Por Karol Noroña / @KarolNorona
Ilustraciones de Apxel / @apxel
-Mijito lindo, y ahora, ¿qué hacemos?
-Rosita, regáleme diez dólares para comprar un machete, por favor.
-¿Cómo vas a hacer eso, mijo?
-No, mamita. Si yo no me defiendo, me van a matar. No voy a meterme en nada, te prometo, Rosita.
(Conversación entre Rosa y Carlos, su hijo, desde la cárcel de Latacunga, el 28 de febrero del 2021).
***
Rosa no quiere más despedidas, no quiere más orfandad. Levanta su mano, acaricia una fotografía sobre la que descansa un rosario. El rosario se mueve y desnuda un rostro: es Daniel, uno de sus cinco hijos. En la imagen luce sonriente y sostiene un trofeo dorado de fútbol.
Daniel falleció hace varios años ya -ella prefiere no precisar fecha- pero es la imagen que a Rosa nunca le falta en cada nueva jornada de trabajo. Regresa en sí misma, se sienta, respira y suelta una sonrisa: “¿En qué íbamos?”.
Rosa ha decidido recordar cómo sobrevivió a los días en los que se convertía en un escudo humano para que los golpes de su esposo no alcanzaran a sus niños, las tardes en las que su hijo Carlos, aún pequeño, intentaba defender a su madre de la violencia. El mismo Carlos que, aunque asustado, ahora por teléfono intenta tranquilizar a Rosita -como llama a su mamá- desde el interior de su celda, en el Centro de Rehabilitación Social (CRS) de Cotopaxi, en Latacunga.
Rosa es una mujer amable y amorosa, dura y visceral. Rosa es una matriarca que –a su paso- recibe saludos mientras camina por su barrio en donde la quieren y respetan. No imagina otra vida y no mira hacia atrás porque dice que sus más de 60 años le han enseñado que los seres humanos estamos llenos de claroscuros, de errores y aprendizajes. Con la ayuda de su hija Evelyn, Rosa abre su pequeño negocio, de 2 por 2 metros, en donde se cocina su futuro. Los alimentos se han convertido en su vía de sostén económico. Pero el negocio ha mutado y es, además, un espacio en el que Rosa piensa en la esperanza, en el regreso de Carlos y en el futuro de sus nietos.
Rosa me prepara un banquito frente a ella para comenzar. “En un espacio así, parecido, vive mijo”, cuenta, mientras me ofrece un vaso de agua. Está cansada después de plantarse nuevamente, durante horas, ante la fachada del Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Adultas Privadas de la Libertad y a Adolescentes Infractores (SNAI), en el norte de Quito. Hasta allá fue para reclamar por los derechos de su hijo Carlos luego de la masacre sin precedentes ocurrida entre el 23 y el 24 de febrero del 2021, en cuatro cárceles ecuatorianas: la Cárcel Regional de Guayas, la Penitenciaría del Litoral, en Guayaquil; la cárcel de Turi, en Cuenca, y el CRS de Cotopaxi.
La Alianza de Organizaciones por los Derechos Humanos en Ecuador reportó 81 personas fallecidas, mientras que el Gobierno -cuyo argumento para explicar las muertes fue una “acción concertada de bandas criminales”- reconoció 79 muertes. Los 18 colectivos suscritos a la coalición recordaron al Estado que el Artículo 35 de la Constitución determina que las personas privadas de libertad son un grupo de atención prioritaria y que tienen derecho -según el Artículo 51- a una buena comunicación y visitas de sus familiares, acceso a la salud integral, atención de sus necesidades educativas, a no ser sometidas a aislamiento como sanción disciplinaria, entre otros derechos que componen, en teoría, un sistema de rehabilitación digno y humano.
Pero después de la masacre de febrero, considerada una de las 10 peores ocurridas en los recintos penitenciarios de toda la región, quedó claro que dignidad y humanidad son palabras que no tienen lugar en las cárceles de Ecuador. Rosa es aún más clara que las cifras: “Todo lo que sale de Latacunga es mentira”. Lo dice porque lo sabe, por experiencia propia. Durante un año cumplió sentencia en una celda junto a 11 personas, en el mismo centro carcelario en el que ahora Carlos espera la libertad.
