Por Elvis Nieto / La Barra Espaciadora
Abro los ojos y lo primero que veo es el reloj. ¡Mierda!, son las 05:55 cuando deberían ser las 05:40. Ni modo, tienes que levantarte y no sabes qué es peor: dejar de dormir, cagarte del frío o acordarte de todo lo que tienes que hacer.
Los quince minutos de diferencia pueden marcar el día. El margen de error casi no existe para quienes abren los ojos a eso de las seis de la madrugada y viven lejos. Digamos que hasta estirarme me dan las 05:55. Entre ducharme y vestirme se van 20 minutos y otros 5, en llegar a la parada. Me quedan 10 para esperar al bus. Mi rutina dice que a las 06:30 pasa y que a las 07:00 entro al trabajo.
A partir de las 06:31 –les prometo que no exagero- es prácticamente imposible que el bus se detenga en mi parada. Y allí es cuando empieza un calvario y una lucha estúpida (y perdida) por llegar puntual a la oficina.
Lo que parece un resumen de las peripecias que se vive en el transporte público para llegar al trabajo solo es el inicio de una vida administrada por los números, malditos y benditos números que nos (de)limitan la realidad para hacernos concretos, correctos, eficientes, eficaces, números que nos hacen sentir seguros, orgullosos, números inapelables, absolutos, que no aceptan ningún reclamo…
Y así continúa el día: llego al trabajo y, para que el sistema sepa que existo y me pague el sueldo completo a fin de mes, ingreso mi clave, son cinco dígitos que reemplazan mi nombre y, a veces, hasta mi presencia. Miro la horacada diez minutos; lo hago todo el día, cuando ya me atraso y cuando no sirve para nada. Me siento frente al computador y necesito registrar otra clave. La máquina me da los buenos días y cada programa me exige un nuevo código. Hasta iniciar el ritual productivo, la vida se me va contada en minutos y registros numéricos.
Ni siquiera es mediodía y ya he ingresado unas cien palabras en claves. Son una maravilla, son la llave al mundo moderno que me abre múltiples posibilidades de acceso a donde solo los elegidos por el gerente pueden entrar. Y como el sistema me abre ventanas; por esas aberturas del tiempo productivo me voy de viaje a Facebook y a Twitter. Dos códigos más. También reviso cuatro cuentas de correo electrónico, cada una con su propio código. Y ya en la tarde, antes de salir a comer con mi novia, hasta puedo hacer transferencias bancarias y compras. Solo necesito un par de códigos y ya está. Hasta lo puedo hacer desde mi teléfono; claro, debo desbloquearlo con otro código cada vez que lo intento.
La vida parece estar regida por esta lógica de la infalibilidad de los números. Y es que no fallan, son precisos,nos dan seguridad. Calzan perfecto en un capitalismo que funciona con base a incertidumbres que se satisfacen a través del consumo. Digamos que nos va relativamente bien si tenemos buena memoria, si logramos retener en nuestra cabeza las veinte o treinta claves que manejamos diariamente.
Las matemáticas que tantos traumas nos causaron cuando éramos chiquitos, ahora vienen cargadas de aires de salvación. Y nos rendimos a sus pies. Números nacidos en el infinito principio de la humanidad parecen convertirse en el soporte, en el texto, del relato de la vida. No son la cuantificación de episodios son los episodios mismos.
Los numerólogos no faltan. Cada cifra significa algo. Sus interpretaciones resultan, al menos, interesantes. Me hicieron caer en cuenta en que nunca nos detenemos a dimensionar la importancia de los 10 dígitos (1,2,3,4,5,6,7,8,9,0) para la configuración de nuestro imaginario y entorno. ¡Todo lo que nos rodea, aún siendo infinito, puede ser designado numéricamente con los diez dígitos!, solo hace falta combinarlos de la manera correcta. No se trata de sumar o restar, se trata de delimitar un objeto o hecho. Miren lo que me pasó con mi novia. Luego de hacer el amor como Dios manda para empezar el 2014 tuvimos una charla de una profundidad que no me deja dormir hasta hoy. Antes de nada, digamos que la amo y ella me ama. La charla esencial –de la que nació la idea de este artículo- es esta:
– ¿Terminaste?, le pregunté (Sí, me refiero al orgasmo).
– ¡Wow!, respondió, soplando casi todo el aire de sus pulmones.
– Te amo chiquita.
Me quedó mirando pero se quedó callada como 30 segundos (o sea, una eternidad). Era como si estuviera pensando qué decir ante mi necesidad existencial de que me respondiera aunque sea el consabido “Yo también”. Hasta que, con los ojos cerrados, lo hizo.
– Yo también.
– ¿Yo también qué?
– Que yo también te amo, gritó abriendo los ojos.
– ¿Y por qué no me lo dijiste enseguida? (NDA: a esto le llaman “moreliada”)
– …
– ¿Es porque no me amas? (NDA: si fuera el guion una película, aquí debería ir el estribillo de cualquier balada en inglés)
– No seas tonto.
– No soy tonto, por eso te lo pregunto.
– Eres tonto justo porque lo preguntas. ¿Cómo no te voy a querer? (NDA: Nótese que ella nunca le dirá que lo ama, utiliza preguntas o indirectas, jamás la construcción ‘yo-te-amo )
– Al menos dime algo, dime si te gustó, no te gustó, te dolió, no te dolió…
– Jaja me gustó mucho.
En esta parte mi vida cambió. Sabía bien que ella no me amaba como yo la amaba. Pero los números cambiaron la historia y salvaron mi autoestima enterrada ante la imposibilidad de no sentirme correspondido.
– ¿Y cuánto te gustó?
– ¡Mucho!
– Ok, pero dime cuánto
– Cómo quieres que te diga cuánto. Me gustó mucho, estuvo delicioso. ¿Cómo quieres que te lo explique? Hasta creo que te rasguñé la espalda.
– Dime del uno al diez. ¿Cuánto?
– Once.
– ¿Once sobre diez?
– Exacto, once sobre diez.
Cuando lo dijo sonrió y me lanzó la almohada. La duda del amor fue reemplazada por la certeza del placer. Y once sobre diez no saca cualquiera. Lo siento si exagero, pero hay que reconocer que a los 50 es muy difícil pasar del ocho. Y la certeza me la dio un número, una calificación, una codificación del placer y de una mentira piadosa, un número tan igual y tan distinto al que sirve para sacar plata del banco o registrar la asistencia a la oficina. Números de la vida diaria que nos atormentan y nos dan vida.
APLICACION DE LOS NUMEROS EN LA VIDA DIARIA