La Barra Espaciadora
¿Quienes mueren son mujeres? No, las mujeres no se mueren, ¡a las mujeres las matan! A las mujeres las matan los hombres que han sido adiestrados desde críos en casa, luego en la escuela, y después en la vida adulta para ser machos a carta cabal y olvidarse de amar. Esos machitos crecen creyendo que maltratar, perseguir y matar es símbolo de hombría y de valor, y que amar es cosa de cobardes. Ese modelo es patriarcal, violencia de género.
Son mujeres quienes enfrentan a esa violencia machista de un Estado fálico que invierte millones de dólares en enseñar a sus ciudadanos a ser ‘bien varoncitos’, patriotas y nacionalistas, a “dominar” a la naturaleza para ser más productivos y competitivos, a insultar al detractor y a ser buenos prepotentes sin que importen los argumentos, y a no llorar. O sea, machos a carta cabal. No demuestres amor. No hagas notar que estás enamorado. ¡Pórtate varón!
El modelo patriarcal se lleva consigo a hombres y a mujeres con sus mandamientos.
Desde el 2014 hasta hoy, 10 mujeres han sido asesinadas por ser mujeres en la provincia de Imbabura, y 316 en todo el país, según los registros de la Secretaría de Derechos Humanos (ex ministerio de Justicia, Derechos humanos y Cultos). ¿Cuántas mujeres más no han sido reportadas todavía o no lo serán nunca? ¿Cuándo hablaremos de aquellas otras formas de violencia cotidiana, como la indiferencia, el menosprecio, la burla? Golpear, matar y violar físicamente no son las únicas maneras de agredir y resulta muy peligroso que tengamos que esperar que esto ocurra para ponernos en alerta.
Los que crecieron machos violan, acuchillan, linchan, persiguen, amenazan, disparan, encierran, golpean y ordenan armar brigadas de odio –como machos que son– contra otros seres humanos, en nombre de una entelequia groseramente masculina llamada patria o república, en la que no tiene lugar el amor ni la acogida sino es apenas en el discurso demagógico de los políticos.
Pero los machistas son también transeúntes comunes, empleados públicos o privados, padres, esposos, hijos que se olvidaron de cuando necesitaron la mano de alguien, un bocado de comida, un vaso de agua o un abrazo. Y lo son también jueces y fiscales, asambleístas, presidentes y expresidentes ciegos de poder. De donde vengan, hagan lo que hagan, los machos se dan de justicieros: en la casa, en el barrio, en sus trabajos o en las redes sociales, y creen que eso está bien. Se creen destinados a vengar a las mujeres muertas y solo consiguen mostrarse primitivos, brutos y multiplicar su violencia. Los machos usan las manos, las vergas, los cuchillos y las palabras tan solo para penetrar. Olvidaron cómo se ama.
Los machos esperan cualquier pretexto, cualquier orden superior de algún otro macho más poderoso y salen, en hordas rabiosas y babeantes, a descargar su testosterona contenida contra todo aquello que les resulte débil, vulnerable, inferior. Salen a luchar contra el crimen con su fuerza bruta, porque han contenido durante años sus complejos de inferioridad, su mediocridad y su resentimiento contra el sistema patriarcal que les ha hecho creer que deben ser y parecer muy machitos. Ahora, estos seres han hallado la posibilidad de transformar su falta de amor en delincuencia disfrazada de justicia. Justicia por su propia mano, por su propio miembro, por su propio verbo.
Los machos no aprendieron a cuidar ni a parir. O se les olvidó en el camino. No pueden acoger a quien lo necesita ni alimentar con cariño. No saben cómo abrazar con fuerza, sinceramente. No son capaces de escuchar y no saben lo que es sobrevivir. Carecen de amor. En cambio, quienes soportan silencio, indiferencia y cinismo se dan la mano, se besan, se abrazan para enfrentar a la impunidad bajo el abrigo del feminismo. Quienes se convocan, se reúnen y gritan por las 600 mujeres asesinadas y violadas durante los últimos cuatro años en Ecuador se acogen entre sí para asfixiar a la violencia de género y a toda violencia. Enseñan a amar. Nos hacen recordar. ¿Qué hay que hacer para ser no machos? Quizás acordarse. Acordarse de amarnos.
