Por Verónica Potes
Las consultas populares son, desafortunadamente, otro más de los instrumentos democráticos secuestrados por los poderes de turno. El que las preguntas respondan fundamentalmente a un interés político pone a los electores en la disyuntiva de decir sí o no sin posibilidad de discutir los detalles. La cantidad de preguntas, los distintos temas, los anexos y las consecuencias de los resultados incrementan la incertidumbre. Con todo esto en consideración, cabe mirar al proceso como una oportunidad de informarnos para actuar, más allá del conteo de votos.
Sobre minería
No hay mucha claridad sobre cómo variaría el status quo de la actividad minera en el Ecuador luego de la Consulta Popular 2018. Lo único que añade el Sí al esquema legal es la prohibición sin condiciones de actividades en las áreas que señala, y la salvedad de que una declaratoria de interés público, transada entre el Ejecutivo y el Legislativo, pueda autorizar esas actividades. Esto, siempre que se interprete de buena fe el nuevo texto. Recordemos la pobre argumentación con la que el eje Ejecutivo-Legislativo autorizó la explotación del Parque Nacional Yasuní en los bloques Ishpingo-Tiputini-Tambococha (ITT), luego de rehacer mapas para evadir la prohibición constitucional.
Con respecto a la prohibición en zonas urbanas, la cuestión queda abierta ante la falta de precisión legal sobre quién define y cómo se delimitan esas zonas urbanas en el país. ¿Mantendremos la tradición de que cada municipio o concejo cantonal realice esa determinación desde lo local? ¿O el estado central buscará limitar esa capacidad de los Gobiernos Autónomos Descentralizados Municipales para evitar conferirles ese inmenso poder?
Durante los últimos 10 años, el Estado central buscó limitar lo más posible cualquier forma significativa de decisión local, sobre todo en temas como la disposición de los recursos naturales. Los cambios al régimen de consulta popular decididos por la ‘aplanadora legislativa’ en 2015, en apariencia inocuos, significaron un serio intento de coartar la capacidad de decisión local por dos vías: la una fue quitarle a los gobiernos locales la iniciativa para convocar a consultas sobre temas que, aún siendo de interés en su jurisdicción, cayeran fuera de su competencia, como el manejo de recursos naturales; y la otra, más tapiñada aún, fue borrar del artículo que reconoce la capacidad de la ciudadanía de convocar a consultas populares el texto “sobre cualquier asunto”. Con estos dos cambios, el gobierno central buscaba neutralizar las iniciativas ciudadanas antimineras en varias localidades del país. Recordemos la consulta ciudadana en Pacto, que por abrumadora mayoría rechazó la minería en esa zona. Aun cuando esa consulta no fue administrada por la función electoral, estuvo siempre respaldada en una interpretación proderecho de los mandatos constitucionales sobre participación ciudadana. Recordemos también que una iniciativa ciudadana sobre minería en Quimsacocha, con más firmas que las necesarias para convocar a una consulta, duerme el sueño de los justos en la Corte Constitucional hace varios años ya.
El Yasuní
Hay quienes aseguran que decirle Sí a la reducción de 1 000 a 300 hectáreas autorizadas de explotación petrolera es, en el fondo, legitimar la explotación que ya se está dando. Sin duda, podemos entenderlo así. Decir No legitimaría sin más el uso de 1 000 hectáreas para explotación con las consecuencias previstas en el entorno y en las comunidades amazónicas.
El valor moral del Sí confirma el rechazo a haber utilizado un recurso legal excepcional para intervenir más todavía un espacio que, desde 1979, fue excluido expresamente y sin excepciones de las actividades extractivas. El Sí ratifica el rechazo al despojo de los territorios de pueblos amazónicos, una realidad que ha azuzado aún más los graves conflictos sociales históricos que, incluso, han provocado decenas de muertes durante los últimos diez años. Pero el Sí no basta.
La ampliación de la Zona Intangible Tagaeri Taromenane a 50 000 hectáreas –una zona que está sujeta al mayor régimen de protección reconocido en el sistema legal ecuatoriano tanto para sus titulares, individuos y colectivos, como para el territorio– difícilmente puede tener detractores. Sin embargo, hay cuestiones a considerar de las que poco se ha discutido. El Colectivo Geografía Crítica publicó un informe en el que se demuestra que la reducción a 300 hectáreas para la explotación petrolera y la ampliación de la Zona Intangible podrían ser un eufemismo impracticable, y que la superficie de explotación ya ha sido desbordada ampliamente.
Además, varias organizaciones sociales, indígenas, ambientalistas, han mostrado su preocupación por el régimen de gobernanza y administración de la Zona Intangible. Hablamos de una zona reservada para los pueblos no contactados, quienes por esta misma condición no pueden ser conscientes de ejercer su derecho bajo los parámetros que contempla el Estado como lo comprendemos en Derecho. En consecuencia, quien se ha arrogado su representación es, precisamente, el Estado ecuatoriano. Pero, en la práctica, este Estado ha sido un débil e ineficaz garante del bienestar de esos pueblos y de sus miembros. La última matanza, posiblemente de todo un clan, fue el resultado fatal de la lenta respuesta de las agencias gubernamentales ante un incidente de violencia previo. Si a esto sumamos la falta de un justo reconocimiento estatal de los territorios ancestrales, no podemos dudar de que los intereses de los gobiernos de turno están supeditados a otros intereses más poderosos que el mismo Estado. Así, por ejemplo, entre el establecimiento de la Zona Intangible y su demarcación transcurrieron siete años y dos gobiernos. Posteriormente, el gobierno de Correa, ante la necesidad de legitimar la explotación, cambió mapas que daban cuenta de la presencia de esos grupos en la zona de los campos ITT. Desapareció a algunos grupos y dispuso su ubicación a su conveniencia.
Por otro lado, está el derecho a la autodeterminación de los pueblos amazónicos. La imposición de la Zona Intangible en territorios reclamados expresamente por pueblos sí contactados y tácitamente por los no contactados, se da en detrimento de su autonomía política.
Sin duda, la realidad impone mecanismos efectivos de protección a una población en peligro de extinción como los pueblos no contactados, amenazados por la expansión de las fronteras agrícola y colona, por la explotación petrolera y por los enfrentamientos con otros pueblos. Sin embargo, las posibilidades de convivencia pacífica entre estos pueblos, ya de por sí comprometidas por una realidad que supera las buenas intenciones, no se beneficia con la intervención estatal torpe y errática.
Es necesario proponer esquemas menos estatistas y más acordes con derechos como la autodeterminación de los pueblos involucrados. Es necesario reconocer las dificultades: los distintos niveles de contacto, los conflictos internos latentes y las limitaciones organizativas. El manejo ambiental y la realidad social de la zona deben ir de la mano.
Lo pendiente es levantar la mejor y más completa base de información para demarcar la ampliación en las 50 000 hectáreas, y discutir con los pueblos interesados un esquema de autonomía política y territorial que cumpla con los estándares del derecho a la autodeterminación de esos pueblos.