Inicio Derechos ¡El jubilado es usted, mijo!

¡El jubilado es usted, mijo!

Por Xavier Reyes / @xavivire

Lo veo y siento que las bolsas que le sostienen los ojos están llenas de recuerdos. Ojeras, les dicen. Pero en el caso de los viejos que se están yendo se trata de la vida entera. Allí están décadas de experiencias y sabiduría que luego, cuando explotan, se vuelven lágrimas, ríos de sentimientos a un paso de desembocar en la nada, en la muerte.

-Estoy solo -me dice.

-¿Y los hijos, la familia?

-De distintos modos, ellos ya se han ido.

-¿De qué vive?

-De la pensión.

Este jubilado está a punto de morir. No es el único. Los vemos todos los días: en el barrio, en la calle, en el cuarto más escondido de la casa. Fueron obreros, maestros, burócratas, amantes, pintores, boxeadores, buenos vecinos, malos borrachos… Ahora, encarcelados en sus rincones, muchos ni siquiera son lo que fueron, sino lo que les tocó ser: jubilados.

Se reúnen en la Plaza de la Independencia, en la casa del hijo que tiene la sala más grande o en los portones de sus casas de adobe para recibir el sol que pinta los pueblos. Como si fueran muchachos, se repiten los mismos chistes que durante décadas contaron a sus nietos. Algunos no pierden esa pose de macho absoluto, patriarcado inútil frente a las generaciones de desentendidos que caminan sin ver, hablándole a un aparato que llevan en la mano. Generaciones de apurados y ocupados que parecen programados para correr hacia cualquier lado.

-El gobierno está haciendo una reforma al Seguro -le comento al oído.

A este hombre, poco después de cumplir los 86, le diagnosticaron cáncer. En realidad, más que un diagnóstico fue una sentencia: se encuentra en estado terminal, postrado en la cama de uno de sus nietos.

-¿Qué cosa?

-Que el gobierno ha cambiado las reglas para las pensiones de los jubilados.

-Solo eso faltaba -dice el mayor. Ríe, con miedo de quedar sin aire-. ¿Y qué es lo que cambia?

-No le cacho bien qué mismo quieren hacer, pero veamos las noticias. Justo el Correa anda explicando eso…

Revisamos todos los noticieros que pudimos y seguimos sin entender. Saqué el teléfono y le leí los periódicos, y seguimos sin entender. Busqué en los sitios institucionales y nada.

-¿Encontró algo, mijo?

-Nada claro, abuelito. Solo dos bandos que se acusan de lo mismo: de destruir al Seguro Social.

-¿Y de las pensiones?

-Unos dicen que se van a bajar y que en 12 años el fondo de pensiones quedará sin dinero, pero el presidente Correa dice que no hay problema, que, aun con la reforma del Gobierno, las pensiones estarán cubiertas por lo menos durante 23 años más.

-Busque bien, mijo. Tal vez hablan de todo menos de lo que es un jubilado.

Di con decenas de versiones del presidente Rafael Correa, de un ministro, de los empresarios, de los sindicalistas, de los representantes de los jubilados, una carta abierta de una exministra del gobierno, dirigida al presidente…

Cuando lo miro de nuevo, me da la sensación de que está despidiéndose. Sus ojos apuntan a un horizonte fijo, alcanzable, finito: el pie de la cama.

***

Lo recuerdo hace 30 años con las mismas arrugas, como si su rostro fuera el mismo hoy, llevándome de la mano hacia la única librería de El Ángel. Esa vez me regaló una biografía de Simón Bolívar. Cuando salí de la escuela me dio un juego de ajedrez.

De pronto, sin dejar de mirar su horizonte, un metro y medio más allá, ríe de nuevo. No le pregunto el porqué, lo adivino: toda la información que buscamos, aunque la encontráramos, no serviría para nada. Me está tomando el pelo, me pone a prueba, está jugando ajedrez conmigo. Me obliga a reconocer mi autogol.

-Los jubilados están protestando -le digo, para salvarme.

Me regresa a ver. En el conjunto de su cara hay un letrero generoso que dice ‘Piense mijo, piense, sienta vergüenza’. Pienso y siento vergüenza. ¿De qué? Él había sido profesor de Matemáticas, socialista. Su vida la hizo entre la burocracia política y los pizarrones de tiza. ¿Por qué mierda debo sentir vergüenza? Con la precisión de uno y uno es dos, me ubica en posición de jaque: ¡El jubilado que se va a quedar sin plata es usted, mijo! ¿Cuántos años tiene? Cuarenta. A ver, sume, 12 o 23 da igual. ¡El jubilado que se va a quedar sin plata es usted mijo!