Nosotras
20 de enero del 2018
Hoy nos han dicho que las atrocidades asestadas en el cuerpo de Diana y en el de Martha deben ser leídas desde el discurso oficial: la violencia de género ha quedado relegada a lo anecdótico. Han dicho “relación sentimental” como si con eso avalaran el supuesto derecho que un hombre tiene de maltratar a una mujer hasta quitarle la vida. Han dicho “rasgos psicópatas”, expulsando a los agresores de los sagrados territorios de la hombría para que ocupen exclusivamente los de la monstruosidad. No pasa por la boca del poder ni por asomo la palabra ‘femicidio’. Lo que el estado hace es imponer la lectura que mejor le cuadra: el hombre que agredió es extranjero o está enfermo, entonces, el honor de la ‘patria’ ha sido burlado. Por eso, el estado saca su falo desgastado y orina odio para demarcar el territorio: vigilar fronteras, controlar documentos, regular la entrada al país. El poder, desde su lógica patriarcal, usa palabras como “antisocial”, “integridad”, “brigadas”, “control”, “inmigrantes”, “permiso”, “delincuencia”, “crimen”. Nos quiere confundidxs. Nos quiere atolondradxs.
Digámoslo de otro modo: al patriarcado le gusta insinuar que el feminismo no sirve para nada y que nuestra lucha es imaginaria. Que las mujeres debemos ser tratadas como nos merecemos ser tratadas porque para eso nacimos: íntegras madres, hijas, compañeras, débiles seres sedientos de protección oficial. Al poder le interesa que el dolor de nuestros cuerpos agredidos desaparezca, atribuyéndolo siempre al ámbito de lo irreal: creamos dolor imaginario porque somos histéricas, y si hay un dolor real es el que nos ha sido legado celestialmente, ese que nos santifica y nos hace ser abnegadas y sacrificadas. La mujer que le interesa al patriarcado no debería conmoverse con el dolor de otras mujeres ni salir a las calles para transitar los territorios de la indignación. Al poder no le conviene que estemos juntas ni que otros hombres, hartos ya del peso que el patriarcado pone sobre sus hombros, sean nuestros aliados. No quiere en lo absoluto que abracemos en nuestra lucha otros tipos de feminidades, otros tipos de vulnerabilidades, incluyendo a los que migran y a los cuerpos patologizados y estigmatizados. No le conviene porque hacemos mayoría. Al patriarcado no le conviene que sigamos imaginando el momento exacto de la violencia contra nosotras –Martha, Diana, Karina, Vanessa, Valentina, Marina, María José y tantas, tantas otras– porque la conmoción que nos ha causado ese acto de rememoración nos ha hecho despertar. Al patriarcado no le convenimos despiertas. Al patriarcado no le cuadra que pensemos desde otros lugares, que recordemos a nuestras muertas, que sepamos con claridad quién las mató y por qué las mató.
Lo que sí le conviene al patriarcado es distraernos con el discurso médico: no eran hombres, eran psicópatas.
Al patriarcado le conviene confundirnos con el discurso xenófobo: no hay que pensar en nuevas masculinidades; sin embargo, hay que vigilar y criminalizar a los que migraron y llegaron a pedir posada.
Al patriarcado le conviene decirnos que esta es una cuestión entre buenos y malos.
Al patriarcado le conviene desubicarnos para poder seguir matándonos.
El patriarcado, que tiene el poder pero no la potencia, no le conviene que hayamos perdido el miedo.
Se va a caer y nosotras continuaremos abrazándonos y sosteniéndonos con toda la fuerza de nuestra nueva libertad.
Karina Marín
Nunca había sentido una sensación de rechazo hacia los hombres, incluso con mi esposo.