Carlos cumple una condena de cinco años de prisión luego de haber sido declarado culpable por delito de lesiones en 2018. Él es uno de los 3 834 hombres sentenciados que conviven en la cárcel en el CRS de Cotopaxi. La población penitenciaria en ese centro carcelario asciende a 5 019 personas; el 13,2% del total registrado a escala nacional -37.941- hasta el 27 de enero del 2021, de acuerdo con datos proporcionados por el SNAI.
A Carlos -cuenta Rosa- le faltan apenas cinco meses para completar el 60% de la pena. Ese tiempo se cumplirá en agosto de este año y, desde entonces, él podría acceder a la prelibertad, un beneficio estipulado en el artículo 698 del Código Orgánico Integral Penal (COIP) que plantea un régimen semiabierto para las personas que cometen “delitos leves”, es decir, aquellos que son penalizados con menos de cinco años de prisión.
Cinco meses parecen cortos, pero el encierro en medio de la masacre agudizó no solo los contagios masivos de Covid-19 y la preocupación de los familiares por los suyos, sino el recrudecimiento de la violencia intracarcelaria, donde conviven 37 941 personas hacinadas. Y la situación empeora. El SNAI establece –de acuerdo con datos actualizados de los registros administivativos de los Centros de Privación del SNAI- que son 38.828 las personas presas hasta el 17 de febrero de este año, pese a que la capacidad instalada en las prisiones llega a 29.897, con un 29,87% de hacinamiento. Es decir, que solo durante el avance de 21 días, en contraste con el 27 de enero, se registró el incremento de 887 presos y presas a la población penitenciaria en Ecuador.
“Vengo llorando.
Dejando al viento mis lágrimas de hijo
para que se unan al inmenso sistema de tu tanto
formado por tus lágrimas de madre…”.
(Regreso. A mi madre. ‘La mutación del hombre’. Miguel Donoso Pareja, 1957)
El sol ardía la mañana de ese martes 23 de febrero. Rosa se había levantado temprano para preparar los alimentos que vende en su local. Pero por la tarde, pasadas las 14:30, las noticias comenzaron a llegar. “Fueron más de 15 mensajes, entre videos y fotografías, de las matanzas. Veía cómo degollaban a la gente, cómo les cortaban la cabeza en las cárceles. Comencé a desesperarme y empecé a preguntar ¿dónde está mi hijo? Quería saber qué pasaba con Carlos, si estaba vivo, si le había pasado algo”.
En Ecuador se destapó el horror la tarde de ese 23 de febrero. Las familias -desgarradas, unidas- intentaban buscar respuestas en las inmediaciones de las cárceles. Escribían consignas, pedían seguridad y vida a gritos de rabia y llanto. Las madres se apoyaban en el pecho de otras, mientras recibían la noticia de la muerte de los suyos. Las redes sociales, en cambio, estallaron con contenido violento y explícito de la masacre que desnudó una vez más los vacíos del sistema penitenciario en el país.
La conmoción tiene memoria. La violencia intracarcelaria es efecto de un país falto de preparación que ha perdido su jurisdicción en las prisiones –sobre todo- durante los últimos tres años con varios espisodios violentos que cegaron la vida de líderes de bandas organizadas. Esas muertes fueron, además, sangre para el caldero que estalló el 23 de febrero. No por nada, Edmundo Moncayo, director del SNAI, soltó en una rueda de prensa: “Esperábamos una reacción inmediata luego del asesinato de alias ‘Rasquiña’, pero se demoró” para responsabilizar de la masacre a la disputa de cuatro organizaciones criminales: Los Lobos, Los Pipos, Los Tiguerones y Los Chone Killers, luego del asesinato del exlíder de los Choneros.
