Por Gabriela Paz y Miño /@GabrielaPazyMio
Mi padre era la primera hora de la mañana. El ritmo de sus pasos por la terraza; 70 metros cuadrados para caminar en círculos, mirando las montañas que de joven tantas veces escaló. En el horizonte, el brillo intenso de los nevados. Y en su memoria, intacta, cada hazaña con pesados crampones y ropa humedecida por el hielo de los Andes.
Mi padre era la rutina matinal de ejercicios: extender los brazos, abrir el pecho, llenar los pulmones de aire frío. Expirar.
Mi padre era también la medianoche del Año Nuevo, siempre con traje y corbata, y en el bolsillo, un testamento escrito por él. El llamado a desayunar, en vacaciones, al grito de: ¡Personaaaal! Y el asalto a sus hijos con las sesiones de “comerciales”, como él bautizó a sus propios consejos.
Mi padre era el sentido del humor. Pero no la broma burda ni el chiste obvio. Más bien, el vericueto. El filón absurdo de cada situación. Un hábito casi involuntario, reflejo. Me refiero al arte de buscar a las palabras todos los posibles sentidos. De tirar del mantel, sin desarmar la mesa. (En sentido figurado, claro). Con él reí infinidad de veces. Toda una vida reí. Porque mi padre era la risa estruendosa y abierta. Y el sonoro: ¡Carajo!, que según el matiz de la entonación, aplicaba a cada situación. Carajo de rabia. Carajo de pena. Carajo de ternura, al ver el tropezón de alguno de sus nietos. Carajo, como un resoplido de cansancio.
Mi padre era puro nervio. Nervio de pasión. De constancia. Como cuando el robo de la máquina de escribir, el mismo día en que abrió su oficina de abogado, se convirtió en la anécdota del inicio de una carrera de más de 50 años. O como cuando, por el hecho de cumplir 70 años –una cifra, un simple número- lo despidieron de la Facultad de Derecho de la Universidad Central, en donde se dejó la mitad de la vida como profesor. Y él, en lugar de derrotarse, le apostó a su vocación de escritor.
Mi padre me enseñó el principio de casi todo lo que sé. Al menos así lo siento, a esta hora en que se ha ido. La pasión por la vida, por ejemplo. Arriesgar para ganar o perder con ganas. No sucumbir ante los insomnios plagados de preguntas. Alzarse con orgullo o caer con estrépito, para levantarse y volver a intentarlo. Dejarse el alma y la piel en cada apuesta.
¿Qué contar de mi padre? Tantas cosas. Que fue un quiteño nostálgico de la ciudad pequeña. Un hombre que, con la edad, ganó en silencios sabios. Generoso, sensible, exagerado. Un agnóstico, con más fe en la vida que muchos creyentes. Un ser vehemente, al que le dio por llorar en sus últimos días, como me confesó por Skype (tan cerca y tan lejos, él y yo). Un ser humano lleno de matices, que honró la vida. Y un guerrero cautivo en la armadura de un cuerpo que el tiempo oxidaba ante sus ojos incrédulos, hasta impedirle respirar su amado aire mañanero.
Y ahora que ha muerto, ¿qué es mi padre? ¿Quién? Ni una lápida, ni una foto. Mi padre es música nacional que se canta a voz en cuello. Ganas de viajar. Y un recuerdo que me arranca esta sonrisa involuntaria: el mismo gesto que él y yo compartimos en vida y con el que hoy burlamos a la muerte.