Por Armando Cuichán / La Barra Espaciadora
@laimagenlibre
Mis compañeros de La Barra Espaciadora ya habían asegurado su ingreso al concierto de Metallica con la respectiva antelación, pero por descuido yo no lo hice.
Llegado el día deambulé igual que el resto de asistentes calle arriba y calle abajo, atónito ante el espectáculo metalero previo.
A última hora hice el intento de acreditarme y para ello esperé junto a otros periodistas y a un puñado de curiosos a que los organizadores me dieran un brazalete para poder hacer la cobertura. Desde las 18:35 empecé a morderme las uñas por tanto esperar. Todo fue en vano: la rigurosidad de las encargadas de la prensa fue inapelable, no escucharon disculpas ni justificaciones. Después de dos horas mordiendo frío, cuando el concierto empezó, desistí.
Adentro, quienes pagaron sus entradas, entre apretones, histeria colectiva, sollozos y suspiros escuchaban el mayor concierto de su vida y veían con ilusión a sus dioses músicos. Afuera el panorama era distinto. Los metaleros que no entraron, que por cierto eran incontables, habían empezado un juego peligroso contra la policía.
Una vez más, piedras y gases lacrimógenos medían fuerza. Una vez más el orden y el caos buscaban la victoria. Una vez más la utopía y la realidad se enfrentaban como luchadores de sumo.
Al final, como pude y en medio de la confrontación, encontré un sitio para escuchar al metal más estilizado de todos los tiempos.