Durante 10 años, Jorge Luis Zambrano González, alias ‘Rasquiña’, lideró a los Choneros –una banda dedicada al narcotráfico, la extorsión y el sicariato- y los llevó a ser uno de los grupos criminales más violentos a escala nacional, asentada en Manta pero con alcance hasta Los Ríos, Guayas y Esmeraldas. Él fue sentenciado a una pena privativa de libertad de 20 años por asesinato desde septiembre del 2011, aunque solo cumplía una de 8 años en la cárcel de Latacunga, luego de que un juez redujera su condena en febrero de 2019. Un año y cuatro meses después, en junio de 2020, Zambrano González accedió al beneficio de prelibertad, un cuestionado fallo a su favor dictado por una jueza, luego de cumplir el 60% de la pena. Pero la libertad duró poco para él, una persona privada de la libertad que –de acuerdo con la Policía- no dejó de activar su estructura de delincuencia organizada desde su celda.
Habían pasado casi seis meses desde que alias ‘Rasquiña’ saliera de prisión. Caminaba libremente en el centro comercial Mall del Pacífico, en Manta, la tarde del 28 de diciembre del 2020. La noche comenzaba a caer cuando siete tiros estremecieron el lugar. Horas después, la noticia se confirmó: Zambrano González no sobrevivió al atentado y los Choneros perdieron a su líder. Con la muerte de ‘Rasquiña’, la batalla por el liderazgo intracarcelario comenzó ante las miradas vacías de las autoridades.
No es el único antecedente. En junio del 2020, Humberto Poveda, alias ‘Cubano’, líder de la banda enemiga de los Choneros y aliada de la organización criminal Los Lagartos para aquellos días, fue asesinado en la cárcel Regional de Guayaquil. Él cumplía una sentencia de 25 años de reclusión por la muerte de Soledad Rodríguez, exdirectora de la Penitenciaría del Litoral y llevaba 13 detenido con un largo historial por narcotráfico, asociación ilícita, extorsión y asesinato. Moncayo atribuyó su muerte a miembros de Los Choneros, que habrían ingresado para degollarlo, incinerar su cuerpo y exhibir su cabeza en el centro carcelario, después de otro ataque violento en la Penitenciaría que dejó seis muertos el 30 de mayo de ese año.
Rosa era una de las mujeres que se plantó ante el CRS de Cotopaxi ese mismo día. Ella y Evelyn, su hija, viajaron hacia Latacunga y durante horas esperaron respuestas. “Decenas de militares y policías estaban ahí, pero nadie nos dio razón”, cuenta la madre. Evelyn asiente. “Nos dijeron que han dado 15 minutos para que hicieran lo que quieran. Después ingresó la Policía. No entendemos por qué esto pasa, ¿a quién hay que pedir que esto se controle o que se reforme?”, reclama.
Desde que Carlos ingresó al CRS de Cotopaxi la comunicación con su familia ha sido vital y frecuente. A veces los diálogos son cortos. Otros días, con suerte, hay minutos para una videollamada desde su celda. Pero ese 23 de febrero eso era imposible. El ambiente se volvió tan tenso que no hubo tiempo para llamadas. A Rosa le desesperaba el silencio.
No es un secreto que en los centros penitenciarios ecuatorianos los detenidos se las ingenien para hacerse de teléfonos celulares y los usen todo el tiempo, a pesar de las prohibiciones. La ‘libertad’ es tal para las personas presas en Ecuador que, además de ser ellos mismos quienes difunden los videos de los amotinamientos y las muertes, incluso crean cuentas de TikTok y otras redes sociales para generar contenido y mantenerse en contacto con el mundo exterior. Pero para Rosa, Carlos y su familia, los pocos minutos de diálogo son la única manera de mantener los vínculos y conservarse vivos.
-Todos los días le llamo o le deposito a un señor para que le alquilen el teléfono -me explica Rosa.
-¿Y cómo funciona? ¿Hay cabinas?
-Sí hay cabinas pero los cinco dólares que depositamos no aguantan ni un día. Más bien, le damos esos cinco dólares a un señor que tiene un celular y él se lo alquila para que pueda hablar con nosotros, para que nos cuente cómo está.
