Por Diego Cazar Baquero. Fotos: Edu León. Periodistas sin cadenas
Cuando secuestraron a los tres miembros del equipo periodístico de diario El Comercio, Robin Pérez estaba en Cali, Colombia, a muchos kilómetros de Nuevo Mataje, el pueblo ecuatoriano donde vive con su familia. Él pensaba tan solo en hacer goles con la camiseta de su equipo, el Tumaco Fútbol Club, y en llamar la atención de algún cazatalentos que pudiera ayudarle a cumplir su mayor sueño: “Jugar fútbol profesional y regalarle una casita a mi mamá”.
Como en gran parte de las poblaciones de frontera, aquí en Mataje muchos se sienten habitantes de los dos lados. Robin jugaba en el equipo de la población colombiana de Tumaco –cuando miembros del Frente Oliver Sinisterra (FOS) secuestraron a Efraín Segarra, Javier Ortega y Paúl Rivas–, pero él nació en Ecuador hace 20 años. Mientras Robin pensaba en su próximo partido de fútbol, los días del secuestro se hacían eternos para los familiares y amigos. Los gobiernos de Ecuador y Colombia desplegaban operativos combinados secretos para acorralar al FOS. Los agentes policiales ecuatorianos chateaban vía Whatsapp con los delincuentes y menospreciaban sus amenazas de muerte en contra de los tres. En Mataje, los policías desplegaban operativos para dar con los delincuentes y en ese trajín, algunos de ellos apuntaron con armas a un hombre que se asomaba por la ventana de su casa. Echaron al suelo a la gente que caminaba por las escasas calles del pueblo, entre ellos a una mujer embarazada, y entraron a las viviendas a la fuerza.
El hombre de la ventana era su padre. “¡Y mi papá casi se muere!”, reclama ahora Robin, bajo el calor de una mañana de abril, exactamente un año después de que el presidente ecuatoriano, Lenín Moreno, comunicara oficialmente que Efraín, Javier y Paúl fueron asesinados por alias ‘Guacho’, el entonces líder del grupo disidente. “¡A mi hermana casi le hacen salir el niño… tenía seis meses de embarazo!”, vuelve a reclamar Robin. Porque en cuanto supo que todo esto estaba ocurriendo en su tierra, con su gente, tuvo que dejar en suspenso el sueño de ser futbolista y volver a casa. “Lo que pasó aquí yo entiendo que fue grave –explica airado, mirando por sobre las cabezas de los demás vecinos–, pero en vez de darnos un apoyo, una fuerza, como que nos hunden es más. Ellos vinieron encima de todos nosotros, prácticamente como que todos los jóvenes fuéramos delincuentes y no es así”, dice.
Desde octubre de 2017, y mucho más entre enero y marzo del 2018, decenas de familias de los poblados de Mataje y El Pan fueron desplazados por los acontecimientos violentos ocurridos en varios puntos de la zona fronteriza colombo-ecuatoriana. San Lorenzo, el cantón más próximo a estas localidades, recibió a varias de estas familias y toda la provincia se vio desde entonces sumida en una atmósfera de miedo. Pero, “la gente no se fue por miedo a ‘Guacho’ –apunta Robin– sino se fue por miedo a la misma Ley. Porque la Policía [llegaba] apuntándole a uno con las mismas armas”. Cuando Robin habla de “La Ley” se refiere, precisamente, a los policías.
El general Juan Jaramillo, jefe policial de la Zona 1, es decir, de la franja fronteriza, hizo una evaluación positiva de los trabajos de seguridad y vigilancia en la zona a partir de julio del año pasado. “La situación está controlada, digamos así. Tenemos un decremento en homicidios y muertes violentas como Policía Nacional, también tenemos un decremento en lo que tiene que ver, especialmente lo que es San Lorenzo y el cantón Eloy Alfaro, que el año anterior estaban en emergencia, están en buen camino y tenemos una baja incidencia de delitos”, dijo el oficial, quien tiene a cargo a alrededor de 500 policías desplegados en esos dos cantones.
Hasta diciembre del 2018, la provincia de Esmeraldas registró una tasa de 12,16 muertes violentas por cada 100 000 habitantes y Sucumbíos –la provincia amazónica fronteriza que, según Jaramillo, registra nuevos corredores de transporte de droga– registró 13,61 muertes violentas por cada 100 000 habitantes. De acuerdo con cifras de la organización InSight Crime, Ecuador terminó el 2018 con un índice de 5,7 muertes violentas por cada 100 000 habitantes y ocupa el puesto 18 de entre 21 países de Latinoamérica y el Caribe. El primero lo ocupa Venezuela, con 81,4 y el último Chile, con 2,7.
