Por Diego Cazar Baquero / @dieguitocazar
Fotos: Fluxus Foto.
Mateo Acuña Méndez cumplió 16 años en diciembre del 2017 y ahora ha llegado acompañado de su padre, para votar por vez primera. Su motivación, aunque no estuviera obligado a hacerlo, fue la curiosidad de ser parte de lo que siempre vio como un ritual de los adultos. La intriga de la espera por los resultados, la curiosidad por saber cómo se organiza una jornada electoral en todo un país y el encanto del voto secreto detrás de un biombo atrajeron su atención desde niño. “Me daba curiosidad de saber qué se siente ser parte de la historia –dice Mateo, locuaz y suelto de palabra–, poner ese mínimo grano para que se aporte a la historia en el Ecuador”.
En agosto del 2016, Mateo viajó a Brigham, en el estado de Utah, en EEUU. Fue a ver a su madre y se quedó allá durante un año. Llegó cuando los estadounidenses y los latinos habían votado por una opción para la presidencia de su país, pero la otra opción estaba a punto de encaramarse en el sillón de la Casa Blanca. Aún con 15 años, este adolescente ecuatoriano llegó a la tierra de Abraham Lincoln pero se encontró con Donald Trump.
En Brigham, la vida transcurre tranquila. Lejos del vértigo de una gran ciudad, Mateo creyó que había llegado al lugar donde quería quedarse. Pero enseguida pudo vivir los contrastes: el exceso de vigilancia, la indefensión en la que se encuentra un latino en una tierra donde el discurso presidencial aguza la xenofobia y el racismo, la sensación de paranoia y el discrimen contra quienes tienen “la piel un poco menos clara que la de los americanos” le hizo devolver la mirada a su pequeño país sudamericano y lo que antes le daba igual empezó a importarle. “Yo vi desde allá cómo mi país se estaba cayendo a pedazos justo cuando se escogió a Lenín [Moreno], veía las protestas frente al Consejo Nacional Electoral… y si a mi país le pasa algo mientras yo estoy afuera, me afecta, pues. ¿Cuánto tiempo llevamos así? Los últimos 25 años han sido gobiernos mediocres, que mienten, que roban, solo les interesa ellos mismos”.
En julio del 2017, Mateo volvió. Dice que llegó con la intención de cambiar las normas colegiales como un ejercicio para aprender a cambiar algún día las leyes ecuatorianas. Se sintió diferente a los demás de su edad y se reconoció también como un migrante que había vuelto. Sintió que un año afuera se sentía como diez. Comenzó entonces a pensar en el sentido de la democracia: “Para mí la democracia es algo que influye en todos. Yo soy libre de expresar lo que yo quiera, de seguir a quien yo quiera y yo soy libre de influir en la política como yo quiera”. Pensó en los derechos de los ciudadanos de a pie y en el valor de sus propios juicios: “Darse cuenta de que [Rafael] Correa no hizo nada bien al ponerse a pelear con el presidente actual me hizo ver que él lo que quiere es el poder. La gente no debería dejarse llevar por lo que le está diciendo una persona de poder, sino por su criterio propio”. Mateo se hizo preguntas. Muchas preguntas. Y ha comenzado a responderlas.
“Me parece que la política siempre tiene trampas, siempre tiene algo que no le hace que tenga uno ganas de votar y ser parte de eso, porque hay tanta corrupción, la sed de poder, de ser más un dictador que un líder del pueblo”. Cuando lo dice de corrido parece decidido a descargar un discurso eterno y letal. Avienta sus manos y pesca todas las ideas que vienen a su mente. Pregunta de nuevo y responde de nuevo: “La democracia nos define como seres libres, ¡pero no somos libres! Si fuéramos libres podríamos decir que no queremos votar, ¡pero si yo a los 18 no quiero votar me ponen una multa! ¡Eso no es democracia, eso no es libertad!”.
Mateo Acuña Méndez tiene 16 años y es ahora un Mateo muy distinto al que viajó a EEUU en el 2016. Ha crecido en estatura y también en palabras. Sus preguntas y sus respuestas crecen y crecen y lo que antes daba igual ahora importa. “Estoy ejerciendo mi derecho democrático de votar, no porque me interese la política sino porque quiero ver cambios. Al fin estoy siendo parte de algo más grande y no me estoy quedando atrás, viendo cómo el país se cae a pedazos, sino que estoy contribuyendo para que haya un cambio”.
Mateo Acuña Méndez aparece empadronado por primera vez y es uno de los 669 598 adolescentes de entre 16 y 18 años que gozan del derecho al voto facultativo en Ecuador. Él es parte de ese 5,1 % del electorado nacional a quien, según él, le vale un bledo la política. A veces, él se siente un ave rara.
Esas rayas que Mateo acaba de imprimir sobre la papeleta sirven, cuenta él, para que “en un futuro no se repita lo que pasó con [los expresidentes Lucio] Gutiérrez o con [Abdalá] Bucaram, que venían, el pueblo les quería mucho y al final fueron una decepción porque salieron robando”.
Pero, aunque ahora a Mateo ya no le da igual y aunque deposite tanta esperanza en su primer voto, él no come cuentos: “En Ecuador todavía hay ese tipo de política basura, oscura, en la que solo importa la plata y el poder, y no el pueblo”.
Su padre mira a Mateo en silencio cuando se acerca a la mesa y por primera vez presenta su cédula, recibe una papeleta, se agazapa detrás del biombo y raya con su puño. Su padre le había dicho antes que se informara sobre las preguntas por las que iba a votar. Le había sugerido que investigara y le había dicho que votar es un acto de responsabilidad. El padre sabe. El hijo pregunta.