Por Rocío Carpio / @marocape
Cuenta la historia que el poeta romano Ovidio fue desterrado (8d.C.) durante el imperio de César Augusto, en gran parte porque sus obras no se hacían eco de la moral que había sido impuesta por el emperador. Una de esas obras era una especie de manual en clave de elegía, en el que se aconsejaba a hombres y mujeres sobre las estrategias más acertadas para seducir y conseguir favores sexuales. Ese poema didáctico se llamó Ars Amatoria, o El Arte de Amar.
Veinte siglos más tarde, y como si de una extraña casualidad se tratara, encuentro esa frase dentro del corpus del Proyecto «Plan Nacional de Fortalecimiento de la Familia», en Ecuador, que por decreto presidencial pasó a reemplazar a la Estrategia Nacional Intersectorial de Planificación Familiar y Prevención del Embarazo en Adolescentes (Enipla). La primera casualidad -guardando las distancias- y la más evidente es justamente esa que busca imponer una moral colectiva desde el poder, en este caso, desde un aparato gubernamental, pues sabemos que el proyecto pasó a ser dependencia directa de la Presidencia de la República. Es decir, ya no es un asunto de política de Estado planteada desde lo institucional/público, sino que ahora claramente se ha establecido el control de la moral pública como una forma de gobernar. Una «estética» de gobierno, si se quiere, que se viste de valores únicos e inamovibles, como si dichos valores fuesen generados por decreto, pasando por alto el libre albedrío, así como la evolución personal y colectiva.
La segunda casualidad, que en realidad vendría a ser una paradoja, es la pretensión de definir e imponer un comportamiento social homogéneo frente al concepto del amor, los afectos y la sexualidad. A lo largo de la historia de la humanidad, estos conceptos (y los comportamientos) sobre todo el del «amor» han ido cambiando según el momento social, las coyunturas políticas y socioeconómicas y, por supuesto, las necesidades desde el poder. El amor del que habla Ovidio en su Ars Amatoria no tiene nada que ver con la noción de «amor romántico» que ostenta poco menos de dos siglos, en la que básicamente lo que nos empuja a formar una pareja y una familia es el enamoramiento y el afecto que llegamos a sentir por otra persona.
Por el tiempo en el que escribía Ovidio se pretendía normar las estructuras de organización privada a través de la moral (suena conocido), pero el amor y el matrimonio no tenían una relación obvia y su utilidad ni siquiera estaba planteada. El matrimonio era simplemente una forma de ordenamiento colectivo. Con esto no quiero decir que debamos anular de un solo tajo estos casi doscientos años de construcción social del concepto del amor, sino simplemente que la percepción inmutable que tenemos del mundo de los afectos y su relación con el entorno social es errónea. Lo es porque no es inmutable. Por lo tanto, tratar de imponer una visión única y totalizadora, y hacerla pasar como una verdad escrita en piedra es una falacia.
El documento del Plan Familia que es de dominio público -aunque su mentora principal, Mónica Hernández, asegura que se trata de un documento que todavía no ha sido aprobado- asegura que hay una sola forma (la real y correcta) de vivir la sexualidad, de amar y de sentir. Y esa forma debe ser enseñada y aprendida. Cuando en este documento se habla de que «debe ser una enseñanza holística basada en la formación de hábitos que capaciten a la persona a aprender a vivir el arte de amar», con holística se refiere claramente a valores impuestos por una moral tradicional que afianzan una idiosincrasia en la que la mujer tiene las de perder. Es ella la responsable de embarazarse precozmente, el rol del hombre casi ni se nombra. El cuestionamiento directo a las decisiones íntimas de las adolescentes está ligado al tesoro de su virginidad. Se habla de sexo prematrimonial como si esa discusión trasnochada volviera de repente a ser objeto de discordia en una sociedad que ya había trascendido en gran medida el hecho de poner el valor de una mujer en la calidad de su himen. Si esto no es un retroceso en derechos, no sólo de la mujer, sino colectivos, entonces ¿de qué estamos hablando?