Desde su metro setenta y cinco de estatura, Robin dice no tener miedo de decir lo que siente. Él está seguro de que desde el día del secuestro, y mucho más desde que se confirmó el asesinato de los periodistas de El Comercio, el peso de un estigma cayó sobre Mataje: el estigma del delincuente. Luego de un entrenamiento de fútbol, en Quito, recuerda que entró a una panadería y que la dependienta, al notar su acento foráneo, le preguntó por su origen. “De San Lorenzo, Mataje”, le respondió él. “Ah, usté es de los Guachos”, le espetó de vuelta la mujer.
Johnny Segura, con 28 años, es el actual teniente político de Nuevo Mataje. Para este joven, esa etiqueta se ha convertido en el peor enemigo de cada habitante de esta parroquia esmeraldeña. “No debemos pagar nosotros como pueblo por lo que ellos hicieron –dice, y enseguida suplica, como si su cargo fuera de juguete y no tuviera ningún tipo de incidencia en las decisiones de las autoridades–, que le hagan un favor: “A ver si nos colaboran, nos ayudan, porque lo que nos hace mucha falta es un colegio”.
El río Mataje –estrecho y manso, escoltado por abundantes matorrales que se encienden de verdor– es en esta zona la línea limítrofe que separa a Colombia de Ecuador, aunque para muchos lugareños esta franja de agua que se suelta en el Pacífico es más bien una cinta de pequeñas playas que junta a unos y a otros.
Beatriz Arroyo –una mujer bajita y de rizos canos, en plena víspera de su cumpleaños ochenta– recuerda que cuando niña frecuentaba el río: “Con todo el mundo se iba a bañarse… ¡Y todavía vamos!”, aclara. Hay una pizca de picardía en el gesto y otra en el tono de la voz. Su cuerpo se balancea lento debajo del vestido claro de una sola pieza. Doña Bachita da unos pasos desde la puerta de su casa de una planta, deja atrás el aroma a sopa de fideo que sale desde dentro y se asoma a la esquina. “Eso alto allá es Colombia”, señala con una mano hacia el norte. En esa dirección, la vegetación abundante del trópico esconde a medias los sembradíos de coca. El mismo río Mataje que es balneario sosegado ha sido también uno de los principales canales de transporte de droga hacia el océano Pacífico, para ser luego embarcada y transportada hacia Centroamérica, EEUU y, más tarde, Europa.
Bachita vino de Mataje Viejo a Nuevo Mataje cuando empezaron las obras de asfaltado de la carretera. Con tanto trabajador hambriento, ella vio la oportunidad de dedicarse a prepararles comida a diario y le fue bien. Tanto, que quedó encantada con la zona y decidió mudarse definitivamente. Pero esta mujer titubea un poco antes de confesar que hubo una razón más fuerte para su traslado. “Pues, allá el turismo se terminó a raíz de que hubo la muerte del teniente político, hace como más o menos diez u once años”, cuenta.
Bachita, en realidad, habla del asesinato del teniente político de esa parroquia Milton Guerrero Segura, en febrero del 2001, hace ya 18 años. Su cuerpo apareció flotando en las aguas del Mataje, y los cuerpos de sus dos hijos, tres hermanos, un primo y dos amigos, aparecieron también en el río y en puntos cercanos a las orillas. Los reportes policiales y de prensa aseguraron que se trató de un ajuste de cuentas por narcotráfico luego de que Guerrero ordenara un decomiso de droga y se quedara, presuntamente, con parte de ella.
Mataje Viejo ahora es un pueblo casi inaccesible. Pero Nuevo Mataje exuda hoy nuevos aires. En agosto del 2018, el colectivo Periodistas sin cadenas llegó al poblado y encontró mucho temor, gente reacia que se escondía de las cámaras y que evitaba hablar y saludar con los soldados de Fuerzas Armadas que acompañaron en la visita. Ahora, el ánimo es algo distinto. “Este es un pueblo demasiado abandonado por nuestro Estado, por el presidente, por todos; aquí nadie nos visita”, declara Robin. Pero no lo habría podido hacer hace ocho meses. A escasos metros se escucha un coro de niños: “Soldado, amigo, Mataje está contigo”, gritan. Son los estudiantes de la escuela de fútbol que las Fuerzas Armadas montaron muy cerca del destacamento militar Mataje, a un kilómetro del poblado.
