Por Karol E. Noroña / @KarolNorona
Ilustraciones: Melissa Villaruel ‘Melk’.
Camila* estaba exhausta. Había sido un domingo caluroso en Guayaquil y apenas podía caminar después de una larga jornada jugando fútbol. Él la llevó a almorzar y compró para ella su jugo favorito. La alentaba con consejos deportivos para mejorar su estrategia. Ella —cuenta— se sentía nuevamente acompañada: “Pensaba que podía llamarlo ‘papá’ y que le importaba”. Seis años antes su padre biológico abandonó el hogar y la nueva pareja de su madre, Rocío*, parecía querer formar parte de la familia. Camila había cumplido 13 años y para ese día estaba programada la celebración en casa de su tía materna, luego del partido. Hubo pastel y abrazos; deseos y música. Hubo también palabras de aquel hombre que lanzó una promesa a Camila durante la fiesta: “Quiero que me permitas llamarte ‘hija’ y verte crecer”, recuerda. Era mentira.
Camila debía regresar pronto a casa para terminar sus deberes escolares. Él se ofreció a llevarla, mientras su madre ayudaba a su hermana con la limpieza. Era una noche aparentemente tranquila: terminó de hacer sus tareas y, rendida, durmió. A las pocas horas, una sensación extraña la despertó. El padrastro había entrado silenciosamente a su habitación y allí, entre forcejeos, abusó sexualmente de ella y amenazó con golpearla si gritaba.
“No entendía lo que estaba pasando, pero me sentí asqueada. Intenté liberarme y no lo logré. Era una niña, ¿qué es lo que podía hacer en ese momento? Te paralizas por el miedo. Ni siquiera sabía que era él hasta que comenzó a hablarme. Él, quien hace solo unas horas me decía que quería ser mi padre, estaba abusando de mí”, relata.
Camila fue sistemáticamente agredida sexualmente durante casi un año. “Él hacía como si nada pasara. Me veía todo el tiempo con una mirada agresiva, amenazante y luego cambiaba para parecer el papá ideal. Mi mamá no sabía lo que estaba pasando. Yo tenía miedo en mi propio cuarto, temía que entrara cada día. Dejé de salir, de comer, intentaba estar con mis amigas casi todo el tiempo, no quería estar en mi casa”, dice.
Camila bajó de peso y su rendimiento escolar fue decayendo progresivamente. No lograba concentrarse en clases, se sentía nerviosa. Su madre pronto comprendió que algo estaba mal. “Quise decirle tantas veces, pero no podía. Pensaba que él nos podía hacer daño, que quería destruirme… hasta que ya no lo aguanté más y una tarde, después de una pelea, le conté todo a mi mamá. Lo que quería era irme y no volver a ver su cara. Solo quería salir de ahí”, recuerda.
Para Rocío, su madre, fue un golpe duro. “Ella estaba destrozada porque no imaginaba lo que él hacía. Te lo repito. Él parecía un hombre bueno, cariñoso. Pero era un manipulador y se aprovechó siempre de eso. Entonces, para ella fue entender que su hija fue abusada y que el agresor era quien ella amaba y que yo también llegué a querer”, explica Camila.
Cuando su madre confrontó al agresor, él lo negó todo. “Fue violento con mi mamá. Nos amenazó a ambas”, cuenta. Una semana después, con el apoyo de su familia en la Sierra, Rocío decidió salir de Guayaquil junto a Camila y comenzar una nueva vida. “En ese momento no quisimos poner una denuncia porque yo no quería quedarme en Guayaquil. Mi mamá lo entendió y vinimos a Quito. Todo fue muy difícil. Nos escapamos, prácticamente, y ya en nuestro nuevo hogar comencé mi terapia psicológica. Ha sido un proceso largo, pero aquí estoy. Me siento fuerte y por eso decidí estudiar psicología. Esa ha sido mi manera de cambiar en algo una sociedad tan violenta”, asegura hoy Camila, con firmeza.
