Por Francisco Ortiz / La Barra Espaciadora
Existe un viejo adagio que dice que somos esclavos de lo que decimos y dueños de lo que callamos. Pero lo cierto es que la palabra es un arma de doble filo, no somos sólo lo que decimos, sino también cómo lo decimos. Estamos configurados por el qué y por el cómo: por el fondo y por la forma. Nuestro lenguaje, además, es el vehículo de nuestro pensamiento, es una prolongación de él: cuando hablamos nos ponemos en evidencia, nos desnudamos, porque nuestras palabras nos delatan.
Gracias a la palabra podemos sembrar la felicidad y la rabia, la ilusión y el desaliento, el amor y el odio. La palabra nos condena, nos juzga, su eco nos esclaviza o nos libera. En cambio el silencio nos exime, nos protege de pugnas y juicios, nos libra de la responsabilidad de decir algo tonto, incongruente o poco original.
¡Bendita sea la palabra!, porque sin ella todos los seres humanos pulularíamos y nos reproduciríamos, mudos, tras las sombras proyectadas de un andar espiralidoso. Sin embargo, la palabra llegó para quedarse, ahora nada somos sin ella. Y con su llegada aparecieron también hombres y mujeres capaces de transformarla en víctima o victimaria: los hacedores del discurso se construyen, paradójicamente, en silencio, a la sombra, pero a imagen y semejanza de sus propias virtudes o perversiones.
Michel Foucault planteó ya que «en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad.»
Hacedores de discursos han existido muchos, y desde tiempos inmemorables, pero a los más contemporáneos, a los de hoy, es fácil reconocerlos porque repiten los discursos que ya fueron dichos, y los reeditan, convirtiéndolos en prefabricados, enlatados, embotellados y nuevamente listos para ser vendidos. Sin embargo, esos discursos muertos aún matan, sin importar que sean de izquierdas o de derechas, con el agravante de que, cuando se dan cuenta de que su fórmula ya no surte efecto, echan mano del insulto y del ataque personal, fundado, por lo general, en mentiras:
“¡Pero de lo que el pueblo alemán se percata, lo que diariamente tiene ante sus ojos en la forma más crasa, es el desenfreno, la intemperancia en el comer y en el beber y la especulación, de lo que hace ostentación el abierto escarnio del judío! El así llamado estado libre alemán se ha transformado en el refugio donde estas sabandijas pueden enriquecerse desenfrenadamente”. (Adolf Hitler).
Tras esta clase de agoreras argucias hay gente perversa que las amplifica o las secunda, que las construye o deconstruye en peroratas. Gente con la moral del mismo anchor de sus bolsillos. Estos son los peores, los más cercanos al poder y al poderoso.
«Yo les pregunto: ¿Es la confianza de ustedes en el Führer más grande, más fiel e inquebrantable que nunca? ¿Están ustedes completa y absolutamente listos para seguirlo donde quiera que él vaya y hacer todo lo que sea necesario para llevar la guerra a un victorioso final? » (Joseph Goebbels)
La apropiación de discursos antiguos, así como de personajes, palabras e íconos, se ha convertido en una práctica deliberada, basta ver de arriba a abajo a nuestra América Latina. Estas invocaciones cuasi espiritistas a personajes históricos y la usurpación de líneas de su discurso, cada día parece dar mejores resultados. Es muy elevado el número de individuos que funcionan en el terreno político como podría funcionar un reproductor de mp3, un CD o un loro: por repetición. Sin embargo hay quienes son más o menos hábiles al hacerlo.
Existe, por ejemplo, la apropiación de la figura de Simón Bolívar y de su sueño libertario, el crear una sola América Latina, poderosa, imbatible, la Patria Grande, como la llaman ahora:
«La atroz e impía esclavitud cubría con su negro manto la tierra de Venezuela, y nuestro cielo se hallaba recargado de tempestuosas nubes, que amenazaban un diluvio de fuego. Yo imploré la protección del Dios de la humanidad, y luego la redención disipó las tempestades. La esclavitud rompió sus grillos, y Venezuela se ha visto rodeada de nuevos hijos, de hijos agradecidos que han convertido los instrumentos de su cautiverio en armas de libertad. Sí, los que antes eran esclavos ya son libres; los que antes eran enemigos de una madrastra, ya son defensores de una patria. (Simón Bolívar).
