Por Romano Paganini
Fotos: Alejandro Ramírez Anderson
La desesperación tiene muchas caras. Unas de ellas es la de Martín. El hombre de cincuenta y tantos años recién se levanta. Abrigado con una chaqueta de invierno se pone de pie al lado mío, escucha lo que cuenta su compatriota de Venezuela y de repente empieza él mismo a hablar. No explica ni aclara nada. Martín simplemente habla porque necesita largar, como si hablar fuese respirar. Su discurso prescinde de cualquier puntuación:
«En Venezuela trabajas una semana y ni siquiera te rinde para comprar un kilo de arroz yo me sacrifiqué durante veinte años como soldador en un municipio pero al final gané más vendiendo café en la calle mi mamá tiene una salida artificial del intestino y necesita urgentemente medicina por lo menos mis sobrinos mandan regularmente dinero desde Estados Unidos yo mismo no tengo ni para comprar ropa a mi hija por eso me fui y empecé primero vendiendo jugos de fruta en Colombia también en la calle pero Colombia está lleno de venezolanos y no hay trabajo ahora espero que aquí será más fácil».
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Son las seis de la mañana y el cielo de Quito anuncia: va a ser un día soleado. Fue la primera noche que Martín pasó en la terminal de bus de Carcelén, en el norte de la capital ecuatoriana. Aquí llegaban todos los días, hasta el martes 23 de julio, docenas de buses. Venían desde Colombia, el país vecino del norte. Muchos de los pasajeros no saben cómo ni hacia dónde van a seguir su viaje. Lo mismo le pasa a Martín, que no se llama Martín, porque en esta historia los nombres han sido protegidos. Porque más que sus nombres inquietan las historias de seres humanos que escaparon de su país por considerarlo “una zona de guerra”.
Diariamente entran a Ecuador miles de venezolanos por la frontera con Colombia. Van hacia Perú, Chile y Argentina. La catástrofe humanitaria en el país más nórdico de Suramérica está afectando ya a todo el continente. Chile, por ejemplo, acordó leyes migratorias más restrictivas. Perú ya vive conflictos en sus ciudades más importantes, pues las autoridades empiezan a desbordarse frente al flujo migratorio. Las fronteras entre Venezuela y Colombia, y entre Venezuela y Brasil, se cierran por períodos.
Pero los venezolanos vienen igual, si es necesario a vienen a pie. Si es necesario, venden su cabello. Quienes dormían en la estación de buses de Carcelén hablaban de horas de marchas en las autopistas colombianas, a veces descalzos. Hay mujeres embarazadas y familias con bebés de brazo y niños algo más grandes que están en marcha desde su tierra hacia donde puedan encontrar con qué comer. Las pausas se hacen al caer el sol. Quienes tienen suerte llegan a algún puente. Los migrantes venezolanos cuentan historias de racismo, robos y violaciones, especialmente en la frontera entre Venezuela y Colombia. En Carcelén circularon diferentes versiones sobre cómo algunos militares colombianos se juntan con bandas para aprovecharse de ellos.
Después de Colombia, Quito –esa ciudad de más de dos millones de habitantes, al pie de la montaña–, parece un respiro para los refugiados, a pesar de que las noches sean tan frías.
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Mientras esa mañana la mayoría de los cerca de 200 refugiados juntan sus escasas pertenencias, levantan el nailon que les sirvió de techo, llevan sus colchones al final del estacionamiento, Jorge ya empezó a trabajar. El hombre, de 52 años, parece más o menos alegre mientras ayuda a estacionar los autos. A veces recibe propina. Cuando el exdeportista y corredor inmobiliario comienza a hablar sobre Venezuela, pierde la sonrisa y se parece a Martín: su relato pierde puntuación:
«Me fui desesperado de mí país psíquicamente me refiero a la gente en Venezuela son todos como zombis yo no tenía suficiente dinero para mi mamá enferma aunque empezamos a comer menos para poder ahorrar mis hermanos se quedaron igual ellos son ingenieros y médicos y todos tienen su propia casa pero si la dejas sola la gente la ocupa y no te la dan de vuelta yo mismo tengo nueve departamentos en Caracas y en la costa pero todos están vacíos la única manera de juntar dinero para mi mamá fue la migración».