“Las FFAA se llevan a los niños, los mantienen distraídos, los llevan a jugar futbol y se mantienen pendientes de la niñez –celebra doña Bachita–, eso es lo que más nos enorgullece de que los niños los tengan entretenidos en cosas buenas”.
A pesar de que el gobierno ecuatoriano insiste en que la población fronteriza ha recibido asistencia del Estado, los habitantes de Mataje solo sienten la presencia de las Fuerzas Armadas. Dicen que los soldados permanecen en el pueblo las veinticuatro horas del día y que incluso se han hecho sus amigos. “Nos hace sentir bien y se les ha brindado el pueblo en sí un buen apoyo”, explica Johnny, el teniente político que insiste en su pedido de que se instale en su pueblo un colegio. A su lado, un muchacho delgado y alto se incorpora y escucha. Unos minutos antes, él mismo había caminado junto a doña Bachita y al verla atendiendo una entrevista con periodistas, en la vereda de su casa, le había hecho un gesto, tocándose la nariz de un modo particular. Bachita le fue indiferente. Luego, el joven se había unido a un grupo de niños que gritaba en la cancha del pueblo. Había mirado a los militares en silencio, había mirado a los policías y ahora, junto a Johnny, solo escuchaba. El muchacho es Lino Ruiz, quien dejó su escuela al terminar el noveno nivel de Educación Básica “por motivo de recursos”. Ahora tiene 19 años y dice que quisiera terminar su educación pero no tiene cómo hacerlo. Él también sueña: quiere ser futbolista o militar.
Como Lino es de pocas palabras, Robin interviene y le ayuda a contar que unos quince días atrás, un buscador de talentos futbolísticos había intentado llegar a Mataje para ver a los chicos jugar. Algunos lo esperaban pues esa visita representaba la esperanza de que sus sueños comenzaran a cumplirse. Pero el cazatalentos no pudo pasar del destacamento militar Mataje. “De allá le hicieron regresar. La Ley no lo dejó pasar. Usté, véngase usté solo a ver si lo dejan entrar…”.
Mientras el general Juan Jaramillo asegura que el paso a Mataje no está restringido, que “el tema es que hay que seguir unos protocolos de seguridad”, que “este es un tema que se lo debe manejar de manera coordinada”, que “hemos decomisado precursores químicos, hemos decomisado armas todos los días, hemos decomisado droga, recién decomisamos 300 y 600 kilos de clorhidrato de cocaína, pero ahora hemos notado que están saliendo por Sucumbíos, así que en ese tema estamos trabajando y los resultados han sido positivos”, mientras los números vacíos llenan las páginas de los periódicos y las declaraciones de ‘La Ley’, para Robin no hay estigma que pese más que el mayor sueño que ha tenido en su vida. Él quiere ser futbolista para regalarle una casa a su madre y también quiere “llegar a defender los colores de la Selección. Si Dios lo puso en mente es porque yo lo puedo lograr –exclama, siempre con la mirada puesta sobre las cabezas de los otros, dirigida hacia el horizonte verde del lado ecuatoriano–, aunque yo me atrasé un poco por lo que pasó aquí en el pueblo”.
Luis Cortez tiene 35 años y también es de pocas palabras. Nació en Mataje Viejo y aunque ahora trabaja en Quito, siente que esta parroquia desprestigiada por el resto del país es suya. Luis murmura. Asiente con la cabeza y repite los retazos finales de algunas palabras que pronuncian los demás en el corro. “Esta es mi parroquia, aquí nací, y crié”, alcanza a proclamar en voz bajita.
“Esta es la realidad del pueblo –continúa Robin–, camine normal, sin miedo. Lo que pasó ya pasó. Mi papa decía que lo que está escrito nadie lo borra. Y si alguien cometió un error es por la falta de oportunidades”. “Nosotros somos gente de buen corazón, Mataje es de buen corazón”, murmura Luis, de nuevo.
Doña Bachita se ha sentado en una silla de madera, frente a la puerta de su casa. La sopa de fideo ya está lista. Ella sonríe a la gente que ha llegado a visitarla y frunce un poco la nariz. El gesto le da un halo de encanto. Ella se cruza de brazos, echa hacia el espaldar su cuerpo ancho y dice que se siente “con mucho orgullo de estar aquí de guardianes, como hemos sido, de nuestra patria, porque aquí es donde comienza o donde termina el Ecuador”.