Por Soledad Domínguez / @SoledadDomingu4
Son las 11 de la mañana del primer sábado de invierno en Rio de Janeiro. En la zona norte, en un escenario al aire libre del centro cultural del Servicio Social del Comércio (SESC), en Tijuca, suenan los tambores en manos del haitiano Bob Montinard. Es la feria por del Día Mundial del Refugiado, que organiza Caritas Rio de Janeiro. El músico se ubica en el centro y, con la ayuda del senegalés Papa Babou Sech, pide al público que lo acompañe con voz y aplausos. Ríe y hace reír a todos, aunque no se entiende lo que canta. Con el ritmo y con su expresión abierta es suficiente. Los congoleses y angolanos de alrededor se acercan a bailar y los brasileños se animan a soltar las cámaras de sus celulares para empezar a aplaudir. Me recuerda a la emoción con la que el judoca congolés Popole Misenga, del Equipo Olímpico de Refugiados, fue ovacionado en Rio 2016.
Una excepción
Al final de la segunda terraza, al fondo, bien al fondo, donde se termina la feria, hay una tienda decorada con guirnaldas. Son los colores de la bandera de Venezuela y junto a ellos hay una cartulina que dice “DULCIPAN”. Ese es el sector de los latinoamericanos. Dulcipan era el nombre de la panadería que Josmirt Oliveros y Armando Baró, de 33 y 39 años, tenían cerca de Caracas. Su pequeña Natasha, de 4 años, llama y corretea por el patio con un tatuaje de brillantinas de princesa estampado en la frente.
Brasil tiene cada vez más y nuevos rostros de migrantes que vienen de países africanos y de América Latina. Hasta finales de 2017, el Estado brasileño reconoció a 10 145 refugiados, de acuerdo con datos divulgados por el Comité Nacional para los Refugiados (Conare). Según la Secretaría Nacional de Justicia, entre 2010 y 2017 hubo 17 865 solicitudes de refugio de venezolanos. Pero los datos de las fuentes son ambiguos.
Los congoleses reconocidos habrían llegado a 953, los haitianos a 2 362. Se estima que 49 581 haitianos entraron al país entre 2010 y 2016 y hasta hoy los venezolanos llegarían a 50 000.
Si bien los venezolanos en Rio son un pequeño porcentaje de ese total, la ‘ciudad maravillosa’ se perfila como una de las que más migrantes de esa nacionalidad recibe, después de Boa Vista. En la zona más alejada del mar, los venezolanos se reúnen, se cuentan las historias de sus travesías mientras comen arepas e intercambian información de parientes que necesitan los medicamentos que no llegan a su país hace meses o años. Así quieren mantener viva su memoria colectiva.
Desde que llegaron a Brasil, en septiembre pasado, Josmirt y Armando ofrecen panes caseros salados, integrales, unos pocos con jamón, otros dulces, con canela, leche y mucha mantequilla, que se llaman cinnamon rolls. Son típicos de su país. Armando los cocina en el hornito de la casa que alquilan en el barrio de Cascadura, cercano a Madureira, a tres cuadras de la estación de tren. Hay cocina y sala de estar, hay dos sillones que forman una L y una mesa donde organizan las bandejas con los panes. La casa de techos de chapa ondulada, que dejan pasar la lluvia, está al final de un largo pasillo. Las pisadas se hunden en el suelo. A ratos cemento, a ratos azulejos quebrados.
Para el evento de este sábado, Armando empezó a trabajar la víspera, como al mediodía, y luego amasó y horneó hasta las cinco de la madrugada. El trabajo rindió unos 85 paquetes. Al final del día tenían un promedio de 300 reales brasileños, el equivalente a unos 75 dólares estadounidenses. “Si así vendiéramos todos los días podríamos estar bien”, dice Josmirt, envuelta en sus zapatillas deportivas de bordes lila, mientras guarda el dinero en una bolsita de tela. Pero ese día fue una excepción.
Sabor a mí
El pan casero es la principal fuente de ingreso para la familia Oliveros Baró. Armando –después de trabajar en una fábrica de ropa durante tres meses colocando botones y planchando– es ahora auxiliar de una empresa que monta cámaras de seguridad en edificios. Pero esos ingresos no bastan. Armando no gana ni el salario mínimo. Por eso, durante las noches y los fines de semana, prepara pan para vender por encargo de clientes cariocas o en las ferias de los alrededores del barrio.