Esa mañana, Jorge se me acerca cada tanto y escucha atentamente a sus compatriotas. Todos tienen algo para contar. A veces hace un comentario, a veces niega con la mano y se va. Cuando él se marchó de Venezuela pesaba cincuenta y cinco kilos. Ahora pesa setenta. Igual, rechaza las galletas que le ofrezco: «Comida tenemos suficiente», dice.
Sucede que todos los días, a las siete, llegaban voluntarios a la terminal y servían sopa caliente con arroz, incluso con un pedazo de carne. Al mediodía y a la noche casi siempre se repetía la misma imagen: «Nos tratan muy bien aquí», decía uno, mientras se llevaba la cuchara a la boca.
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Una de las primeras voluntarias en ir a Carcelén fue María del Rosario Carrillo. En febrero, cuando todavía nadie dormía allí, servía los domingos una comida caliente. Ayudó a los refugiados con información sobre Quito, organizó visitas médicas y recolectó, con ayuda de amigos, donaciones para que muchos puedan seguir viaje. Solo después de que una chica posteó una foto en Facebook, demostrando a su familia en Venezuela que en el camino también hay almas buenas, sonó el teléfono de María. Periodistas venezolanos que viven en el extranjero quisieron contar esa historia, también porque María es de Caracas: «Desde entonces está llegando más y más gente», cuenta la mujer. «Y cada vez llegan con más desesperación, desnutridos, vestidos con ropa y zapatos rotos y muchas veces no saben que en Quito hace frío».
Seis meses después, la terminal de Carcelén se convirtió en un campamento de refugiados sin derechos de refugiados. En la entrada al estacionamiento se instalaron dos baños químicos, una empresa de muebles donó docenas de colchones y todos los días comenzaron a llegar nuevos voluntarios para donar comida, ropa, mantas o dinero. Recientemente –cuenta María–, una mujer mayor financió sesenta y cinco pasajes hacia Perú. Si fue por generosidad o por cálculo, nadie lo sabe, pero el ambiente en Ecuador no es tan solo gentileza. Muchos ecuatorianos se sientan amenazados por la migración venezolana, igual que sucede en otros países de la región. El miedo se manifiesta en comentarios racistas en las redes sociales, en la calle o en anuncios para cubrir puestos de trabajo: «Buscamos camarero (No Venezolanos)», reza un cartel sobre una pared cercana. Otros se aprovechan de la situación y emplean a los venezolanos por sueldos mezquinos.
Desde que los venezolanos se quedaron en la terminal de Carcelén, este sitio se convirtió en una plaza donde hallar jornaleros baratos. Era frecuente ver a jefes de obras o de empresas concesionarias de autos ofreciendo trabajo por 200 dólares al mes, cuando el sueldo básico en Ecuador es de 386 dólares. Tampoco fue raro hallar a hombres en busca de mujeres para ‘emplearlas’ como sus acompañantes. Un día llegó uno para ofrecer trabajo en un bar a un grupo de mujeres. El conflicto en Venezuela ha generado aún más explotación en los países vecinos. A principios de julio se descubrió una red de trata de personas en Perú. Algunas de las chicas provenían de Colombia y Venezuela y tenían apenas dieciséis años.