La historia de Camilia, sin embargo, no es aislada. En Ecuador, un país que está lejos de saldar su deuda con las sobrevivientes de violencia sexual, al menos 3 de cada 10 niñas, niños y adolescentes han sido víctimas de delitos sexuales. Una de cada cuatro víctimas no lo contó, mientras que a una de aquellas tres sobrevivientes que sí avisó, nunca le creyeron. El 65% de los casos de abuso sexual fueron perpetrados por sus familiares o personas cercanas a su entorno cercano: padres, padrastros, hermanos, parejas, exparejas…
Y aún hay silencio: solo el 15% de agresores ha sido denunciado y el 5,3% fue sancionado según datos del Consejo Nacional para la Igualdad Intergeneracional, citados en el pronunciamiento de la institución frente a los casos de violencia sexual en octubre de 2017. En el país, ser mujer significa vivir en el riesgo constante de ser víctima de la violencia: Fiscalía registró 75.868 denuncias por violación desde enero de 2014 hasta el 2 de abril de 2021.
¿Las cifras dimensionan la problemática real? No. Precisamente por aquel grito ahogado de las víctimas que conviven con el agresor en casa es que organizaciones feministas y de mujeres han sido claras en reclamar aquellas cifras moderadas: las violencias están tan presentes en la vida de las mujeres no solo en las calles y en el espacio público, sino en los lugares que deberían ser íntimos y seguros.
Las agresiones no han parado. 136.247 emergencias por violencia intrafamiliar han ingresado a las salas del Servicio Integrado de Seguridad ECU 911 desde el 12 de marzo de 2020 hasta el 3 de julio de 2021. Las alertas por violencia física, psicológica, sexual e intrafamiliar desarrollado por la entidad, arrojan un balance de 284 agresiones denunciadas a diario en una nación golpeada por la corrupción y la falta de políticas públicas, y en medio de una pandemia que intensificó una realidad que vive en la sombra.
Fue el 6 de abril de 2020 cuando Phumzile Mlambo-Ngcuka, directora ejecutiva de ONU Mujeres, dijo que el encierro, una medida para evitar la propagación del covid-19, tenía un peligro mortal. Las víctimas de violencia de género intentaban sobrevivir en medio de un confinamiento que las obligó a permanecer con el agresor las 24 horas del día, durante los siete días de la semana.
Madres e hijas sobrevivientes contra el silencio
Mariana* aún no lo sabe, pero es una madre sobreviviente. Ha encontrado en la escritura el desahogo valiente para contar la historia de Sofía*, su hija:
“Esta vez no se trata de mí. No es mi dolor el que debo llorar, el que debo respetar. ¿Cómo le quitas a una niña la imagen tan baja y asquerosa de sentirse observada, violada por el esposo de su madre?, ¿cómo le quitas a una niña el asco de saber que un tipo viejo y sucio se atrevió a ocultarse bajo una cámara para meterse en su espacio, para vulnerar su privacidad?”, escribe.
Es una carta que Mariana nos ha compartido y en la que pone en palabras su dolor, impotencia y frustración frente a la agresión contra su hija de 17 años, quien descubrió a la pareja de su madre intentando fotografiarla mientras tomaba un baño.
“Pensé que mi niña estaba segura, a unos pasos de mí, cerrada con seguro en su espacio, mientras se daba un baño. Del otro lado, la historia se pintaba bonita, un aparente ‘buen padre’ cuidando a su hija. Pero nada era como parecía, porque él ya lo tenía todo calculado: teléfono y cámara perfectamente ubicados. Nada podía fallar porque quizá ya lo había hecho antes”.
Ocurrió a inicios de 2021. Mariana relata en su carta que el agresor se valió de la tecnología de un Apple Watch para intentar fotografiar a Sofía. Sin embargo, el flash encendido de la cámara la alertó y enseguida se lo contó a su madre. El hombre se quiso justificar diciendo que “fue una travesura”.
“Como madre me siento responsable de haber abierto las puertas de mi hogar al enemigo, este que entra sigiloso, cauto y calmo, con una gran sonrisa, este que con astucia va preparando el terreno, anotando y conociendo cada vulnerabilidad, cada detalle, llenando el entorno de falsos ‘te amo’”, relata Mariana en su carta.
Durante años resuena una pregunta aún no resuelta que impulsa al movimiento de mujeres a seguir luchando contra las sociedades machistas: ¿cuándo dejará de cuestionarse a las sobrevivientes de la violencia y quebrar la cultura de la culpa? Precisamente porque esa culpa es un síntoma que se manifiesta constantemente en las víctimas y en sus madres o en aquellas personas en quienes recaen las tareas de cuidado y las responsabilidades de protección. “Se presenta en las víctimas, pero también en sus madres que se preguntan: ¿por qué no lo hice, por qué no protegí como debía, por qué no estuve? —explica la psicóloga clínica Annabelle Arévalo—; es común el miedo a que se pierda la familia, el proyecto de vida. Quienes atestiguan esa violencia sexual —en estos casos, las madres— se sienten culpables por no haber cuidado a sus hijas. Y esos sentimientos surgen como producto de una cultura patriarcal, como resultado de este sistema machista en el que vivimos, que nos hace creer que esa responsabilidad se recarga sobre las madres, las abuelas, las tías, las hermanas; no sobre los padres o hermanos, sino sobre las mujeres”.