Las paredes amarillas de la casa donde viven transpiran con el calor del pequeño horno. Un promedio de doce horas, entre sábado y domingo, ese horno está encendido. Huele a canela, a manteca y a harina. La luz de un rayo de sol, que se cuela por la puerta, acompaña la entrada de la pequeña Natasha –sus rizos en dos colitas–, que carga sus cuentos bajo los brazos, sus muñecos y esos seres imaginarios a quienes les habla en portuñol.
La voz grave de Armando tararea. Él embadurna con huevo batido la superficie de los rollin, cierra los ojos y se contonea al compás de Rolando Laserie, el ícono del bolero cubano, que canta Sabor a mí desde los parlantes del equipo de sonido. “Esta música es lo que me conecta con la cocina y con mi padre, mi abuela y abuelo”. A Armando le gustaría ser niño otra vez, volver a tener esa sensación de cuando otros adultos lo cuidaban y protegían.
Resulta difícil imaginar a Armando con miedos e inseguridades –grande, alto, de rasgos africanos, labios gruesos y ojos redondos–, parece inquebrantable, como una muralla de contención ante cualquier tipo de peligro. El cuerpo macizo, redondo, enorme. Es ese el Armando que habla de su hija Natasha y de Josmirt, y de las decisiones familiares de los últimos cuatro años. “Es ahí cuando, por ráfagas de segundo, me acuerdo de la sensación de cuando era chiquito y otros me protegían”.
Armando camina de un lado al otro. Canta, se detiene, abre el horno, conversa. Se sienta y estira las piernas. Se levanta cuando Josmirt le recuerda –en tono sereno– que debe volver al trabajo. Hay una entrega pendiente en la zona sur de la ciudad. Hay que tomar tren y subterráneo para llegar antes de las ocho de la noche al otro lado, donde hay mar.
Josmirt y los números
Cuando no tienen entregas a domicilio, uno de los puntos de venta es la estación de Madureira y la Feria de Abolição. Los sábados, mientras Armando cuida a Natasha, Josmirt se abre paso entre las escalinatas próximas del tren y avanza, con el cabello hasta el hombro, atesorando una canasta de plástico bajo el brazo y un promedio de 8 paquetes de rolls para vender.
Josmirt es tímida aunque de mirada sostenida. Lo poco que dice en palabras adquiere intensidad en la manera que tienen sus ojos marrón canela para mirar. Lleva el pelo planchado y largo hasta la cintura. Todavía se avergüenza al hablar en portugués. “No me sale el ti ti ti carioca, el xiado –confiesa, mientras arma los paquetes de 5 panes con sus manos en guantes de plástico–, y cuando digo ‘doce’ –refiriéndose al pan dulce–, me parece que estoy diciendo el número 12, en español, que se pronuncia igual”.
Los venezolanos son el flujo migratorio que más creció en Brasil en los últimos cuatro años. Hoy constituye la mayor comunidad de refugiados y solicitantes de este estatus. Más de la mitad de los casos totales, seguidos por los haitianos. Según ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados) más de 1 millón de venezolanos salieron de ese país entre 2014 y 2017. Josmirt, Armando y Natasha son apenas tres de ese millón. Los venezolanos representan más de la mitad de los pedidos de refugio realizados a Brasil, con 17 865 solicitudes, seguidos de los cubanos (2 373), los haitianos (2 362) y los angoleños (2 036). Los estados brasileños con más solicitudes de asilo de ciudadanos de varias nacionalidades son Roraima (15 955), São Paulo (9 591) y Amazonas (2 864), según datos de la Policía Federal.
A inicios del 2017, Brasil autorizó la residencia temporaria a ciudadanos de países limítrofes que estaban fuera del Acuerdo de Residencia para Nacionales de los países parte del Mercosur. Y esto beneficiaba a los venezolanos. “Nos pareció que era una posibilidad para aprovechar y que Brasil nos daría más chances. Al ser un mercado tan grande, menos compatriotas vendrían”, cuenta Josmirt.
