Por Julia Chávez / @JuliaChavezB
Hace tiempo decidí hacer un experimento: desconectarme durante un mes de todo tipo de contacto digital. Si quería hacer llamadas tendría que recordar el número telefónico a la antigua; si quería escribir una carta, debía enviarla por correo postal, y esto me obligaba a recordar la dirección física del destinatario, y así con todo… El resultado del desafío fue deprimente: el único número que recordaba era el de mis padres –y quizá dos o tres más–, el resto de información no está más en el disco duro de mi memoria. Tratando de recordar, se me venían números que no cuadraban, que saltaban en la cabeza como espejismos. Si recordaba un nombre, no recordaba bien el número. ¡Un desastre!
La necesidad de comunicarse e interactuar ha llevado al ser humano a límites insospechados, pinturas en piedras, papiros, grafos en pieles de animales, la escritura…
El hombre ha desarrollado un sinnúmero de mecanismos para perpetuarse y, sobre todo, para evitar lo efímero, para que las acciones individuales o colectivas no queden en el aire, sino impregnadas en la posteridad. Si fueron buenas o malas el tiempo lo juzgará…
Y la necesidad de conectarnos y de comunicarnos también ha tenido que transformarse hasta volverse una obsesión hoy aparentemente satisfecha. Se puede estar encerrado y tras una pantalla, pero el contacto con cientos, miles, millones de personas es inmediato y en tiempo rércord. Las acciones de cada individuo conectado a la red ya no se limitan a sus dos o tres amigos y a unos cuantos familiares. En cuestión de segundos, el mundo entero puede enterarse de si alguien devoró un pastel, de si viajó a un exótico país de nombre impronunciable o de si murió. Todo llega condensado y enlatado en un sistema nutrido de ‘información gratuita’ llamado Internet.
El reto de desconectarme me duró apenas 8 horas. Tuve que tomar el celular y volver a descargar dos aplicaciones de contactos para escribir un mensaje. Mi memoria reconocía cada ícono del celular, pero no era capaz de recordar ni un número ni una dirección, mientras que una simple aplicación nos ‘resuelve la vida’, nos recuerda los cumpleaños, nos dice en qué lugar estamos, nos sugiere qué comer, qué visitar e incluso qué tipo de ropa vestir de acuerdo con el clima. La emoción contemporánea está en postear y mostrar qué tan felices somos, no en descubrir y redescubrir.
Dentro de este ‘modus operandi’ de desconexión, viajar sin GPS es toda una aventura. No tener descargado el mapa de la ciudad que uno visita puede convertirse en la mejor experiencia que podamos tener. Qué mejor que, de vez en cuando, cada individuo sea el que descubre dónde comer sin que alguien te diga de antemano si es bueno o malo tal o cual menú porque lo supo gracias a su última aplicación para el móvil.
Al final, tras querer inmortalizar los recuerdos e incluso las palabras, los humanos –como máquinas– llenamos millones y millones de servidores con fechas, anécdotas, números telefónicos, lugares, transferencias, sentimientos, entre otros cientos de millones de datos diarios que son utilizados para borrar nuestro disco duro… ¿Qué pasaría si un día olvido las claves para acceder a mi gran memoria digital?
Julia Chávez es periodista quiteña. Su pasión por las letras le llevó a trabajar como bibliotecaria y luego a estudiar Periodismo en Ecuador. Ese es su estilo de vida desde hace 14 años. Es magíster en Comunicación Corporativa y en Comunicación, Imagen y Reputación. En España hizo estudios como Especialista en Gobierno y Campañas Electorales. Es adicta a: #RedesSociales, #ComunicacionPolitica, #Neuropolitica y la #CocinaDeAutor