Annabelle, quien es responsable del Servicio de Atención Integral para víctimas de violencia basada en género (VBG) del Centro Ecuatoriano para la Promoción y Acción de la Mujer (Cepam) Guayaquil, dice que existe una afectación directa en Rocío y Mariana tras las agresiones perpetradas en contra de sus hijas. Y es clara: son sobrevivientes y tanto ellas como sus niñas necesitan un proceso psicológico especializado que “no se enfoca en hablar de los detalles de los hechos, sino que debe direccionarse en el malestar. Es decir, en los síntomas que pueden tener para encaminar el tratamiento. Es imprescindible que las y los profesionales que las abordamos nos especialicemos en psicoterapia especializada en VBG, que definitivamente tiene un enfoque teórico feminista”, indica.
La terapia psicológica es clave para el proceso de las sobrevivientes. De otra forma, las afectaciones se presentan de forma inmediata: trastornos del sueño, trastornos alimenticios, angustia, síndrome post traumático o ‘flashbacks’. De no ser tratadas y gestionadas a tiempo, explica Annabelle, a mediano plazo pueden generarse pensamientos autolíticos, ‘cutting’ (autolesiones), baja productividad en los estudios, aislamiento social o incluso desarrollar el temor a hombres adultos.
Sanar y quebrar el silencio en una sociedad que condiciona por la culpa y la revictimización supone un camino difícil que, en ocasiones, puede tomar décadas o, en el peor de los casos, no llegar nunca. Muchas sobrevivientes —afirma Annabelle— lo cuentan luego de 10, 20, 30 o 40 años porque ya no pueden más. Annabelle dice que la sintomatología puede llegar a ser tan grave que “llega un momento en el que se desbordan emocionalmente por lo que vivieron, pueden haber muchos intentos de suicidio, consumo de estupefacientes, medicamentos para dormir e incluso enfermedades psicosomáticas reales en su cuerpo: presión arterial, diabetes, problemas en el corazón…”.
Pese a que Annabelle detalla varios de los síntomas que pueden causar afectaciones en la salud y a la vida de las víctimas, no existe un esquema estático o una lista definitiva. En realidad —advierte— pueden llegar a ser “inimaginables si no hay una atención especializada que pueda ir trabajando en ese trauma”.
Agresores de personas con discapacidad
Annabelle analiza el perfil de los agresores. Camila y Mariana contaron en sus testimonios que los dos hombres se presentaron como personas amorosas, cariñosas y aparentemente buenas. “Suelen buscar mujeres con hijas o hijos para luego acceder a esos cuerpos y lo hacen de a poco. Así se presentan, como padres sustitutos y protectores, se van ganando la confianza tanto de las madres como de las víctimas. Ese es otro estereotipo discriminatorio que existe alrededor de la ‘mujer sola’ que debe estar con un hombre protector”, señala. Aquel designio machista —añade— deviene en que se “blinden los hechos de violencia y se encubren muchas veces por esos mensajes culturales”.
Pero, existen otros grupos de sobrevivientes que enfrentan el desamparo absoluto en cuanto a políticas públicas e instituciones. Karina Marín, académica, investigadora, madre de un adolescente con discapacidad, docente y parte de la Red de Mujeres con Discapacidad (RMD), explica que para las niñas, niños y adolescentes con discapacidad hay varios factores que intensifican las vulnerabilidades. “Se aprovechan, sobre todo, de discapacidades que implican la imposibilidad de la comunicación verbal. Como saben que viven en un país donde no hay intérpretes de lengua de señas, no hay utilización a nivel jurídico de pictogramas o lenguajes adaptados, es difícil que una niña con discapacidad pueda decir lo que le hicieron”, cuestiona, y demanda la necesidad de una mirada interseccional para entender la problemática, el silencio y el mecanismo del agresor también en estas circunstancias.
