Por Nancy Gabriela Burneo / Para La Barra Espaciadora
@negrabiennegra
Papá no podrá nunca pagarte los caprichos,
a lo dicho, a buscarse la vida.
Mientras la empresa laboral te arruina,
no hay otra cosa, no puedes hacer nada,
aguantas la injusticia por la puta cara,
la cuarta parte de tu sueldo que se esfuma, como la espuma.
Mientras trabajas y duermes, duermes y trabajas…
Y todo, ¿a cambio de qué? tú lo sabes, yo lo sé,
llegar a tropezones a final de mes…
Se acabó, tu paciencia se agotó,
te cansaste de sentir la esclavitud, ahora juegas tú…
Arriba los buscavidas, Arianna Puello
Mapas mentales
La mansión Gangotena, ahora hotel boutique, forma parte de un conjunto arquitectónico digno de postal. Ubicada en la esquina suroccidental de la plaza de San Francisco, en pleno centro histórico de Quito, tiene en frente la iglesia del mismo nombre; de lado, otras edificaciones coloniales bastante bien conservadas, y por si fuera poco, palomas revoloteando alrededor. Ya adentro, los huéspedes disfrutan de “un estilo elegante y sofisticado, con diseño contemporáneo, antigüedades, finos acabados, la más moderna tecnología y el máximo confort” (tríptico promocional). En vista de las fronteras delineadas por los mapas turísticos, seguramente no conocen que, a tan solo cuatro cuadras hacia arriba, por la calle Bolívar, queda la cárcel más grande de la ciudad.
Iniciada su construcción en 1869, el mismo año de expedición de la tristemente célebre Carta Negra, durante el gobierno del conservador Gabriel García Moreno, el área destinada al Panóptico, como se lo conocía en la época, fue la cumbre de una cuesta pronunciada, la de la actual calle Rocafuerte, en las estribaciones del volcán Pichincha. Al norte está la colina de El Placer y al sur se encontraba por entonces la quebrada de Jerusalén.
Con la distancia que lo separaba del centro de la ciudad y rodeado de colinas, canteras y precipicios, el Panóptico fue conjurado. Con la distancia se conjuró también otros sitios altos del casco urbano, como la misma zona de El Placer, cuyo nombre provenía de haber sido el sitio de descanso del inca Huayna Capac. Este nombre se conservó hasta hoy, pero adoptó otras connotaciones durante los primeros años de la República, cuando se instalaron allí pistas de baile, casas de citas y cantinas como El Mirador o la Casa de Mama Rosa[1]. Eran estas señales tempranas de un urbanismo republicano que destinaba espacios separados para santos y pecadores. Los muros del Panóptico, en sus cinco pabellones radiales de tres plantas, eran palpable muestra de estas fronteras silenciosas, como lo eran los muros del convento del Buen Pastor, en La Recoleta. La congregación homónima fue traída por el mismo García Moreno en 1870, para “reformar a las mujeres delincuentes, de vida licenciosa y costumbres perniciosas”, y preservar a las que “estaban expuestas a ser víctimas de la corrupción del siglo”[2].
Bien entrado el siglo XX, la distancia física entre el ex penal García Moreno y el resto de la ciudad se acortó, luego de que se realizara el relleno del flanco occidental de la quebrada, la parcelación de quintas y haciendas de zonas aledañas y la consecuente dinamización del mercado y el tráfico de tierras. La distancia se acortó también respecto de La Recoleta, donde estaba instalado el presidio femenino, de todas formas siempre más a mano como auxilio de los hogares con mujeres consideradas de mala vida. Sin embargo, nada ha podido contra el mapa mental que separa a los presos de la “gente de bien” y que hace a una parte importante de la población local tan extranjera respecto del ex Penal como los huéspedes de la mansión Gangotena.
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Quito, probablemente segunda década del s. XX. Panorámica del Panóptico. Foto: autor desconocido. Archivo Fotográfico del Ministerio de Cultura del Ecuador.
Premio o castigo
La toma social de distancia tiene el efecto de que no nos importen las personas presas -o privadas de libertad (PPL), si preferimos los eufemismos-. Parece un consenso tácito, más cercano a la conciencia cristiana del pecado que a alguna conformidad con las leyes, que los presos y las presas tienen que mantenerse purgando su culpa para obtener el perdón a gotas. Esto se percibe en la indiferencia generalizada e incluso en las más altas jerarquías del Estado, cuando se dice: las visitas, por poner solo un ejemplo, “son un privilegio de las PPL” y “ese privilegio se lo gana”, como aseguró el Ministro de Seguridad, José Serrano, el 4 de diciembre del 2013[3]. La misma indolencia se expresa en los círculos más relegados de poder, cuando los y las guías carcelarias improvisan disposiciones arbitrariamente para hacer más difícil una situación que por sí misma ya es difícil.
