Por Javier Alonso / @javier12mayo
Apago la compu, salgo por la puerta de la oficina y me dirijo a casa. Esta noche tengo cita con mis amigos para tomar algo y charlar en el bar de siempre, El Sanitos: buena música, buen ambiente, y a veces buenas peladas. Me da igual si este mes no cobro por no presentar todos los productos: hoy es viernes y tengo ganas de disfrutarlo a lo loco, así que voy a celebrar el término de esta semana por todo lo alto. Voy a colgar la corbata en el perchero y cambiarme esta camisa por la otra, la de farra, con su bordado fiestero y que me entalla la cintura, combinada con mi jeans y mis zapatos de marca. No sé si visto a la moda pero me da igual: cuando salgo a farrear voy cómodo, y eso es lo que importa. Cuando estás a gusto, el mundo se rinde a tus pies y todas las puertas se abren. ¡Hoy quemamos la ciudad!
Llego a la calle. Llueve. Salgo corriendo hasta el auto que he parqueado una cuadra más allá. El tráfico está imposible. Llego a casa, estaciono y subo tapándome la cabeza con el portafolios. Entro por la puerta. Me recibe Kathy, la perrita con la que comparto departamento. Me gusta tener perro porque un perro siempre se alegra de verte, llegues como llegues, es una descarga de energía positiva nada más entrar por la puerta. El perro da un amor incondicional, como pocas personas saben dar. La primera vez que yo recuerdo que aprendí a amar así fue cuando tenía 11 años, y fue precisamente gracias a la que entonces era mi mascota, Fernand, que apenas tenía 4 años (aunque era mayor que yo en años de perro). Fernand enfermó, y yo le había estado rezando mucho a Dios, “por favor, que no muera mi perro”, y estaba seguro que no iba a morir, porque alguien me dijo que si quería algo con mucha fuerza, se cumpliría. De veras que quería a ese perro… Lo quería de la forma como solo pueden querer los niños o los perros: un amor puro, incondicional y esperanzado.
La muerte de Fernand unas semanas después por hemorragia interna, supuso un descenso vertiginoso de mi fe en Dios, que hasta el momento actual no ha dejado de profundizarse en abismos insondables. He acabado convirtiéndome en un escéptico, un nihilista que solo cree en aquello que ve con sus propios ojos. Y aun así, siempre me asaltan las dudas.
Me quito mi ropa empapada y me pongo algo más cómodo. Tiempo para una cerveza viendo la tele, voy a esperar a que escampe para sacar a Kathy a pasear, luego me veo con los panas, ¡y farra! Abro la cerveza, y mientras pego un sorbo entro en el Whatsapp para quedar con ellos. ¡Listo! A las 8 nos vemos en El Sanitos. Tengo un par de horas para descansar en el sofá.
Hace ya tiempo que no me gusta ver la tele, ya solo la prendo por escuchar algo mientras trato de no pensar en nada. El run-run de los presentadores es como un mantra que me induce al sueño, una voz venida del más allá que me ancla en el más acá. Nunca escucho lo que dicen, solo les oigo, como letanías de iglesia que te conducen a un estado de trance hipnótico cercano al nirvana. Sin embargo, esta vez, para variar, presté atención: algo sobre la epidemia de ébola en África. Y es que, por lo que leí hace poco, los infectados mueren de forma terrible, por hemorragias internas, como le sucedió a mi añorado Fernand… El presentador ofrece muchos datos, y todos terribles: Guinea, Liberia y Sierra Leona… Más de 8000 infectados… No existe tratamiento ni vacuna, y es mortal en más de la mitad de los casos (del 25 al 90%). Un balance desesperanzador.
La esperanza… Yo sé lo que es perderla. La muerte de un ser querido y cercano es algo duro, sobre todo siendo un niño. Cuando eso sucede, puedes perder la esperanza en Dios, en la humanidad, en el cielo y en la tierra. Pero cuando lo malo te pasa a ti, cuando eres el protagonista en primera persona y sabes que te estás muriendo, mientras en la otra parte del mundo nadie (o casi nadie) hace nada por ayudarte… ¿perderías la esperanza entonces, o sacarías fuerzas de la flaqueza? No lo sé, me queda tan lejano todo aquello… En lugar de pensar en eso prefiero beberme esta cerveza, medio cabreado aún por lo poco eficiente que he sido este mes, lamentándome por no haber trabajado un poco más y haber chateado un poco menos, y por no poder cobrar. Cabreado porque mi vida no es perfecta. Prefiero elucubrar fríamente sobre mi egoísmo, como un analista imparcial, dispuesto a descubrir hasta qué punto puedo ser indolente hacia el mal ajeno, hasta qué punto puedo conmiserarme con la muerte y la enfermedad de otros y al mismo tiempo no hacer nada para ayudarles.
Pero tan malo no debo ser, ni tan egoísta… ¿Acaso no sufrí con lo de Fernand?, o dos años más tarde, cuando murió mi pez (ya no recuerdo su nombre) y lo vi flotando panza arriba en el acuario, o cuando murió Teresa, la hermana de mi madre… en su funeral vi a mucha gente llorando, y entonces me dio mucha tristeza y me puse a llorar yo también, sin saber muy bien por qué… Recuerdo esa sensación de pena, de soledad y de incomprensión. También sufrí mucho, ya más mayor, cuando me enteré del cancer de mi hermana, de la quimio que le hizo tomar ese aspecto cadavérico del que por suerte (y no gracias a Dios) se recuperó, o la vez que mi amigo Patricio me contó que le habían drogado con escopolamina, le robaron todas sus pertenencias y le dejaron tirado en la calle, medio desnudo, y luego estuvo con pulmonía varias semanas… ¿Acaso no fui a verlo al hospital? ¿Acaso no estuve al lado de mi hermana en esos momentos duros? Tan malo y tan egoísta no debo ser: me molesta el dolor ajeno. El problema no es el egoismo: el problema es que no tengo esperanza. No creo en el vecino, en los gobiernos, en los políticos, en el Banco Mundial ni el FMI, ya no creo en la Revolución Ciudadana, en la derecha ni en la izquierda, ya no creo en el futuro, ni en la salvación ni en la redención. Y lo que es peor: no creo en mí. No creo que nadie vaya a cambiar nada; y yo menos que nadie.
El presentador de las noticias acaba de decir que en España ha habido el primer caso de contagio por ébola en Europa. La primera víctima mortal no ha sido un humano, sino un perro: el perro de la pareja infectada. Un sacrifico en pos de la salud y el bienestar general. Una eutanasia preventiva para un animal que nunca hizo nada, y que posiblemente no estaba infectado. Muerto el perro se acabó el ébola, debieron pensar las autoridades. Cuántos humanos merecerían morir más que ese perro, pienso yo, empezando por aquellos que dictaminaron su asesinato, de forma fría y despiadada. Cuanta razón tenía Lord Byron con aquello de: “cuanto más conozco a los hombres más aprecio a mi perro”.
Termino mi cerveza, miro el reloj, y dejo de pensar en el ébola, en el amor de los perros, en Fernand y en Kathy, y en el egoísmo de la gente. Dejo de autoanalizarme y de justificarme. Cojo mi chompa y salgo al bar. Ya pasearé a Kathy a mi regreso. Hoy el mundo es un poco más triste que ayer, pero simplemente no quiero pensar en ello. Me refugio en mi vida, que no es perfecta, pero es mejor que la de un niño africano, o la de un perro. Sí que debo de ser egoísta, porque ese pensamiento de alguna forma me conforta. Ya dejo de pensar en estas cosas: mis amigos y la farra me esperan.