Los autoproclamados herederos de Bolívar son justamente dos personajes que han tenido a Venezuela bajo su mano los últimos quince años. Hugo Chávez, en particular, fue quien intentó generar un pensamiento emplazado en la geopolítica y de fuerte contenido latinoamericanista y anticolonial. Su propuesta de unidad latinoamericana no hace otra cosa más que rescatar el discurso de Bolívar, la visión de que América Latina debería formar un solo ente geopolítico autónomo y soberano, como medio para integrarse en igualdad de condiciones en el sistema internacional.
“… hay mucha gente que piensa y piensa y piensa y poco hace para hacer realidad lo que ha pensado; aquellos hombres (Bolívar y Martí) pensaron y se fueron a la batalla y murieron y dieron todo por la libertad y por llevar a la realidad sus ideas revolucionarias, sus ideas de justicia, de independencia y de libertad; pues vamos nosotros a estas nuevas batallas de hoy, no nos queda más alternativa que nutrirnos, prepararnos, pensar con ellos, por ellos, para ellos, para nuestros pueblos e irnos a las batallas políticas, a las batallas sociales, a las batallas económicas, a las batallas por la integración que hoy estamos retomando con mucha fuerza pero que vienen de allá, ya ellos lo habían señalado”. (Hugo Chávez).
A pesar de su locuaz y tejida retórica, cuando Chávez entraba en confianza o intentaba ser simpático, sometía a sus seguidores y simpatizantes a tremendas odas a la barbarie, donde la palabra no era más que una maltrecha herramienta de proyección de sus más intrínsecos razonamientos. Foucault habló sobre la adecuación social del discurso, pero esto es ridículo:
Qué decir de su heredero. Hace pocos meses, cuando trataba de hacer una analogía entre la multiplicación de acciones de la revolución bolivariana en la educación y la multiplicación de los panes y los peces bíblicos dijo lo siguiente:
Se dice que quien mucho habla mucho yerra. En esto Nicolás Maduro es un experto. En tan solo nueve meses como mandatario se ha convertido, a punta de disparates y errores, en una figura notoria dentro y fuera de su país. Son ya célebres sus famosas confusiones entre estados y ciudades de Venezuela, capitales de países, ha cometido feminicidios léxicos (“los millones y las millonas…”); ha tenido diálogos imaginarios con pajaritos encarnados del difunto que lo antecedió, y su última y más célebre acción: decretar el 8 de diciembre como el «Día de lealtad y el amor al comandante supremo Hugo Chávez y a la Patria». Esta celebración entró en el calendario conmemorativo venezolano a través de un decreto ejecutivo publicado en la Gaceta Oficial, con el propósito de que el pueblo pueda proclamar “su amor infinito» al ex comandante Chávez.
En Latinoamérica esta clase de gobernantes y políticos proliferan, lo que hoy se escucha en Venezuela no es un caso aislado o coyuntural. Lógicas similares, con matices varios, se reproduce en Ecuador, Bolivia, Colombia, Perú, México, y de más, con diferentes propósitos. Esta autollamada nueva clase política continúa pensando que los latinoamericanos somos giles, que mamamos gallo, como diría García Márquez. La gente de a pie, la que patea calles o araña surcos, tarde o temprano siempre ha despertado y cuando lo ha hecho ha sido con furia, de verdad y definitivamente. Jamás ha existido palabra ni discurso que frene la rabia de un pueblo maltratado, fatigado. Estos gobernantes y políticos no deberían olvidar que cuando hablan se ponen en evidencia, se encueran, y sus palabras los delatan más que sus propios actos.