-¿Y por cuánto tiempo puede ver a Carlos?
-Bueno, tal vez unos 30 o 20 minutos. Pero así sean 10, no importa. Al menos así lo veo o hablo con él y sé que está bien.
***
Era la mañana del 25 de febrero. Rosa y su hija Evelyn caminaban con prisa hacia la Unidad de Flagrancia de la Fiscalía General del Estado, en la avenida Patria, en el norte de Quito. Una decena de madres, esposas e hijas se unieron también para reclamar por los derechos de sus familiares, por una rehabilitación digna y humana. Fueron pocas, pero a partir de aquella mañana decidieron protestar todos los días.
“¡No más muertes!”
“¡Ellos también tienen derechos!”
“¡Sentenciados de la libertad, no sentenciados a muerte!”
Ellas reclamaban al Gobierno de Ecuador la garantía de derechos de las personas privadas de la libertad luego de la masacre. Pero, además, cuestionaban los fallidos estados de excepción decretados entre mayo del 2019 y octubre del 2020. Ni la intervención militar, policial y administrativa redujo la violencia que llegaría en 2021.
Rosa lo aclara. Ella, al igual que otras familias, no pide la liberación de su hijo. Rosa exige que la sentencia para su hijo no sea su muerte. Que la vida de Carlos y la de sus compañeros sea protegida, que completen su condena con una alimentación adecuada, con acceso a servicios de salud y a la comunicación y vinculación familiar, derechos que están reconocidos en el artículo 12 del COIP pero que no se cumplen.
Cuando Carlos llegó a su celda, no tenía dónde dormir. “No tenía colchón, al principio dormía debajo de su cama para protegerse. Y si usted quiere conseguir, hay que pagar bastante por una cama. Yo le pasé una esponja hasta poder pagar, relata Rosa. El costo por un colchón puede variar entre 50 y 80 dólares, dependiendo del lugar y de quién los oferta, cuenta.
En la cárcel sobrevive el más fuerte, confirma Rosa. Y no lo dice como una metáfora: en las prisiones esa ley determina la estancia y la vida. Además del economato que paga cada semana para que Carlos logre abastecerse de víveres y artículos básicos, la madre cuenta lo que es otro secreto a voces: la extorsión a través de depósitos bancarios. “Usualmente, ellos (detenidos) mandan los números de cuenta al celular del familiar para que se deposite directamente el dinero. Si no lo hacemos, nos han dicho que nos atengamos a las consecuencias”.
Lo mismo ocurre con la alimentación. “La comida es muy mala. El que tiene plata para pagar, come más. Yo le pongo lo que puedo a mi hijo, pero no siempre alcanza. Y es que allí pareciera que no son seres humanos, los tratan como si no valieran nada, como si fueran muertos vivientes”, reclama.
Rosa recuerda que cuando ella estuvo encerrada ahí dentro, se levantaba a las seis de la mañana, todos los días, para poder ducharse, porque el agua escasea y para que dure, la deben guardar en botellas. “Yo siempre agradezco el alimento, pero la colada que nos daban era incomible; teníamos que ponerle leche en polvo para que nos pase. El almuerzo es muy poco. A veces se han encontrado babosas en la ensalada, porque ahí mismo siembran. No hay, como dicen, un servicio de catering. Eso es mentira. Y yo sé que se está cumpliendo una sentencia, eso lo acepto, no lo reclamo, pero, ¿acaso no somos humanos?”.
La falta de acceso a la salud también ha sido denunciada por las familias. Rosa hace memoria: “Así usted se esté muriendo no le sacan al médico. A veces nos pasaba con guías penitenciarias que no son humanas y a quienes no les importamos, por más dolor que sintamos. Había una guía que decía que somos ‘automáticas’, que vivíamos así, como por el aire. Claro, no todas eran así, muchas eran tranquilas, pero sí había maltrato”.
