Por Abel Ochoa
En Levítico 20:13, la Biblia dice que ‘si alguno se acuesta con varón como los que se acuestan con mujer, los dos han cometido abominación; ciertamente han de morir. Su culpa de sangre sea sobre ellos.
Pastor evangélico de la de la Iglesia Bautista, sobre el tiroteo a bar gay en Florida
A las afueras de la ciudad se lee en un letrero: «Pueblo de los Sagrados Sermones. No tenemos maricones.» El clima es hostil, como el propio eslogan: el calor dificulta el vuelo de las moscas en los salones de comida, las calles están tan empolvadas que pudieran ocultar otras calles en su sarcófago de cemento. En medio de ese paraje desierto pasa una motocicleta, al conductor lo abraza una niña, posiblemente con quince años de edad y cuatro meses de embarazo. Sigo viéndolo todo como sin ver, para que me duela menos, haciéndome el cojudo, y barriendo las escaleras que conectan mi altillo con el pueblo, el paraíso con el infierno, o el infierno con el paraíso, me sale la última lágrima.
Son las seis de la tarde, el sol no quiere acudir al horrendo acto que se va a sucitar y se derrite en el horizonte. En las paredes hay pintados pictogramas de penes con testículos, los hombres usan los calzoncillos encima de los pantalones. Las mujeres caminan en grupos y le sonríen a cuanto personaje masculino se les acerque. Están a unas cuantas horas del ‘Día de Limpias’ que se lo celebra (¿celebra?) cada año; toda familia que llegara a tener un homosexual, deberá entregarlo al comité del pueblo para que –a las diez de la noche– sea fusilado en el paredón junto con cualquier otro eventual desafortunado. Este espectáculo será presenciado por todos los habitantes, que se regocijarán ante esa atrocidad aplaudiendo, proveyéndoles de afrentas a los sentenciados, botando sus carcajadas como una manada de hienas, solo los familiares de los sentenciados lloran pero saben que lo tienen que hacer por “el bien del pueblo”.
Guardo la escoba adentro, porque acá se roban todo: las cosas, las ilusiones, la vida. Me uno a la procesión procesal donde velamos a los futuros muertos que sin saberlo caminan a su última morada. Una mujer desaliñada, de unos cuarenta años de edad, compra un vaso de morocho en el camino que lleva hacia el paredón. El tedio le rebosa de la boca cuando esta se abre para dar el primer sorbo. Va a la Limpia de este año —sola– porque el marido se fue del pueblo con un señor que ya entra a la ancianidad. Nada nace de la nada y todo ese odio era una simple consecuencia.
Era una práctica común que los varones con mejor apariencia llevaran una doble vida (doble vía), argumentando que la dejarían pronto; a cambio de los favores sexuales les dan zapatos, ropa, celulares como una manera de retribuir el cambalache. Los que no tenían nada, de pronto lo tenían todo, y ahí se quedaban. El resto desgaja eternas lágrimas, –como la mujer desaliñada– apiñando la desgracia en sus hombros, profiriendo injurias para los maridos y los personajes que quebrantan hogares ya establecidos o los que nunca la forman.
Los moteles del pueblo no reciben a dos personas del mismo sexo, ni con coimas de por medio; es más, de darse el caso, el propietario bien puede sacar su escopeta y ahuyentarlos. Juan, ‘Cabeza de Choza’, botó de una de sus cabañas a dos jóvenes que se habían escabullido entre los matorrales. Uno gemía como chivo, pero luego ‘Cabeza de Choza’ recordó que los chivos más próximos estaban a dos kilómetros, entonces empuñó su machete —que le servía para cortar el monte para el camino que conectaba con la carretera— y persiguió a los dos cuerpos desnudos hasta que desaparecieron en el horizonte. Tal vez los mosquitos o algún morador cobraron las represalias que el pobre Juan no pudo.
En El Pueblo de los Sagrados Sermones, los burdeles –paradójicamente– se atiborran de hombres de todas las edades, día y noche, padres de familia con sus hijos que inician su vida sexual; desdichados del amor abandonan su lecho frío para arder en la lujuria. A veces, y esto es lo importante, los amigos iban con algún “mariposón” para demostrarle aquella virilidad de la que ellos se jactaban con sus bocas aguardientosas.
Ya ni siquiera tienen equipo de fútbol. El capitán del equipo se fue a Milán dizque para probarse en el Inter, luego lo vieron vestido de cuero, con una manzana sujetada a su boca, con otros hombres que lo manoseaban y lo penetraban por cualquier orificio que le quedaba libre. Nadie sabe quién tiene apertura a canales pornográficos para homosexuales: el mito se esparció por el pueblo sin conocer la fuente exacta, como siempre pasa en los chismes de todas las clases sociales. Al final, todo se resumía en quién sería el próximo en demostrar algún acto amanerado, algún dejo que lo delate y lo lleve al paredón el próximo año. Yo seguía caminando, con mi calzoncillo encima de los pantalones, para demostrar la virilidad que llevo encima. Y escupo en la tierra, escupo todo el tiempo, como lo hace don Filiberto.