Los casos de violencia sexual contra personas con discapacidad son poco conocidos, silenciados y también invisibilizados. En el informe del Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU se plasman 65 preocupaciones y recomendaciones a los informes dos y tres emitidos por Ecuador durante el 2019, debido al incumplimiento de la Convención por los Derechos de las Personas con Discapacidad, de la que el país es signatario desde 2007. De hecho, en la preocupación 37 los especialistas señalan que “no existen datos desglosados por sexo, edad y origen étnico sobre los casos, quejas de violencia y abusos cometidos en los ámbitos público y privado en contra de personas con discapacidad, principalmente niñas y mujeres, y falta información sobre medidas de prevención, manejo, protección y reparación, incluidas sanciones”.
La falta de la política pública influye en el ocultamiento en el interior de los hogares donde las familias callan y se generan —explica Karina— vergüenzas y miedos, sobre todo si el agresor es el que da el dinero en la casa, si es el proveedor.
¿Delito de pornografía en casa?
Desde sus respectivas miradas, Annabelle y Karina desentrañan el mecanismo que usó el hombre para ganarse la confianza de Mariana quien, en su carta, relata cómo el agresor que fue su pareja engañó a toda su familia:
“Con el tiempo te hace creer que todo está bien, que estás segura, que tu entorno está seguro y ya no pueden volver a hacerte daño. La verdad está escondida bajo esa continua sonrisa de amabilidad. Y no puedo evitar sentir la rabia de no haber podido intuirlo, de no haberlo visto venir, aunque mis hijas, psicólogos y abogados digan una y otra vez que no es mi culpa”.
La manipulación ejercida por él creó una falsa idea de amor filial y protector, un rasgo típico en el perfil de los agresores que forman parte del círculo cercano de las sobrevivientes. En su ejercicio profesional de 22 años en Cepam Guayaquil, Annabelle ha conocido de casos en los que hay condiciones de hacinamiento y las madres están en la misma cama donde ocurren los abusos contra sus hijas e hijo y “ellas no lo han sentido o no lo han visto. Recuerdo que llevé dos casos en los que ellos daban medicinas a las mamás para poder agredir sexualmente a sus hijas por las noches”, cuenta. De hecho, añade, hay historias en las que se ha mediado con el agresor y se llegan a acuerdos. Ella es categórica: “Por nada del mundo se debe mediar en delitos de esta naturaleza y mucho más cuando se trata de delitos sexuales. No debe existir esa palabra, no debe existir ese mecanismo, no es saludable para nadie, mucho peor para la sobreviviente”.
Cuando el agresor fue descubierto intentando fotografiar a Sofía su argumento fue decir que “fue una travesura”. Para la abogada Jacqueline Veira, coordinadora del Equipo de Apoyo Legal de la organización, esa fue una estrategia más que intentó aplicar para minimizar el acto de violencia. En realidad, él pudo haber sido procesado penalmente por delito de pornografía con utilización de niñas, niños o adolescentes, contenido en el artículo 103 del Código Orgánico Integral Penal (COIP), que se sanciona con una pena privativa de libertad de 13 a 16 años y de 16 a 19 años si la víctima es una persona con discapacidad. De ser hallado culpable, según la normativa, podría haber enfrentado una sentencia de entre 22 y 26 años de reclusión, pues pertenecía al entorno íntimo de la familia.
Jacqueline explica que, aunque la denuncia interpuesta en Fiscalía pudo haber sido por pornografía, la investigación podría haber revelado otro tipo de violencias. “En el caso (de Mariana), la madre explica que ‘no llegó a mayores’, pero puede suceder que, luego, en la pericia psicológica la sobreviviente revele que hubo antecedentes y agresiones previas, incluso al indagar en la información que contiene ese celular, implicaría una reformulación de cargos” contra el presunto agresor.
Jacqueline dice que ningún acto de violencia de género es estático, sino que crece en escalada. “Empezó así, intentando grabar, pero si no hubiese sido descubierto, seguramente hubiese avanzado. Fue una agresión maquinada y grave. No conocemos cuál era su real intención”, aclara.
En Ecuador, los delitos contra la integridad sexual y reproductiva de niñas, niños y adolescentes no prescriben. Sin embargo, no todas las sobrevivientes optan por una denuncia en el sistema de justicia nacional. Jacqueline, como abogada feminista, señala que se debe a la inseguridad jurídica, que nace del miedo a no ser protegidas y a ser revictimizadas. “La celeridad procesal no se cumple durante las investigaciones y las instituciones pueden justificarlo diciendo que existe un déficit de personal para la atención de víctimas, sin embargo, es una respuesta que está faltando desde la política pública para erradicar una pandemia que no para”, asegura.
