Por Diego Cazar Baquero / La Barra Espaciadora
“Lo que más me reconcilia con mi propia muerte es la imagen de un lugar: un lugar en el que tus huesos y los míos sean sepultados, tirados, desenterrados juntos. Allí estarán desperdigados en confuso desorden. Una de tus costillas reposa contra mi cráneo. Un metacarpio de mi mano izquierda yace dentro de tu pelvis. (Como una flor, recostada en mis costillas rotas, tu pecho.) Los cientos de huesos de nuestros pies, esparcidos como la grava. No deja de ser extraño que esta imagen de nuestra proximidad, que no representa sino mero fosfato de calcio, me confiera un sentimiento de paz. Pero así es. Contigo puedo imaginar un lugar en donde ser fosfato de calcio es suficiente”.
John Berger.
La anciana entró al panteón de San Diego con dos de sus hijas a cada lado, como bastones. Sobre su cabeza, una manta amarilla la protegía de la fría luz de media tarde y abrigaba sus llantos y sus versos kichwas. Era la víspera del Día de Difuntos.
Decenas de deudos hicieron el cortejo. Las tres mujeres, sin embargo, eran las que más llamaban la atención. Había muerto el hijo, el hermano, el padre.
En los pabellones del cementerio decenas de familias se habían reunido desde temprano ante las lápidas de sus muertos, frente a los nichos, en unos cuantos mausoleos. Los preparaban para la llegada de su día adornándolos con coronas de flores. Unos frotaban la piedra con paños mojados, otros barrían el suelo de los alrededores. Los panteoneros, con sus enterizos azules y trepados en las escaleras rodantes lavaban los muros, arrancaban la maleza que había crecido entre las piezas de piedra y chacoteaban entre ellos, tan acostumbrados a ver a la muerte como a su colega de trabajo, como a su camarada.
“¡Le pintamos la tumbita, le aclaramos los nombres!”, gritaban afuera hombres y mujeres. Varios puestos de venta de recuerdos, imágenes religiosas, flores plásticas, de papel, de tela y estampitas de vírgenes y santos se habían dispuesto en sendas filas dibujando el camino de entrada al cementerio. Repisar con pintura negra las palabras que nombran a los muertos y los números que cuentan sus años de vida sobre la tierra costaba entre tres y cuatro dólares. Pero si el trabajo incluía limpiar también las rejillas, pulirlas y darles brillo, el precio podía alcanzar hasta ocho dólares. Muchas familias prefieren hacerlo por su cuenta y así aprovechan para juntarse, contar chismes, recordar anécdotas de esos seres queridos. Algunos dicen que mientras más vieja es la muerte más fácil es reírse de ella.
La anciana mujer no había detenido su lamento, por eso no pudo escuchar el pasillo Romance de mi destino, que sonaba al acordeón, a pocos metros. Los llantos de plañidera acompañaban la marcha de los deudos a un ritmo acelerado, fuerte, tiznado por los sollozos de los otros. Y los otros se atizaban los tragos de aguardiente que brindaba el cuñado del muerto mientras avanzaban.
Llorar a los muertos a cambio de dinero es un rito que se remonta a la tradición egipcia. A lo largo de los siglos la costumbre se extendió por todo el mundo occidental hasta llegar a Mesoamérica e Hispanoamérica, donde se mestizó al hallar las costumbres funerarias prehispánicas. Esta mujer lo ha heredado como un canto funerario indígena, un ‘lamento’, según afirma el etnomusicólogo Juan Mullo. Los más jóvenes lloraban en español y a nadi
e parecía importarle que a pocos metros reposaran los restos del ex presidente Velasco Ibarra, ese que murió en 1979 por amor a su esposa, Corina, fallecida pocos días antes que él, en Buenos Aires.
