Por Adriana Bucheli / @Adri_Maye
La primera y única vez que recibí una clase de educación sexual estaba en sexto curso del colegio. Era 1999. Yo apenas había cumplido los 18 años y mi hija acababa de cumplir dos meses de nacida. Aunque el colegio era mixto, para recibir esa clase separaron a los varones de las mujeres: cada grupo en un aula al extremo contrario de la otra.
Cuando el doc empezó a hablar de métodos anticonceptivos, todas mis compañeras me miraban y hacían bromas. Claro, yo no era la única. Otra de ellas tenía un guagua de cinco meses y había una extensa lista de excompañeras que, como nosotras, fueron madres adolescentes. Según los datos el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), nosotras formábamos parte del 44,1% de madres de entre los 15 y los 19 años.
Como tenía ejemplos vivos, el doc preguntó: ¿alguna vez usaron un método anticonceptivo? Mi compañera se puso roja de la vergüenza, agachó la cabeza negando y aguantó las risitas burlonas de las demás. Yo le dije bien fuerte “¡no!”, y también sonrojada continué: “a mí nadie me dijo nunca cómo es la cosa, ni cuánto cuesta o cómo se consigue, ¿ustedes saben? -pregunté después a mis compañeras-, ¿qué se ríen?”. Las chicas se pasmaron y el doc se quedó también callado por unos segundos larguísimos, también se coloreó y para disimular un poco el bochorno, continuó con la clase: en una lámina estaba graficada la anatomía femenina. Luego contó cómo se usan los anticonceptivos (un poco tarde, pensé), lo hizo como pudo. Mientras él hablaba yo pensaba en que en esa época conseguir preservativos era algo muy complicado. Debía hacerlo un adulto, pues a un guambra que no llegaba ni a los veinte años ni de chiste los farmacéuticos le vendían condones o pastillas…
Casi 13 años después mi hija llegó a la casa con libros de educación sexual y la novedad de un bebé de juguete que iban a entregarles en el curso para que lo cuidaran como a hijo mismo. El muñeco lloraba si le tomaban mal entre los brazos, lloraba cuando tenía hambre, lloraba cuando tenía el pañal sucio. Era como cualquier recién nacido. ¡Esto sí es un programa decente de educación sexual, te pone al guagua en el brazo! -pensé. Esas responsabilidades te cambian la visión de la vida. Tal vez si yo hubiera tenido un poquito más de información, las cosas habrían sido diferentes y mi guagua habría llegado unos añitos más tarde, en mejores condiciones.
Ahora, con una hija ya adolescente y bien informada a mi lado, debo reconocer que, en comparación con mi experiencia, lo más respetable que he visto en ese sentido en el Ecuador es la Estrategia Nacional Intersectorial de Planificación Familiar y Prevención del Embarazo Adolescente (Enipla), la misma que impulsó el programa ese que hacía que las chicas se llevaran a su casa un bebé de juguete y lo trataran como si fuera de carne y hueso.
Si nos ponemos a pensar que de cada 100 guaguas que nacen, en promedio 37 son producto de embarazos no planificados, y que según factores educativos y económicos la cifra puede llegar al 50% de los nacimientos, es evidente que hay mucho que hacer todavía para que la gente organice mejor su vida sexual y familiar, más aún si todavía eres adolescente.
Desde que la Enipla pasó a las manos de la señora Mónica Hernández de Phillips, reconocida por ser miembro del Opus Dei, al frente de este programa estatal, he sentido temor de que volvamos a mis tiempos o de que sea aún peor, y lo digo como madre adolescente que fui. ¿Qué pasará con el Enipla en adelante?, ¿quién se encargará de impartir clases de educación en los colegios?, ¿qué dirán los libros de sexualidad que circulen?, ¿impondrán temas religiosos y conservadores dentro de la educación sexual, pese a ser el Ecuador un estado laico?… A mí sí me interesa que mi hija, sus amigos y amigas, mis sobrinos y los demás jóvenes tengan información clara sobre sexualidad y no corran los mismos riesgos que corrí yo hace ya 23 años.
Llevo hablándole de sexualidad a mi hija desde hace mucho tiempo y debo reconocer que lo hago a pesar de que conservo aún ciertos recelos heredados. Es que tanto mamás como papás, por jóvenes y open mind que seamos, no podemos evitar chocar con una ligera barrera de sentimientos encontrados al hablar de sexo con nuestros hijos. Obvio que la sexualidad es natural, pero pensar en que nuestros bebés ya no son bebés y en que van a tener sexo por primera vez en cualquier momento, sí nos genera conflictos. No queremos sentir que los perdemos, no queremos verlos sufrir, creemos que debemos protegerlos de las decepciones y del dolor. Somos nosotros, los padres, quienes menos soportamos la idea de que ellos alcen vuelo y hagan su vida. ¡Pero, no hay otra, toca afrontarlo y decir las cosas como son! Sí, es verdad que toda educación debe empezar en casa, como dicen los abuelitos, pero un estado laico tiene la responsabilidad de ofrecer las herramientas necesarias para que los adolescentes emprendan vuelo seguros. Un estado laico está obligado a tratar la sexualidad sin que los credos o la moral intervengan en ninguna decisión sobre salud reproductiva y planificación familiar.
Los más conservadores dirán que hablar de sexualidad, dar condones a los guambras y enseñarles cómo se usan es perder los valores e incitar a la promiscuidad, pero, permítanme, y con todo respeto, ¡no se engañen! A los adolescentes les dicen “no haga eso” y ¡tenga!, eso mismo hacen. Si no, pregúntenme a mí… Que si hay que recomendar que se tomen su tiempo, que esperen a estar listos, por supuesto que sí. ¡Guambras aguántense lo que puedan, pero si ya pasa, cuídense!
Y no tengan miedo, que el sexo no es malo como algunos nos quieren hacer creer. Lo malo es ser irresponsables cuando ya tenemos las herramientas y el conocimiento de cómo tener una vida sexual sana.