Aún así, el número de venezolanos en Brasil es menor en proporción a lo que sucede en otros países limítrofes como Colombia, donde se estima que ya se han instalado más de 870 000. Los números de la Policía Federal también muestran que hasta julio de este año, aproximadamente 128 000 venezolanos entraron a Brasil por la frontera de Pacaraima, más de la mitad volvió a Venezuela y la otra siguió viaje hacia otros destinos de la región.
La política migratoria brasileña se había despojado de las restricciones racistas y discriminatorias que hubo a lo largo del siglo XX. Se hizo un poco más abierta desde el proceso de redemocratización, a partir de 1984, según Mauricio Santoro, Jefe del Departamento de la carrera de Relaciones Internacionales de la UERJ (Universidad del Estado de Rio de Janeiro). Y a pesar de los retrocesos actuales en las áreas sociales, de educación y derechos humanos en todo el país, la política sobre migración ha avanzado. “Brasil tiene una nueva ley de migración aprobada en mayo del año pasado –explica Santoro–, y las autoridades han procurado atender las necesidades humanitarias de la crisis migratoria venezolana. Y si bien no es el escenario ideal y hay problemas en cuanto a la falta de un plan de acción contundente para ampliar los servicios básicos y redistribuir a esas personas por el territorio, también es cierto que hay elementos que deben resaltarse”.
Sin embargo, a lo largo de todo agosto, la frontera de Pacaraima entre Venezuela y Brasil se cerró por unas horas entre los días 6 y 7 por una decisión de la justicia local del estado brasileño de Roraima que fue revocada por el Supremo Tribunal Federal y rechazada por el gobierno nacional.
La tercera semana de agosto, circuló por el grupo de Whatsapp Venezolanos en Rio, al que Josmirt pertenece, un video que se viralizó en la redes sociales: en Pacaraima una avalancha de personas ataca pertenencias y campamentos de migrantes venezolanos mientras se entona el himno nacional brasileño. La cadena O Globo de televisión difundió en su noticiero un mapa del territorio nacional donde se mostraba la expansión del sarampión, que atribuyen a los migrantes venezolanos y que se habría detectado hace más de un mes en la comunidad indígena yanomami, donde la mayoría serían venezolanos.
En Venezuela, en Guarenas, las clientas de Josmirt dejaban de visitar la peluquería y, por lo tanto, de teñirse, cortarse y plancharse el pelo. Si en 2016 unas 30 señoras iban a la sala de su casa, donde ella atendía frente a espejos bien iluminados y con el equipo necesario, en 2017 el número de visitas había caído a 5 clientas que –a lo sumo– se secaban el cabello. Vendieron la moto y otras pertenencias y le apostaron a un proyecto de gastronomía que no fallaría.
Armando había aprendido a cocinar con su abuela en Cuba, donde nació y vivió hasta sus 25 años. Así nació Dulcipan. Los pedidos comenzaron siendo surtidos. Al principio, unos 15 diarios. Juntos los adornaban con cremas y merengues y la casa empezó a absorber los aromas de harina y vainilla hasta impregnarse en las paredes delgadas.
Pero las solicitudes fueron mermando y bajaron casi a 3 por semana. “La gente empezaba a priorizar otros gastos, y en medio de la escasez uno no se podía dar el lujo de comerse un pastel”, comenta Armando. Lo que más se necesitaba era comer y, sin embargo, un emprendimiento como este era un fracaso debido a las fluctuaciones de precios, salarios y falta de insumos. “Necesitábamos básicamente harina, pero pasó de costar 90 000 a 500 000 bolívares, y los salarios no llegaban al millón”.
Venezuela cerró el 2017 con una inflación del 2 616% y una caída del producto bruto interno del 15%, pero el Fondo Monetario Internacional ha previsto que al finalizar el 2018, la inflación en Venezuela alcance la escalofriante cifra de 1 millón por ciento.
A Josmirt y Armando, la idea de seguir en Venezuela se les fue pulverizando después de haber participado en el referendo de julio de 2017, que convocó la oposición para expresar el rechazo a la Asamblea Nacional Constituyente. El gobierno repartía alimentos en las famosas cajas CLAP, pero para acceder a ellas, las autoridades pedían el Carnet de la Patria, un documento que se podía gestionar a través del Consejo Vecinal. “Y nosotros no lo pedimos porque entendíamos que era coacción”, cuenta Armando.
