Por Elvis Nieto / La Barra Espaciadora.
Primer tiempo: abslutamente solo
Pisar suelo gringo por primera vez es poner un pie en el cielo y otro en el infierno. Lo mejor y lo peor del mundo aparecían juntos o por separado, por partes o de a poco. Mis imágenes de lo que había visto en la televisión se hacían carne y cemento.
Aterricé en Tucson los primeros días de noviembre del 2004. Fue mi primera cobertura en Estados Unidos, en el estado de Arizona, en plena frontera con México. Llegué orgulloso y lleno de ilusión, con nivel intermedio de inglés y el convencimiento de que yes, please, good morning, hello, bye y thank you son más que suficientes.
Luego de una semana de entrevistas a migrantes pensé que podía andar sin necesidad de mucho inglés. Acabé mi trabajo y me quedé dos días más dando vueltas. No tuve inconvenientes; por donde iba me encontraba con latinos y todo se resolvía sin mayor esfuerzo.
Para la víspera del regreso a Quito, el 5 de diciembre, ya sin plata, en lugar de pagar 70, 80 ó 100 dólares de hotel, decidí alojarme en el aeropuerto de Tucson pues mi vuelo salía a las 06:30. Por mi cabeza pasaban imágenes de gente caminando, sentada junto a sus maletas, niños correteando…, pero, para mi sorpresa: ¡ni un alma! Era la medianoche del domingo y todas las luces estaban encendidas. Entré y, de pronto, el silencio. Como fantasmas, aparecían y desaparecían los escasos empleados de la limpieza que iban -no sé si empujando o arrastrados- detrás de unas aspiradoras que parecían cuadrones.
Yo jalaba, con las justas, una maleta que pesaba, según mi cálculo, dos toneladas, y cargaba una mochila que, fácil, equivalía a otra tonelada. Me senté en una de las butacas de espera, desde donde se veían solo paredes y ventanales. Un absurdo sentimiento de soledad, pero de soledad-soledad, en el sentido menos romántico de la palabra, se apoderaba de mí. Era el único pasajero en el aeropuerto. Repito: ¡el único! Y ser el único pasajero en un aeropuerto es como ser el único hincha en un estadio sin juego o el único comprador en un centro comercial con todas las tiendas cerradas.
Segundo tiempo: las ganas de orinar
A las dos de la madrugada del lunes las ganas de orinar se adueñaron de mi cuerpo y de mi mente. Crucé la pierna y pensaba: si me voy al baño, ¿qué hago con estas maletas?, ¿puedo ir al baño con tres toneladas encima? Empecé a sudar, a tratar de pensar en la relación entre las teorías de la comunicación y la comida chatarra, en Mattelart y el Burguer King… En eso apareció frente a mí, de la nada, un hombrecillo que no medía más de un metro sesenta de estatura. Su rostro campesino y su aspecto de duende me asustaron, primero, y enseguida me llenaron de esperanza.
-Hola, ¿de dónde eres?, me dijo, sentándose enfrente, mientras acomodaba unas maletas que casi alcanzaban su altura.
– De Ecuador. ¿Y tú?
– Pos de México.
Tras las presentaciones de rigor, agradecí a Dios por tan noble gesto de enviarme un amable desconocido para que cuidara mis maletas mientras iba al baño. El mexicano -de unos 40 años pero con cara de niño- me contó que llevaba ya más de la mitad de su vida en Estados Unidos. Se jactaba de hablar y entender el inglés al cien por ciento aunque era prácticamente analfabeto. Fue agricultor, mesero y ahora era cocinero en Ohio. Me contó que desde niño había cruzado la frontera en varias ocasiones hasta que siendo adolescente decidió quedarse en tierra gringa.
-Hace mucho frío. ¿Así es siempre en esta época del año?
-Fuuuu… esto no es nada. Cuando cae la nieve no hay ni como salir.
-¿Y cuántos meses dura eso?
-Como hasta marzo.
-Razón que los ecuatorianos prefieren Miami -dije estúpidamente, con la vista puesta en la puerta del baño.
– ¿Y qué haces aquí?
-Vine por trabajo, a hacer unas entrevistas. ¿Y tú?
-¡Ah, eres periodista!, ¿y no sabes inglés?
-Más o menos. Me defiendo con unas cuántas palabras y frases.
-¡Un periodista debería saber inglés!
-Con el español me va mejor. Además tengo que escribir en español. ¿Y tú? -insistí.
-Vine a ver a mi hermana, la llevo de vuelta a México.
La urgencia por ir al baño me había robado la poca concentración que me quedaba para mantener la charla. A la vez, estaba picado. Él, un mexicano que apenas sabía dibujar su firma, me estaba tratando como si yo fuera el analfabeto.