¿Cómo reconocer las alertas de un agresor en casa?, consulto y Annabelle reflexiona: “No deberíamos tener que hablar de esto, del cuidado de las personas en las propias familias, pero existe la desconfianza porque la experiencia así lo indica” y cuenta que Cepam Guayaquil recibe, en promedio, 60 nuevas usuarias cada mes; 40 de ellas son sobrevivientes de violencia sexual.
Annabelle dice que debe convertirse en regla de prevención no dejar a las niñas, niños y adolescentes con personas que demuestran un comportamiento fuera de la norma de los límites saludables de los seres humanos. “Podrían estar en riesgo si vemos que estas personas no respetan las leyes dentro de hogar, los límites de un dormitorio o el baño, la cercanía de los cuerpos, incluso las miradas. No digo que sean todos, pero si vemos, por ejemplo, que un hombre consume drogas o exceso de alcohol, también puede ingresar en este grupo de alto nivel de peligrosidad”, expone.
Ella señala, además, que hay una característica muy común en los agresores y la bandera roja se levanta cuando intentan acercarse a las hijas e hijos de las madres de una manera invasiva, “es decir, entran recién al círculo familiar y los tratan como si fueran sus niños del alma. Los tocan, los besan. De eso sí hay que sospechar y luego verificar si pasa algo”.
Para Annabelle es importante impulsar en los más pequeños su etapa evolutiva de autonomía. “Comenzar a ayudarlos para que comienzan a vestirse solos, con ayuda, y enseñar de a poco el uso de la cuchara para que puedan alimentarse, además de no permitir que personas del sexo opuesto los bañen. Son cuidados que deben desarrollarse por su vulnerabilidad”, comenta y añade que la prevención en casa debe fortalecerse y guiarse por campañas de prevención estatales para erradicar la violencia sexual en el país, un camino que el Ecuador no ha emprendido con efectividad.
“¿Cómo podemos estar seguras, las madres, las hijas, las sobrinas, las amigas, las mujeres? ¿Cerrando tu mundo en una burbuja, creyendo que cada hombre que pasa tiene oculto algo y entonces, manteniéndonos lejos, con miedo, encerradas?
Queremos vivir en libertad, en igualdad, pero, ¿cómo distinguir entre un hombre y un prospecto de hombre que cubre su suciedad bajo un velo de bondad? Ellos siguen en las calles, libres, sintiéndose reyes, con el ego a cuestas y siguen viendo por debajo y a escondidas de nuestras vulnerabilidades”.
La carta de Mariana cuestiona a la sociedad y la lógica criminal de los agresores, convoca a la acción ante la impunidad y el silencio. Las sobrevivientes ya no están solas. El movimiento de mujeres grita por ellas, se organiza, concreta acciones y está en las calles levantando su voz para que del reclamo colectivo se concrete en políticas públicas.
*Identidades protegidas.
No estás sola. Si eres víctima de violencia basada en género, tienes opciones para comunicarte:
La Red Nacional abarca a nueve casas de acogida en Quito, Manabí, Tulcán, Lago agrio, El Coca, Tena, Guayaquil, Cotopaxi y Cuenca. Puedes contactarte a través del correo: rednacionalcasas@gmail.com.
-Puedes llamar a 1 800 DELITO (1 800 225486), opción 4. También puedes contactar al 911 o descargar la App 911 y pulsar la imagen de violencia intrafamiliar. Además, hay organizaciones de mujeres que ofrecen sus servicios para acompañar tu proceso:
–Organización Surkuna: 0999 928 032
–Cepam Guayaquil: 0991113526
–Cepam Quito: 0986362526/ 0992685614 (cantón Rumiñahui)
–Fundación Casa Refugio Matilde: 0996 697 723/ 0987 796 688/ (02) 2627 591/ (02) 2625 316
–Casa de la Mujer: 0987 684 280
–Warmi Pichincha: 0987 427 448
–Organización Diálogo Diverso: 0999 889 801
–Centro Ecuatoriano para la Promoción y Acción de la Mujer: 0988 382 526/ 0992 685 614
–Resurgir: Fundación Contra la Violencia de Género: 0981 739 497
–Fundación Alas de Colibrí: 0995 952 466
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Al Oído Podcast es un proyecto de periodismo narrativo de la revista digital La Barra Espaciadora y Aural Desk, en colaboración con FES-Ildis Ecuador y FES Comunicación.
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