallejo, llevando el estandarte de la soledad más allá del tiempo, más allá.
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