-¿Cómo aprendiste a hablar inglés?, le pregunté.
-Viendo, escuchando y oyendo. Cuando llegué pasé en las calles, me metía a los bares, a los restaurantes, la gente me hablaba y no entendía nada, pero con el tiempo vas aprendiendo. Mi hermana no sabía nada…
– ¿Y cuánto tiempo te llevó aprender?
– Toda la vida, aunque aún me falta, porque solo sé leer y escribir un poco.
– ¿Y no acabaste la escuela en México?
– No. Algo me acuerdo y escribo apenas tantito.
– ¿Por qué no aprendes?
– Porque no lo necesito. Acá solo tienes que saber trabajar y algunas cosas básicas y ya; no lo necesito.
– Si quieres un mejor empleo debes leer y escribir, supongo.
– Aquí no es como allá. Aquí se trabaja y eso es todo. ¿Para qué ir a la escuela?
– Para escribir un correo a tu familia o para conectarte a Internet. Para eso hay que leer.
– ¿Lees para entrar a la computadora?
-¡Claro!
-¡Jajaja… Pero si no es necesario!
-A ver, por ejemplo, necesitas leer el pasaje y ver la aerolínea y la hora a la que viajas…
– No. Todo lo preguntas y te lo dicen. ¿Cuánto te pagan la hora como periodista?
– No he sacado el cálculo.
– Deberías venir a trabajar acá. Es muy bueno. Se gana en dólares y puedes ahorrar.
– ¿Has ahorrado mucho?
– Un poco. A veces lo que gano me gasto porque no tengo mujer ni hijos. Soy solo yo… Bueno, y mi hermana…
– ¿Y tienes mucha familia en México?
– Pos un poco. La neta es que ni me acuerdo. Ha pasado mucho tiempo… En el trabajo no hay tiempo de pensar en esas cosas, sino solo de trabajar y hacer dinero, de progresar.
Lo interrumpí. Es que las ganas de orinar habían superado todo límite.
– ¿Será que puedes ver mis maletas hasta regresar del baño?
– ¡Pos claro!
Era depender de él o depender de él. Con la vejiga a punto de estallar, aquella idea de que todo depende de uno mismo se me fue a la mierda. Mis cavilaciones sobre la comunicación, la globalización y el estilo de vida norteamericano se hacían trizas de solo pensar que estaba a diez metros del urinario. Él puso sus pies sobre mis maletas y sentí que así mi vida -resumida en ropa sucia, compras y urgencias- quedaba en sus manos.
Tercer tiempo: sal si puedes
La puerta del baño me era muy similar a las de las bóvedas de los bancos: ancha, grande, daba la impresión de ser muy pesada. Pero como ya me orinaba, la abrí de un soplo. No vayan a creer que llegué corriendo. Cuando me levanté de la butaca caminé despacio, sin mostrar desesperación, seguramente ayudado por mi inconsciente, que no perdía de vista mis maletas. Solo al entrar al baño corrí, y corrí de verdad. Torpe-torpe, con las justas, pero con las justas, me bajé el cierre del pantalón. Ustedes entenderán, con el primer chorro, un alivio casi religioso me devolvió la calma y el alma. A medida que evacuaba ese líquido amarillento y humeante, un temblor me atravesaba el cuerpo, Dios existía, la felicidad era posible, el sueño americano empezaba por un baño, un urinario gringo era -después de sus ofertas- lo mejor que había en la tierra; un orgasmo sin sexo, así de simple, así de estúpido y ridículo…
El baño era tan grande y estaba tan limpio que al correr se escuchaba un eco, tosía y había eco, abría el grifo y había eco. Estaba solo, solo, solo. Me divertía saber que la aventura por satisfacer mi necesidad vital urgente e inmediata había sido consumada. Mis maletas me esperaban. ¿Y la salida? Allí empezaron mis problemas más que con el inglés, con mi vista deficiente (o insuficiente). Había dejado mis lentes en la sala de espera (primera lección aprendida de un viaje: jamás separarse de los lentes, jamás de los jamases). Caminé hasta la puerta por la que había entrado. La quise abrir pero no tenía chapa ni un tubo para jalarla. Fue como si el sentido común se me hubiese ido en el urinario. Y la desesperación empezaba a ganar. Estaba de pie frente a la puerta, como burro frente al piano. ¡¿Cómo chucha salgo?! Empecé a rasgar con las uñas los filos de la puerta, pero era inútil. La lámina metálica estaba tan bien puesta que parecía dibujada en la pared, no había modo de abrirla.