En prisión, cualquier lugar es otro lugar. Las personas privadas de la libertad buscan distraerse, encaminar la mente hacia otra dirección que no sea la violencia durante el encierro. Rosa recuerda que ingresó al ‘laboral’, uno de los seis ejes de tratamiento planteados por la SNAI para el proceso de rehabilitación, y al cual se han adherido 13 218 presos y presas a escala nacional, según datos oficiales. También hay otras opciones: educación, salud, vinculación familiar y social, cultura y deporte. La participación en esos ejes es, además, un requisito para acceder al beneficio de la prelibertad. Pero eso no es suficiente.
Rosa recuerda que hacía fundas de regalo durante tres horas al día. Esa era su actividad de reinserción laboral. La remuneración era un pago mensual de entre 3 y 5 adicional en su economato. “Cuando usted deja listas las fundas, a veces hasta se olvida que tiene que cobrar”, dice y suelta una risa. Lo que a ella le interesaba era mantenerse lejos de la violencia. Entonces, no solo decidió trabajar, sino que iba a la ‘escuelita’ y así evitaba problemas con otras compañeras. Sin embargo, la situación de Carlos es diferente.
En la etapa de mujeres la convivencia puede llegar a ser violenta, cuenta Rosa, por las disputas por el agua, los alambres para colgar la ropa e incluso por los robos de minutos en las cabinas telefónicas. Pero ella cree que esa violencia no se compara con la que se vive en la sección de los hombres, que conforman el 88,5% de la población penitenciaria del CRS de Cotopaxi. “El ambiente ahí es diferente, muy diferente, porque por lo mínimo buscan pelea. El que tiene dinero está bien, si no lo mandan a lavar la ropa de todos o lo obligan a hacer otras cosas”, cuenta.
Rosa dice que en la cárcel hay que saber aprender a convivir y a evitar problemas. Eso es lo que ha intentado hacer Carlos: mantenerse lejos de las mafias que operan en el interior de la prisión y a las cuales muchos hombres se han adherido para sobrevivir. “Él no se mete con nadie, no se mete en nada. Pero él lo ha visto todo: los maltratos, la violencia. Mijo no se deja, se defiende. No permite que lo agredan porque él lo vivió en carne propia. Tuvo una niñez dura. Mi esposo era muy machista y si algo no le gustaba, les pegaba a ellos y a mí. Yo intentaba protegerlos y ellos también querían defenderme, por eso su carácter es duro y no se quiebra”, relata.
El hacinamiento, el hambre, el encierro, la falta de recursos y la ausencia de vínculos humanos crea escenarios donde la violencia crece en escalada cuando las mafias quieren marcar territorio y reclutar a otros internos. Rosa apenas duerme pensando en los peligros, sobre todo, después de la conversación que mantuvo con Carlos el 28 de febrero, un día antes de que se registrara otro amotinamiento en el CRS de Cotopaxi. Durante ese corto diálogo, Carlos le pedía a su madre algo de dinero para comprar un arma porque había alertas sobre la incursión de un grupo de detenidos de mediana seguridad que intentaba ingresar al pabellón de mínima.
-Rosita, regáleme 10 dólares para comprar un machete, por favor.
-¿Cómo vas a hacer eso, mijo?
-No, mamita. Si yo no me defiendo, me van a matar. No voy a meterme en nada, te prometo, Rosita.
Rosa espera unos segundos y se recompone. Ella conoce a Carlos y sabe que él está preocupado, pero la apacigua con llamadas y palabras de aliento hacia su madre. Y lo mismo hace ella con Carlos. “Él me dice: ‘Rosita, no me va a pasar nada. Tienes que estar tranquila. A fin de cuentas, yo soy varón’. Él no se da cuenta de que ese varón es mi hijo. Es un dolor para mí porque, ¿qué me está queriendo decir? A veces pienso que decidió morirse…”. Rosa suelta su temor y luego se entrega al silencio. Entonces, su celular timbra. Pero no es Carlos, sino Patricio, su otro ‘hijo’, un joven al que considera un miembro más de la familia y quien también cumple una pena privativa de libertad en el CRS de Cotopaxi. Él también espera la prelibertad, pese a que ya sobrepasó el 60% de su condena.