El proyecto en pocas palabras plantea que la solución es la abstinencia sexual, mejor dicho, la conservación de la virginidad -por parte de las chicas- hasta el matrimonio. ¿Cómo lograr esto? A través de su estrategia máxima: educar no solo sobre sexualidad sino también sobre afectividad, conceptos que jamás deberían estar separados, según reza el texto. Aunque así fuera, aquí hay una clara confusión de competencias. El Estado, y menos aún la Presodencia, no están llamados a incidir sobre los afectos, la moral y los valores, pues estos son parte de la esfera íntima/ privada de la población. Las competencias del Estado tienen que ver con los intereses colectivos dentro de la esfera pública. Por lo tanto, el asunto que debe resolver no es si la gente tiene sexo por amor o sólo por placer, sino lo referente a temas de salud pública, como lo es el embarazo en adolescentes o la violencia intrafamiliar.
El enfoque de este seudo-estudio para justificar la intervención en la intimidad y el fuero interno de las personas es que la falta de valores y de estructura familiar tradicional (papá, mamá e hijos) es la que causa todos estos problemas. De ser eso correcto, volvemos a lo mismo. En el tipo de gobierno estatizante que vivimos, con una institucionalidad enorme que abarca casi todos los ámbitos públicos, su labor no es la de resolver los problemas que surgen en la intimidad de las personas, sino crear las condiciones sistematizadas (e institucionalizadas, si se quiere) para que a través de ellas, la gente pueda acceder a una mejor calidad de vida. Hay que entender a las políticas públicas como el tipo de herramientas técnicas y prácticas que son. Excederse en visiones paternalistas que pretenden normar hasta la felicidad es ilógico e inaplicable.
Que el Gobierno busque incidir en los comportamientos individuales y lo enmarque dentro de una política pública está más cerca del adoctrinamiento que de la educación. ¿Por qué? Porque el enfoque según el documento citado es dogmático en ambas acepciones de la palabra: pretende asentar verdades científicas y psicosociales bajo un pobre sustento investigativo, y a la vez, esas «verdades» están basadas en una doctrina religiosa, siendo éste un estado laico.
Más allá del contenido moralizante del proyecto, en el que se llegan a asegurar disparates como que «la vinculación con los padres constituye el factor más importante a la hora de impedir que las chicas se entreguen al sexo fuera del matrimonio, y caigan en las drogas y el alcohol», está el peligro de la legitimación de estos conceptos. Si desde el discurso oficial se naturalizan estas ideas, gran parte la población las asumirá como verdades indiscutibles. Estos paradigmas derivados del sistema patriarcal están bastante enraizados en la cultura, sin embargo, llevamos por lo menos un siglo de avances en cuanto a derechos de las mujeres, y lo que es más importante, en cuanto a la percepción del rol de la mujer en la sociedad.
Proyectos como este borran décadas de evolución social del pensamiento, pues no sólo refuerzan visiones caducas sobre el comportamiento de la mujer frente a su sexualidad, sino que también anula todos los manoseados discursos de inclusión, al asegurar que sólo existe hombre y mujer por definición biológica, negando cualquier construcción social de los géneros, por lo tanto, de preferencias, orientación e identidad sexual. Y además, hace lo propio con la visión de familia en la que reconoce únicamente su versión clásica de padre, madre e hijos, desconociendo una realidad evidente de familias diversas.
El enfoque de familia en el que insiste todo el documento es finalmente una camisa de fuerzas que obliga a pensar en que esa triangulación tradicional es la única forma posible de evitar embarazos precoces, entre otras perlas, como aquella que asegura que en este tipo de familia (que es el correcto) las cifras demuestran que la violencia intrafamiliar y de género es mucho menor. Una tesis absurda por donde quiera que se la vea. ¿Acaso el grueso de las denuncias de maltrato a la mujer no presenta al agresor como parte de su mismo entorno familiar, específicamente, su pareja o cónyuge?
El planteamiento del proyecto del Plan Familia es una colección de desaciertos que nos pone en riesgo de retroceder como sociedad. La moral colectiva no es un asunto de estado. En lugar de tratar de enseñarnos el «arte de amar», deberían aprender el arte de gobernar sin dogmatizar.
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