¿Qué hago?, ¿grito?, ¿pido auxilio? ¡Huevadas! Me obstiné y mi meta fue abrir la puerta como sea. Pero nada. Otra vez empecé a sudar, pero pensando en que mis maletas acabarían en algún pueblo mexicano. El silencio de la medianoche empezaba a ser sustituido por voces y ruidos en los pasillos y yo, encerrado en el baño hablando conmigo mismo: una suerte de diálogo entre el tonto sereno y el torpe desesperado.
– ¡La gran puta, esta es una pesadilla!
– No es lógico; tienes que salir.
– ¡¡¡Mis maletas, mis maletas, mis maletas, mis maletaaa!!!
– Tranquilidad, Reyes, tranquilidad.
– ¡Ya sé! Luego del 11 de septiembre aquí tiene que haber más salidas, algunas pueden estar escondidas en el suelo, en el techo. ¡Eso es: en el techo!
– Claro, trépate las paredes. Dale…
– Mierda, ¿será que alguien entra ya mismo al baño?
– ¿Para que te ayude a subir al techo?
– No. Para aprovechar el momento en que entra y salir por la puta puerta que no puedo abrir desde adentro.
– ¿Y las maletas?
– ¡PuK – *$#&$% – ta!
Luego de media hora tratando de abrir llegué a una conclusión: esa puerta no se abre desde adentro. ¡Wow! Mi estupidez merecía un premio. Y gané dos: el primero fue verme reflejado en un espejo grandote como un inútil y el segundo, la sospecha de que había que buscar la salida en el otro extremo de ese baño-sala convenciones. Y ni saben: encontré un letrero que decía Exit. Otra vez Dios se había acordado de mí, había puesto delante mío una chapa que solo debía jalar y el milagro estaba hecho: a las tres de la madrugada puse mis pies fuera del baño.
Cuarto tiempo: good bye
– ¿Qué pasó?, ¿por qué te demoraste tanto?
– Comí algo, me hizo mal y… Bueno, la verdad, la verdad: me quedé encerrado en el baño.
– ¿Por qué?
– Porque no encontraba la puerta de salida…
– ¿Qué?
– Olvídalo…
En los pasillos ya había más pasajeros. El personal de las aerolíneas empezaba a ubicarse en sus respectivos counters. Me sentía como si hubiera regresado del Triángulo de las Bermudas a la realidad real. Me acomodé encima de las maletas para dormir un poco hasta que me despertaron los primeros llamados a abordar. Cuando abrí los ojos, mi compañero de puesto ya no estaba, ¡desapareció!
Los altoparlantes llamaron a los pasajeros que viajaban rumbo a Miami en el vuelo de las 06:30. Mientras hacía la fila para ingresar al avión, oí que una voz me llamaba desde lejos. Al voltearme vi al mexicano sonriente junto al ventanal desde el cual se veía al avión de American Airlines que estábamos a punto de abordar. Me llamaba con insistencia. Solo se lo podía distinguir de la multitud por su sonrisilla de duende y más cuando alzaba la mano. Dejé mi puesto en la fila (al fin las maletas de mi tormento estaban ya entregadas) y fui a verlo.
-Te quería mostrar algo -me dijo sin perder su sonrisa. Señaló al avión con su dedo índice-. Ahí va mi hermana.
– ¿Tu hermana?
– Sí, ¿recuerdas que te dije que la llevo de vuelta a México?
– Claro.
– ¿Las ves? Allá, en la rampa por donde suben las maletas? -Pensé que el pequeño mexicano estaba delirando.
– ¿En la rampa?
– Sí, en la rampa.
– Allí solo hay maletas.
– Pos no, fíjate bien.
– No veo a tu hermana…
– Ahí va mi hermana. La están subiendo ahorita, mira, en el ataúd.
Me quedé tieso. No dije nada. En menos de cinco minutos me contó que ella, quien recién había cumplido los 18 años, intentó cruzar la frontera, igual que él lo había hecho hacía más de 20 años: en un camión y por caminos clandestinos. Una patrulla lo persiguió, el chofer perdió el control y se volcó. El mexicano no sabía cuántos inmigrantes habían muerto, pero hablaba como si fueran muchos y su hermana una más. Le dije que lo sentía mucho, pero parecía no escucharme. La sonrisa que, estaba claro, no era de felicidad, no se le iba del rostro.
– Supongo que es un momento difícil…
– No tanto. Cruzar siempre es un riesgo. Pasas o te mueres. Aquí es así.
-(…)
– Vamos, que nos están llamando al avión…
– Espera, yo me quedé dormido un rato y desapareciste… ¿Adónde fuiste?
– ¡Pos, al baño!