Es 1 de marzo y las noticias se replican: cinco guías penitenciarios fueron retenidos durante un nuevo amotinamiento, pero la Policía logró controlar a los presos. Hasta ese momento, antes de la llamada, no tenían noticias de Carlos o de Patricio. “Tranquila, cuchita. Solo la comida no nos han dado, pero ya vamos a ir después. Solo necesito que ya despachen mi carpeta, por favor”, le dice a Rosa. Entonces, ella me cede los pocos minutos que tienen juntos para que Patricio me cuente lo que se vive en Latacunga.
-Aló, aló, dígame…
-Patricio, ¿cómo está todo por allá?
-No pues, todo tranquilo, gracias a Dios. Lo que pasa es que bajaron unas personas de mediana seguridad aquí a mínima. Fue otro altercado pero no pasó a mayores. No hubo heridos, no hubo muertes.
-¿Quiénes son esas personas?
–No les conozco. Solo sé que son de mediana seguridad y que son peligrosas. Nada más.
(Una voz automática suena: Tiene dos minutos…)
-¿Cómo está el ambiente en Latacunga? ¿Estás bien? ¿Estás seguro?
–Todo aquí está tenso. Pero en mínima seguridad estamos tranquilos. Ya pasó todo. Carlos también está bien. No se preocupen.
-¿Qué es lo que necesitas?
–La agilización de papeles, porque el 60% de mi condena ya la completé y no nos acolitan, no nos ayudan con eso. Aquí nosotros sabemos el delito que cometimos, no estamos diciendo que no, pero necesitamos esos papeles. La agilización de los papeles es del 60%. A todos les están negando. Queremos salir, volver a nuestros hogares, a nuestros hijos.
(Otra vez la voz interrumpe: Tiene un minuto…)
-¿Crees que la violencia acabe?
Aquí toda la gente está tranquila, esperando la voluntad de Dios. Pero estamos bien. No estamos armados. Solo Diosito sabe cómo hace las cosas. Todos estamos aquí. Vamos a estar bien. Quiero que mi familia esté tranquila. Ya nos vamos a ver pronto.
Su tiempo se ha terminado…
Hay silencio e intercambio de miradas. Han sido dos minutos con Patricio, aunque han parecido solo unos cuantos segundos.
“Ya no soporto esto… ¿cuándo va a terminar, señorita?”, me pregunta Rosa, mientras observa la misma fotografía de Daniel, su hijo fallecido, colgada en su local. Está cansada y siente que a veces los días pasan sin fecha. Pero ella no duda ni desfallece. El miércoles 17 de marzo, ella y Evelyn salieron a las calles de nuevo para plantarse ante el edificio del SNAI y reclamar no solo por Carlos y Patricio, sino por las 38 828 personas presas en Ecuador, por sus derechos, por sus vidas.
“…Estarás orgullosa porque seré otro hombre
y he matado mi triste soledad y mi llanto
y ahora son las distancias y las acciones buenas
y aunque estamos muy cerca y sin embargo lejos
yo haré que esta acidez se convierta en dulzura
y de esta despedida sin viaje volveremos
para darnos un beso cuando estemos de vuelta”.
(Regreso. A mi madre. ‘La mutación del hombre’. Miguel Donoso Pareja, 1957)
Rosa lo repite: no quiere más orfandad. Rosa no quiere amanecer con otros 15 mensajes y videos de la masacre viva en el interior de la cárcel que confina a Carlos y a sus compañeros. No quiere más distancias ni despedidas. Quiere que su negocio -ese espacio chiquito y acogedor- sea la única ‘celda’ en la que el encierro, de alguna manera, signifique amor, esperanza y empuje.
Carlos espera la libertad y el anhelo de un nuevo comienzo, de que su proyecto de vida haciendo muebles aún sea posible en su país, Ecuador. Carlos sueña con el abrazo de sus hermanos a su regreso, pero sobre todo, imagina el beso de su madre en la frente.