Se trata de lógicas de premio o castigo. Olvidamos que las personas recluidas ya fueron juzgadas y que esta privación de la libertad no debe significar adicionalmente no acceder a la justicia, como sucede en la práctica. De hecho, poder ampararse en el mismo sistema dentro del cual se ha sido juzgado, y poder confiar en que el encierro no suspende los derechos, son condiciones mínimas para que la privación de libertad pueda verse de alguna forma como “rehabilitación social”.
Por supuesto que los delitos a la vida deben juzgarse, pero estos no constituyen el mayor porcentaje de la población carcelaria. Y aún si este fuera el caso, lo realmente peligroso para cualquier sociedad es crear o permitir la existencia de lugares sin justicia o dignidad. El mayor porcentaje de población carcelaria está constituido por quienes cometieron delitos relacionados con drogas: tenencia, tráfico, sobre todo microtráfico, e incluso hay gente por consumo. Las cárceles del Ecuador, y seguramente las de muchos países de América Latina y el mundo, son el reflejo de largos años de una “lucha antidrogas” liderada por Estados Unidos. Una guerra que apuntó a los eslabones más débiles de la larga cadena del tráfico. Son los trofeos de esta “lucha”, son quienes incrementan las cifras que justifican la intervención.[4]
A pesar de que la Constitución del 2008 señaló de manera expresa que existen consumos problemáticos y no problemáticos, y que los segundos son un problema de salud pública y no de criminalidad, en la práctica ocurren todavía detenciones a consumidores.
No hemos sido capaces de inventarnos algo mejor que el encierro -naturalizado como si existiera desde el principio de los tiempos-, y en las detenciones a consumidores el oscurantismo opera doblemente: sobre los cuerpos y sobre su emancipación. En el microtráfico, en cambio, históricamente han sido casi nulas las consideraciones sobre cantidad o tipo de droga vendida; mucho menos consideraciones que tengan que ver con los contextos sociales del expendio.
Si bien es cierto que actualmente existen avances en el tema propiciados por voces dentro del mismo Estado que proponen, tanto en espacios nacionales como internacionales, revisar las políticas de drogas, resuena a la par y con más fuerza un discurso oficial sobre la seguridad, al estilo de “los más buscados”, que permea las prácticas policiales y los procedimientos judiciales, como cuando se requisa por si acaso o se abusa de la prisión preventiva.
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Quito, probablemente 1930. Vista del Panóptico. Foto: autor
desconocido. Archivo Histórico del Ministerio de Cultura del Ecuador.
¿Transformación del sistema de rehabilitación social o nuevos edificios?
El discurso de la seguridad ha resonado también con más fuerza que otros en la construcción de nuevos centros de rehabilitación social. Al presentarlos, por ejemplo, la explicación más importante que ofreció la autoridad de turno fue la manera en que la distribución arquitectónica y de la población carcelaria evitará el contacto entre distintos grupos de presos/as para que no se armen o rearmen bandas delincuenciales. Igualmente, se dieron detalles como la ausencia de conexiones eléctricas en las celdas. En otras ocasiones también se ha hablado, hay que reconocerlo, de programas renovados de formación para guías y nuevo personal, así como del aumento de actividades educativas, laborales o culturales. No obstante, no queda claro aún cuál es el cambio fundamental que nos debe llevar a hablar de un nuevo sistema de rehabilitación social.
Sería torpe y cómodo negar que era imprescindible solucionar las condiciones de hacinamiento y miseria en las que se encontraba la población carcelaria. Pero si hablamos de un cambio de época, lo mínimo necesario es que el gobierno acepte el cuestionamiento de si existen planteamientos conceptuales renovados en la rehabilitación social o solo nuevas edificaciones. Algún momento tiene que dejar de citarse, igualmente, el argumento de que en este gobierno hay mayor inversión social, en este caso en rehabilitación social, que eso no es lo que se pone en cuestión, para dar lugar a discusiones sobre el modelo carcelario.
La discusión sobre modelos carcelarios distintos aparece ahora como una quimera. Pero no se la debe abandonar ni a corto ni a largo plazo. Igualmente, es imprescindible ahora la vigilancia de los traslados carcelarios que están por venir, pues los primeros no se parecieron en nada al discurso de derechos humanos que enarboló el Ministerio de Justicia, más bien imitaron al castigo. El traslado al Centro Regional de Latacunga, por ejemplo, ocurrió sin que estuviera terminado el edificio y con servicios limitados de luz eléctrica y agua potable. En un clima frío, los PPL trasladados recibieron un uniforme de tela delgada y la mínima cantidad de mudas de ropa interior y medias. La comida fue insuficiente al menos durante un mes y las personas enfermas, incluso con enfermedades catastróficas, no recibieron la atención necesaria. Una de las condiciones fundamentales para lograr rehabilitación es el contacto con familiares y amigos, sin embargo, tampoco pudieron llamar a sus familiares, y la organización de visitas, al menos en un comienzo, fue bastante caótica. Los días y horarios para ello también se redujeron. Las medidas para controlar el ingreso de objetos prohibidos incluye auscultar los genitales. Muchas mujeres han denunciado que este chequeo se les ha practicado usando los mismos guantes para todas. Por otra parte, todavía no se ha iniciado ninguna actividad educativa, laboral o cultural, por lo que los reclusos permanecen veinte horas en la celda, sin recibir ni siquiera sol.