En pocos meses, desarmaron la casa de un segundo piso que alquilaban en el barrio de Oropeza Castillo, en Guarenas, a unos 30 minutos de Caracas. Lo último que pudieron armar fue un bolso en forma de gusano donde cargaron la cafetera Oster y la batidora que habían comprado en el negocio de electrodomésticos donde Armando era gerente. La olla a presión eléctrica para preparar frijoles la llevarían a la mano.
La madrugada del 2 de septiembre de 2017 la familia inició el viaje más largo de sus vidas: 6 458 kilómetros por tierra hasta la frontera con Brasil, y el último tramo en avión, de Manaus hacia Rio de Janeiro.
Consciente de que una de las situaciones más estresantes para los pequeños son las mudanzas, Josmirt trató de explicarle a Natasha lo que pasaba. Mezcló todo lo que sabía de Brasil y le dijo que mamá y papá la llevarían a un largo paseo hasta llegar a un parque con montañas verdes y aves de colores donde podría jugar con otros niños. Se lo dijo como si le contara un cuento. Natasha, desde entonces, en cada tramo del viaje hacia Rio de Janeiro preguntaba si ya habían llegado.
Con todo lo que lograron vender, pudieron pagar el transporte hasta la frontera y comprar los pasajes por tierra hasta Manaus, y de allí un vuelo solo de ida a Rio de Janeiro. “Acabamos llevando nada más que 70 dólares estadounidenses para los hospedajes y comidas en el camino”, dice Josmirt, con su voz pausada. Parece medir las palabras. Uno no puede imaginarla perdiendo la paciencia, aun en las situaciones más extremas.
El 3 de septiembre pasaron la frontera Santa Helena de Uiarén–Pacaraima para seguir camino a Boa Vista.
Clandestino
Armando sabía que no lo dejarían entrar a Brasil. Es de origen cubano y la cédula de ciudadano residente en Venezuela no le serviría. Necesitaba la visa. Desde sus 25 años tuvo que pasar controles aduaneros con lo puesto y sin documentos. Dio explicaciones a cónsules, funcionarios de ministerios y aeropuertos, sobre por qué se fue de Cuba, por qué luego a Venezuela y por qué no le gusta que lo llamen “desertor”, y mucho menos “excubano”.
Armando ya tenía diferencias políticas con el régimen de los Castro desde los años noventa. “Yo había adherido al proyecto Varela, impulsado por el opositor político cubano Oswaldo Payá. Firmé una petición para un referendo por cambios en las leyes que garantizarían mayores libertades individuales. Muchos de los que firmaron fueron amenazados. Y en ese momento ya se habían acumulado muchas cosas y pensé en irme definitivamente”, recuerda Armando.
En 2004, se escapó de Cuba a Curazao, una isla que formaba parte de las Antillas Neerlandesas hasta 2010. Se había incorporado a una tripulación de 24 hombres en el buque Tanque Ebro, como marino mercante y como chef. Durante el primer trayecto del viaje no faltaron los guisos, el pan y los frijoles rojos.
Cuando la embarcación atracó en el muelle de la Bahía de Curazao, Armando vio la oportunidad de abrirse al mundo y alejarse definitivamente de Cuba. El guardia de turno del buque se fue al baño y dejó sin supervisión la parte externa del barco. Fue cuando Armando, con un bolsito, bajó por las escaleras que conectaban la cubierta con el suelo de ese pequeño territorio.
Como su pasaporte original quedó retenido en manos del capitán del navío, nunca pudo tramitar una identificación de extranjero. Era un ciudadano ilegal. Aun así, se quedó durante el 2004 en Curazao, rehaciéndose como pudo: de cadete de oficina a cuidador de perros y a pintor.
Pero la situación de indocumentado lo llevó a aceptar la oferta de un hombre que cruzaba en lancha desde Curazao hacia las costas venezolanas. Porque era en Caracas donde podría ir a la Embajada. El hombre del bote llevaba mercancías de productos variados: pollos, quesos y otras cosas que nunca supo lo que eran. Dobló su cuerpo ancho para esconderse en el motor y así llegaron a la Vela de Coro, en las costas de Falcón. Y desde allí nunca más volvió a Curazao.
El 3 de setiembre del 2017, cuando se presentó en el puesto fronterizo entre Venezuela y Brasil, la funcionaria que los atendió les confirmó lo que ya sabían: Josmirt y Natasha podrían pasar pero Armando no. “Sabía que me estaba exponiendo a una suerte que no sabíamos cómo acabaría”.