Don Filiberto es el presidente del comité del Pueblo de los Sagrados Sermones. Con su mano izquierda unta de saliva sus bigotes que podrían pintar las paredes desvencijadas de la oficina, mientras que con su derecha carga su escopeta. Reza para que no necesite más de tres disparos este año. Todo paredón necesita verdugos. Don Filiberto es un verdugo enano, panzón y chabacano, que espera impaciente en el poyo de madera apostado en su fachada. Su casa colinda con la callejuela que lleva hacia el paredón y todos los habitantes miran la única escopeta del pueblo, caminan con aires de malhechor de telenovela, muchos niños van a presenciar el primer asesinato a colores y en pantalla gigante. La algarabía se aposta en las calles, con una especie de moralismo sádico, que solo es la consecuencia de un dominó de acontecimientos en la historia del pueblo. El presidente del comité se levanta, escupe, viste su torso sudado, escupe, acomoda el calzoncillo que usa encima de su pantalón, se acomoda los genitales y escupe de nuevo para emprender su camino.
Deambula algún vendedor con dulces de maíz encima de sus carretillas, hay familias enteras agolpadas sobre múltiples esteras en el suelo, una mujer amamanta a su hijo mientras recrimina a sus hermanos de algún acto sin trascendencia. Entre las gentes camina don Filiberto con su escopeta, apuntando hacia abajo, con un paño morado en la punta del cañón. Me detengo para verlo pasar. Le saludan las mujeres, y los hombres lo miran con detenimiento, como celosos de no ser ellos los protagonistas de la supuesta proeza que se avecina.
A través de los árboles, al costado del paredón, solo se divisan sombras que lloran, gimotean, dan alaridos, suplican a Dios que los perdone por su horrendo pecado. Desde donde estoy no se reconocen las caras para que los amigos de los sentenciados luego no se opongan a la ley sagrada de El Pueblo de los Sagrados Sermones.
Hay un poste que servirá como última morada para los tres desdichados. Una plañidera comienza su lamento que pareciera ser un cántico mustio que opaca el quejido de los sentenciados a muerte, el público cree necesitar todo ese sufrimiento colectivo. Luego comienza una oración para dar inicio al castigo sagrado en el Día de Limpias:
Señor creador de todo lo visible y lo invisible
que dijiste a tu pueblo que ningún varón se acueste con otro varón
perdona esta abobinación con tu infinita gloria
déjalos entrar al reino de los cielos
el Pueblo de los Sagrados Sermones te lo pide de rodillas
Amén.
Todos los espectadores, al escuchar estas palabras, posan sus rodillas en el suelo polvoriento, otros en sus esteras dispuestas para ese momento. Yo me quedo parado. Don Filiberto se aproxima al paredón, contempla los rostros del público sonriente, ávido para que apunte sin ningún remordimiento a los homosexuales juzgados por el Pueblo de los Sagrados Sermones. Sus ojos se quedan paralizados cuando ve a su mujer sollozando, es la única en toda la plaza que tiene lágrimas en los ojos (yo ya me hice el cojudo), no hace ruido como para no ser vista por nadie, excepto por su esposo que se sorprende porque aquí se matan “mariposones” todos los años. La campana de la iglesia repica tres veces y don Filiberto conduce sus ojos al paredón, es la hora decisiva.
Sale el primer condenado: las piernas le tiemblan, se escucha algún agravio desde el público. La plañidera, que ya no llora y ya no reza, ahora lee los motivos por los cuales será condenado a muerte. Se prostituía en una casa de citas para homosexuales en un pueblo aledaño por dos gallinas semanales. Los pobladores dicen: «Perdónalo, Señor.» El verdugo se acomoda los genitales y escupe. Se escucha un estruendo que hace volar a las palomas que comían los desechos de los dulces de maíz, el chico se desploma, se retuerce unos segundos y deja de moverse. Sus familiares, con lágrimas inundándoles el rostro, depositan en una caja de madera el cuerpo ya sin vida.
Los pictogramas de penes –o los ‘pipigramas’– parecen haberse meado del miedo, sus escrotos parecen encogerse por el frío que provoca la muerte, porque aquí hay un calor del diablo. Inventamos el amor para huir de la muerte y aquí estoy yo: parado viendo cómo mandamos todo a la mierda, contando los minutos para regresar a mi altillo y alejarme de los sermones.
Un hombre trae a rastras al segundo joven que no quiere salir. Un ayudante lo amarra finalmente al poste que se encuentra cerca. El pobre desgraciado no para de gritarle a su madre que lo deje salir, se orina, vomita, se agota y se quiebra en llanto. Se dice que el joven había violado a un niño de doce años en unos matorrales cerca de la casa del menor. Se escucha un coro: «Perdónalo, Señor.» El disparo entra por su cabeza y se incrusta en el poste que queda embadurnado de sangre. La madre corre hacia él, limpia un poco su cara desfigurada con su pañuelo, otras personas lo desatan del poste y lo envuelven en una sábana.
Es el turno del tercer ajusticiado. La esposa de don Filiberto suelta un alarido y nuevamente deja fluir su río de lágrimas sobre sus mejillas, su cuello, su pecho. De pronto, reconoce la sombra del último ajusticiado: es su propio hijo. Se le inundan los ojos en unos segundos al igual que a su esposo, y ahora son una misma lágrima. Ahora puedo decir que yo también fui una sola sombra con el hijo del presidente del comité. Un día su mamá descubrió que le gustaban los chicos. No, miento. No le gustaban los chicos, solo le gustaba yo. Tantas veces fuimos una sola manchita de oscuridad entre tanta luz en el altillo. El camino hasta aquí ha sido un llanto seco que pronto se acabará y me iré de nuevo al altillo a llorar alejado de todo esto, esperando el próximo año el Día de Limpias.
La plañidera comienza su discurso y, antes de que termine, don Filiberto grita con una voz que ya no es suya: «Perdóname, Señor» y con su escopeta apuntando hacia su mandíbula deja salir el último disparo.