No me había dado cuenta de que llevo apenas dos años aprendiendo a confiar en los hombres que me quieren y lo demuestran.
No me había dado cuenta que llevo 26 años protegiéndome, teniendo cuidado, huyendo, creciendo unos centímetros al caminar, rezando para llegar a casa sana.
No sabía que aprendí a enojarme para ocultar mi miedo, que no aprendí a decir no.
Ayer lo experimenté por primera vez, ayer me sentí sola, ayer quería ser abrazada solamente por mujeres.
Me sorprendí a mi misma así, llorando en la tina de mi casa, preguntándome porque está pasando esto.
Me pregunté si mis mujeres se habían dado cuenta de esta sensación, si la compartían.
Me pregunté si es saludable. Si sirve de algo. Si era mi culpa. Si era la culpa de alguien más.
Después de pasar todo el día buscando una respuesta, la encontré en un acto de amor.
Un amigo me encontró en la calle y antes de saludar me abrazo.
Llore a gritos. Sin poder respirar. Con el dolor en el pecho.
La única manera es desde el amor.
Les invito a todos y todas a descubrir sus propias reacciones, analícenlas, cuestiónenlas, descubran la compasión y la humildad con ustedes mism@s.
Todo se puede lograr a través del amor.
El dolor y el sufrimiento son parte del camino.
Me abrazo, te abrazo, nos abrazo.
Rebeca González
Vi la cara del feminicida de Diana. Es un pelado de 22 años: empobrecido, seguramente en situación económica y migratoria precarias. Incluso en esas condiciones de pobreza la estructura patriarcal le permite ejercer violencia hacia las mujeres. Hacia la que seguramente él consideraba «su mujer».
Viéndole la cara, casi imberbe, recuerdo la frase que nos enseñó Marcela Lagarde: «los hombres tienen derecho a no ser violentos». A los varones se les enseña desde chiquitos a sentir que tienen derecho a servirse sexual, emocional y domésticamente por las mujeres. Se les enseña, como la masculinidad es un artificio, a probarla constantemente ante sus pares. Se les enseña que no pueden ser mujeres, homosexuales o niños. Nuestros cuerpos son solamente recipientes de esa violencia o comunicantes del poder que pueden ejercer sobre nosotrxs para mantener entre ellos el pacto de superioridad patriarcal.
Vean a un guagua chiquito. Los niños pequeños no vienen al mundo a violar, a matar o a agredir. Es la sociedad la que les enseña que tienen que demostrar su hombría y usarnos para el efecto. Es la sociedad la que les enseña que las mujeres somos cosas y que pueden agredirnos y hacer uso de la violencia si alteramos el orden de sus voluntades patriarcales.
Así, un chico empobrecido, migrante, marginalizado, quizás no tiene poder alguno pero sí el poder de privarle de la vida a su pareja, a la mujer que seguramente le quiso y confió en él. Esa es la violencia que debemos atacar. La que atraviesa todas las clases sociales. La que hace pensar a los hombres que somos «sus» mujeres. La que permite que un pelado de 22 años tenga una larga condena porque no pudo gestionar de otra manera su bronca. La nacionalidad de él es irrelevante, pudo haber sido de cualquier lugar. Es un hombre en una sociedad machista. Un hombre empobrecido y precarizado que, como dice Rita Segato, no tiene más poder que ejercer para demostrar que es un hombre que el de disponer del cuerpo de su pareja mujer.
Matamos nuevamente a Diana cuando invisibilizamos la causa de su muerte. La cadena perpetua que pide Cinthya Viteri no nos va a devolver a nuestras muertas. Los controles migratorios de los que habla Lenin no van a disminuir la violencia hacia las mujeres. La guerra civil que se va a desatar en contra de los y las venezolanos va a profundizar la violencia de todos los tipos.
Entre ellos hay niños que se abren a la aventura de la vida y que tienen derecho a no ser violentos.
Pepita Machado