En conclusión, no existían las condiciones para realizar este traslado cuando se lo hizo. Así, a la práctica del castigo se sumó que el proceso de traslados, aparentemente, no estuvo libre de ciertos manejos políticos. Para muestra, una breve cronología:
Viernes, 21 de febrero: traslado de los primeros 351 PPLs del Penal García Moreno al Centro Regional de Latacunga.
Domingo, 23 de febrero: elecciones seccionales. Antecedente: promesa de campaña de sacar el ex Penal del centro histórico de Quito.
En el interín, el sábado 22 de febrero, la excarcelación simbólica del general Eloy Alfaro, símbolo y mártir de la Revolución Liberal de 1895, en acto oficial. Para recuerdo de ese acto, permanecen algunas pancartas que cuelgan de las columnas de los muros exteriores del recinto carcelario. Es quizá el preámbulo de una memoria a fortalecerse próximamente, en el marco de la intervención patrimonial en el tradicional barrio de San Roque (también objeto del discurso de seguridad), que seguramente no contemplará las historias de los demás presos; mucho menos las de las mujeres que trabajan un poco más allá, en la llamada “zona de tolerancia”.
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Quito, 1976. Vista panorámica del ex penal García Moreno, de occidente a oriente, desde El Panecillo. Foto: autor desconocido. Archivo Fotográfico del Ministerio de Cultura del Ecuador.
Desacatos necesarios
Habitamos espacios que se crean y recrean en función de actividades, pero sobre todo de relaciones, recuerdos o aspiraciones. Aun cuando la cárcel es un lugar ajeno por naturaleza, tan solo basta ojear presidios como el destinado a mujeres, ubicado en el norteño barrio de El Inca, o el centro de detención juvenil Virgilio Guerrero, para comprobar que existe una apropiación del espacio que apunta a una vida más amable, con más humanidad, al menos.
¿Que si hay hostilidad? ¡Obvio, pues hay encierro! Además, la cárcel es finalmente la extensión de la calle que a veces se nos ofrece adversa. También es, como dice Andrea Aguirre, parte del colectivo Mujeres de Frente [5], la exacerbación de las violencias que se han debido experimentar fuera.
Pero, así como la calle es adversidad, es también lugar de creación de afectos muy fuertes, quizá más fuertes que otros por la misma adversidad. Lo mismo en el caso de su extensión: las cárceles, donde también se hacen amistades sólidas entre internos, internas e incluso guías. Finalmente, se trata también de una convivencia.
Las condiciones en que las relaciones humanas pueden mantenerse vivas, en las que alguien puede seguir perteneciendo a sí mismo a pesar del encierro, nada tienen que ver con la estandarización de las cárceles. Nada tienen que ver con la reglamentación de sus modos y estilos de vida.
Nadie podría estar de acuerdo con que, por ejemplo, se permitan abusos de quien es o se cree más fuerte. Pero si algo bueno produjo el olvido estatal es que, gracias a la ausencia de reglas estrictas para todo, no se haya podido normar la vida: visitar a otros en sus celdas, llamar a familiares y amigos, organizar el baby shower para la compañera y su bebé, escuchar música cuando uno quiera y no solo durante las actividades programadas, prepararse los alimentos, grabar subrepticiamente una canción, vestirse como quiera, tatuarse, emplearse en una tarea creativa para ganar algo de plata, en lugar de preparar mil sobres de tres cromos por los que las empresas pagarán un mísero dólar son cosas fundamentales que peligran con la estandarización carcelaria.
[1] El agua en Quito, Cecilia Ortiz y Sofía Luzuriaga. Quito: Museo de la Ciudad. Documento no publicado, 2005.
[2] En Mujeres e Imaginarios. Quito en los inicios de la modernidad. Ana María Goetschel. Quito: Abya yala, 1999.
[3] La Constitución del 2008 señala expresamente en su Art. 51, literal e, que las visitas son un derecho de las personas privadas de libertad.
[4] Esos ciudadanos presentados como monstruos por los discursos oficiales son también quienes cometieron actos que el Estado y la sociedad han calificado como delitos, entre otros motivos, por ideología religiosa. Actualmente, por ejemplo, se conoce de algunas monstruas que han atrapado in fraganti ejerciendo soberanía sobre sus cuerpos e interrumpiendo un embarazo.
[5] Colectivo conformado en 2006 por mujeres internas y externas.
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