Dadas las circunstancias tuvieron que activar el plan B: Armando pasaría la frontera por los montes secos evadiendo los controles policiales y con la guía de un coyote –un hombre bajo, macizo y morocho– que hablaba lo indispensable en un dialecto que no se entendía. Mientras tanto, Josmirt y Natasha lo esperarían en un taxi, al otro lado del monte.
Armando subió el cerro pero al momento de bajar la ladera del lado brasileño, se encontraron con un coyote que venía en dirección contraria. “Yo estaba muy nervioso. Y los escuchaba hablar entre ellos sin entenderles nada más que las expresiones y los gestos. La orden era no bajar porque los comandos estaban alertas”, recuerda.
Esperaron unas horas y decidieron arriesgarse y pasar de cualquier manera, aunque los revisaran. Subieron los tres al auto: Josmirt, Armando y Natasha, y por sugerencia del taxista dejaron visibles los documentos apilados en la rodilla de ella, colocando por último el pasaporte de Armando que no llevaba el sello del visado. Al llegar al puesto de policías, el agente que se les acercó se distrajo con un ómnibus de pasajeros que venía en dirección contraria. Dio un leve golpe al capó del auto y con esa señal autorizó el paso para entrar a Brasil, casi sin revisión.
Natasha y los aviones
Cuando llegaron a Madureira, los recibió por fin la hermana de Armando. El barrio les recordó a Petares, un lugar humilde de Caracas. “Teníamos otra imagen de Brasil. Lo que se ve afuera son los puntos turísticos del Cristo Redentor y grandes florestas, pero Rio es mucho más que eso”, explica Josmirt. “Sabíamos que era una ciudad peligrosa pero nunca imaginé ver a policías encapuchados y armados hasta los dientes como los del BOPE (Batallón de Operaciones Especiales), enfundados en sus pasamontañas a la entrada de la favela de Madureira”, dice Josmirt. “América Latina sigue padeciendo. Vemos que el dinero no llega a la gente por la corrupción, sabemos que es una ciudad que perdió dinero por el mundial de fútbol y un estado como el de Rio está en situación crítica, con sus cuentas en rojo”, analiza Armando.
De a poco, los vecinos, la señora que le alquila la casita y la Iglesia Evangélica del barrio les donaron camas, algunas sábanas, heladera, mesa, dos muebles y hubo también algo de ayuda con dinero.
Pero ahora, todo lo que recaudan proviene de la venta de los panes que venden tanto en la escuela de Natasha como en las ferias y en los cultos de la iglesia. “Soñamos con seguir avanzando y tener una panadería propia, que es lo que estábamos construyendo en Venezuela”, dice Josmirt. Pero no esconde su deseo de combinar esa actividad con la peluquería. Por eso, se sumó a un grupo de mujeres migrantes y refugiadas de venezolanas, congoleñas y angolanas que estudia sobre gestión de proyectos y emprendimiento en Brasil.
La situación de refugiado tiene mayores beneficios que la residencia, por el momento temporaria, que le otorgaron a Josmirt. Pero, si bien el gobierno brasileño reconoce la crisis humanitaria de Venezuela, no entrega con facilidad esa visa especial. Y la pequeña Natasha ha quedado entre dos categorías de definición de residente: al ser hija de un refugiado cubano y una residente temporaria venezolana, han debido presentar una declaración conjunta ratificando que están de acuerdo con que la niña obtenga la residencia.
El 6 de junio pasado, le entregaron a Armando su documento de refugiado que lo habilita a trabajar en igualdad de condiciones que cualquier nativo brasileño. “Fue suerte, como la historia que nos viene pasando en cada paso de frontera, pues la lista para el pedido de refugio tiene muchísimas personas como yo, tal como es el caso de mi hermana, que llegó antes que yo a Brasil”. Josmirt y Natasha fueron hace unas semanas a retirar el protocolo de la residencia al departamento de policía, que funciona en el aeropuerto internacional Galeão de Rio de Janeiro. Cuando salieron, Natasha miró por los ventanales los aviones y los señaló, volteó hacia su mamá y le preguntó: “Mamá, ¿vamos al avión para volver a casa?”.