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Alguien pone un dulce en mi mano. «Toma», me dice una chica. Y cuando se lo quiero dar de vuelta, se va. Es una tortica de chocolate, directamente de Caracas. Paula, de veinte años, hace apenas veinticuatro horas que está en Carcelén. Viaja con toda una bolsa de dulces. Junto con su amiga Lydia, de veintidós, y su hermana Marlene, de veintiocho, van a ir al centro de Quito con la esperanza de reunir unos centavos para sus familias. Las tres tienen niños. Paula recién destetó abruptamente a su hija para poder viajar. «La migración para las mujeres es mucho menos peligrosa que para los hombres», explica ella para justificar así su decisión. Ellas viajan juntas pero sin familia. La espera de los papeles para que los niños puedan viajar es cara y complicada. Dicen que se quieren radicar pronto en algún lugar, ganar dinero y traer a sus familiares. «Amamos a Venezuela y en algún momento queremos volver –dice Marlene–, pero en este momento no vemos ninguna perspectiva». Enseguida, como sus compatriotas, pierden la puntuación:
«Los alimentos que nos da el Estado están vencidos el arroz sucio y las lentejas causan diarrea no tenemos dinero para comprar ropa a nuestros niños pero queremos que se vayan a la escuela jabón no hay y el que nos dan es líquido y destruye nuestra piel en Venezuela hay embarazadas que buscan su alimento en la basura dan a luz en la calle y mueren niños y ancianos porque los hospitales no aceptan más pacientes obviamente que eso no se muestra en los medios de comunicación y Maduro dice que está todo bien pero no es verdad a nosotros no nos van a dominar con estos chantajes».
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Hace años que los conflictos entre el gobierno de Venezuela y la oposición se han desbordado. En cuestión de meses la gente empezó a migrar en masa. «Pero en lugar de generar alternativas, como el acceso pronto a refugios o la disminución de requisitos para las visas migratorias, en Ecuador se está complicando la regulación de refugiados –me dice el abogado Guillermo Rovayo, de la Misión Scalabriniana en Quito–, además, así nos cuentan en las consultas, la policía está maltratando a los refugiados».
Rovayo se encarga de aconsejar a refugiados e inmigrantes en cuestiones legales. Él critica el papeleo que se debe hacer con Venezuela, un país que hace meses vive en estado de excepción y cuyos funcionarios no se dan abasto apostillando papeles legales de cientos de miles de ciudadanos en el extranjero. «Por eso cae tanta gente en la irregularidad», explica. En promedio, los migrantes esperan entre doce y quince meses para obtener los papeles desde Venezuela, mientras la estadía legal en Ecuador se limita a entre noventa y ciento ochenta días. «El gobierno piensa que la gente está solo de paso, pero hay muchos que se quieren quedar en Ecuador. Por lo tanto necesitamos una política a largo plazo».
Rovayo exige que el Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES) asuma el liderazgo y la coordinación de los refugiados también en los sitios de refugio temporal. «Puede ser bastante sarcástico oír a los funcionarios que han visitado Carcelén y que dicen que hay que buscar mecanismos para salvar a la gente. Ya hace meses querían poner carpas, pero hasta ahora no han hecho nada», dijo el abogado a principios de julio, semanas antes de que la terminal de Carcelén fuera desalojada.
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Me siento al lado de Eugenia, una mujer de veinte años que a su vez está junto a Tomás, de veinticuatro, y la pequeña Luna, de tres. Estamos en la vereda de la terminal. Los tres llegaron hacía cuatro horas y apenas habían dormido. Tomás sigue sentado en su colchón, la manta sobre la cabeza. Durante diez meses intentó sobrevivir en Bogotá con un quiosco móvil. «Me fue bien –dice–, incluso me establecí económicamente y quise llevar a mi familia». Pero pasó lo que pasa con muchos vendedores ambulantes en el mundo: las autoridades lo atemorizaron. Vivió diariamente racismo en la capital colombiana, entonces decidió seguir viaje. Llevó a Eugenia y a Luna a Bogotá y les dijo: «Nos vamos a Perú».
Mientras él estuvo en Colombia, sus padres huyeron de Venezuela. «Hace poco –dice Tomás sin expresión en la cara-, mi mamá me contó, por teléfono, que luchó tanto para tener su casa en Venezuela y ahora la tenía que dejar».
Luna coge unas galletas y se las ofrece a su papá. «¡Toma, Tomás –chilla–, toma!». El hombre sonríe un instante, se siente agradecido de estar con su familia. Hoy van a intentar vender los dulces de maní que trajeron desde Bogotá. Quieren seguir viaje hacia Lima lo antes posible.