En ese instante, el agua tibia se hizo revelación. El “tema del momento”, la “coyuntura” se diluían frente un anciano que, en el fondo, me estaba mostrando una operación obvia: el fondo de pensiones se va a desfinanciar cuando llegue a mi vejez. Yo, potencial pensionista, no tendré mi mensual.

Le comento que la reforma dispone que, si algún día falta plata, el Estado deberá responder. Y me meto en una perorata de datos para justificar de nuevo mi autogol, el del gobierno, el de los analistas, el de los opositores. Agarra fuerza y se cabrea con la serenidad de siempre.

-El Estado no existe, es un pretexto. Todos hablan de números.

-Pero, también hay gente que sale a defender a los jubilados, abuelito…

-Y por usted, mijo, ¿quién sale?

Ellos salen por todos.

-¿Y usted no sale a apoyarlos?

-No tengo tiempo. Hago lo que puedo desde mi trabajo, desde mi vida diaria.

-Que va a terminar como la mía…

-Es posible…

-No es posible. ¡Sume y reste, alargue 12, 23 o más y termina igual para todos!

No sé cómo discutir ni argumentar.

***

Cuando lo despedí, me sentí orgulloso de él. Estoy seguro de que él sintió lo mismo. De regreso a casa decidí escribir esto. Me senté frente al computador y me convencí de inventarme un relato: partes de ficción, partes de verdad, diálogos rescatados, palabras que nunca se dijeron, escenas calcadas de lo que eso que llamamos realidad. Mientras iba tejiendo el texto, un vaho de muerte se me cruzaba por los tobillos luego de cada párrafo. Encontrarme con el horizonte trazado al pie de una cama me dio escalofríos. Diez cigarrillos fueron insuficientes. 12 o 23 años, también. La Constitución, aún más. Los analistas, más, todavía. Y qué decir de los políticos.

***

Suena el teléfono. Tengo una cita con los panas. Me paso la noche hablando mal del gobierno, quejándome de la plata que me falta, de la impotencia ante el desamor, del eterno fracaso del Barcelona, de la maldad de mi vecina que jode por unos cables, de la mala suerte del desempleo, de la maldición del empleo, de la condena que es la falta de tiempo, de los remordimientos del error. En eso, la mirada de mi abuelo en la memoria me reta otra vez. Su horizonte -el pie de la cama de plaza y media- me resulta infinito frente al mío, hecho de números, cálculos, hamburguesas, micheladas y Twitter. Mi horizonte se termina en el reloj, en cada palabra que sale de mi boca. Me siento al filo de una cornisa y cada lamento es tres centímetros menos de piso. Pienso en el abuelo, en los jubilados, en mi pensión, en que una palabra más, una estadística más, una puta queja más me dejarán en el vacío. Fumo. Fluyo. Calzo cuarenta y el filo de la cornisa ya solo sostiene la mitad de mis pies. Me aferro a la pared cuanto más puedo. Abro los ojos y el abuelo con cáncer -seguro de sus días- mira cómo me he quedado sin piso.

¡Jaque mate! Desde hace mucho que el pensionista soy yo. Me desplomo al vacío. Al fin de mes, llega mi pensión. Más cálculos, deudas, compras. Mi horizonte vuelve a ser una cornisa.

 

2 COMENTARIOS

  1. ¡Qué articulazo! Me ha tocado hondo…porque mi marido y yo vivimos de la jubilación. El y yo empezamos a trabajar al graduarnos de bachiller y, al mismo tiempo seguíamos una carrera universitaria. El era uno de quince hermanos y yo de nueve….! Ambos somos profesionales. Tenemos cinco hijos y los sacamos a flote con mucho esfuerzo y todos se graduaron en universidades y han formado sus propias familias. Nos preocupa que tengamos que depender de ellos cuando la jubilación no nos alcance….porque cada uno se defiende con su trabajo y su esfuerzo…

  2. Es una situación en que los de cuarenta y mas años, no entienden o no quieren entender La jubilación,si ahora, es insuficiente..que será la de ellos?. Sin embargo, tranquilos, dirán que todavía falta mucho.

Los comentarios están cerrados.