Es que sin duda también hay quienes visitan San Diego como a un museo histórico. “Aquí donde está la bandera, a la vueltita nomás, está la tumba del Velasco Ibarra, ¡mi papá!”, decía uno de los sepultureros a viva voz. Panteonero por herencia, este hombre de treintayséis años está convencido de que ese fue el mejor presidente que ha tenido el Ecuador. “Yo le digo que es mi papá porque es el único que era pobre como nosotros, ¡no ve que por eso siempre tiene flores, siempre le vienen a visitar, porque él murió pobre, como yo!”, se golpea el pecho con orgullo, como si quisiera desafiar al político de turno a probarle lo contrario. Cuando le llegó la muerte a Velasco Ibarra, este trabajador de la Sociedad Funeraria Nacional tenía apenas dos años y su padre era quien ejercía el oficio. Por eso, su memoria guarda las imágenes de la multitud tal como las narraba su papá. Habría contado que no hubo dónde poner un pie, que la gente no dejaba que soltaran el ataúd en el hueco, que esa muchedumbre que en estampida llegó a San Diego desde la plaza de San Francisco para despedir al ‘Loco’, como lo llamaron los opositores, le lloró a grito pelado como si se tratara de nuestro propio rockstar setentero. Nunca antes este camposanto, desde su inauguración, en 1872, había visto tal fervor popular. Velasco no necesitó de lloronas a sueldo.
La anciana mujer cantaba recitando y recitaba el canto. Tambaleándose entre los brazos de las dos hijas que le quedaban vivas avanzaba hacia el flanco más alto del cementerio, en la colina donde el nicho vacío esperaba al habitante inerte. Desde ese lugar se puede divisar la planicie norteña de la ciudad y se puede también probar que el panteón de San Diego fue ideado para estar lejos del perímetro urbano de la conventual e hipócrita Quito del siglo XIX, es decir, del otro lado de la quebrada de Jerusalén, donde también se ubicó el hospicio San Lázaro, el leprocomio y manicomio de la ciudad, o sea todo lo que estorbara.
Detrás del cofre bronceado iba esa mujer a paso fuerte. Era como si sufriera solo en el rostro, solo en las lágrimas, solo en el pecho. Por eso iba recitando ese llanto, concentrada en hacerlo bien para encomendar al cielo el alma de su hijo, sin saber, pues tampoco le importaba, que el gran mausoleo enladrillado que se levantaba a su costado perteneció a una de las familias más pudientes de Quito durante la primera mitad del siglo XX, los Gangotena. Por entonces, en esta urbe franciscana, había familias como esa que pagaban a las lloronas para que fueran a los entierros y sollozaran por los difuntos, a veces para dar la idea de que el finado había sido muy querido sin serlo, a veces por tradición… Esas familias también pagaban a afamados arquitectos extranjeros para levantar imponentes tumbas en este cementerio. Uno de ellos fue Antonino Russo, quien, paradójicamente, fue enterrado en una tumba común, a pocos metros de la zona donde se entierra a los bebés menores de tres meses. Su lápida es un pedazo tosco de piedra sin pulir.
Ahora, varios de esos edificios de planta circular lucen descuidados, abandonados y secos. Nadie parece haber llorado más a esos muertos y es posible que a muchos de ellos tan solo les hayan llorado esas mujeres que cobran por hacerlo.
Así, abandonada, también luce la tumba del geógrafo Luis Tufiño, el mismo que en 1936 dispuso la construcción del primer monumento en homenaje a la misión geodésica francesa. Su cripta es una parcela empotrada entre dos mausoleos familiares, cubierta con tierra seca y dispuesta a servir de estantería para los implementos de limpieza de los parientes de los otros.
Pero la mujer no sabía nada de eso ni era de aquellas lloronas a sueldo. Ella lloraba la muerte de su hijo a cambio de consuelo, lidiando con el desmayo, inconsciente también de que su llanto plañidero ha sobrevivido a los siglos y se ha transformado como las figuras de un caleidoscopio. Cuando el cofre entró en el hueco, la mujer calló y se hizo el regreso sin versos, sin canto. Apenas llorando.
La vida es como una pausa entre dos tiempos mucho más duraderos, decía el filósofo y músico chileno Eduardo Carrasco. Tal vez es esa clase de pausa que llega con el agotamiento y que provoca el sueño. O es, a lo mejor, como un trance, como la borrachera que finalmente venció al cuñado del muerto: un tiempo de delirio que amortigüe la partida del hombre. Ni siquiera el miedo a morir, sino solo a la ausencia, al hueco, al vacío. Aristóteles decía, palabras más, palabras menos, que quien le tema a la muerte se cree sabio sin serlo, pues no es posible dejarse vencer por el miedo a algo que no podemos saber si nos dañará o será, quizás, la bendición más grande en nuestras pausas.