Por Jonathan Machado
Es viernes por la tarde. Las manos grandes de Zacarías están heridas, por eso se ocultan dentro de un par de guantes. Sus ojos pequeños, en cambio, esconden la tristeza detrás de un par de gafas. Está sentado en una mesa del mercado y dice que no le gusta que le vean porque es portador de virus y enfermedades. “Veinte años huyendo de la realidad no es para cualquier persona. En este tiempo he pasado por pruebas difíciles que me han hecho pensar que es hora de cambiar este ritmo. Ahora quiero recuperar algo del tiempo que desperdicié, aunque ya tenga 60 años”.
El regreso a casa es largo. La noche se aproxima y la zona es peligrosa. Se despide de sus amigas vendedoras y lleva consigo una funda de comida que le servirá para pasar la noche.
Zacarías se sienta sobre el colchón blanco, muerde un pedazo de pan, bebe una cocacola, se quita la gorra y las gafas.
Quienes lo han visto durante los últimos años cuentan que llegó un día de septiembre al mercado Andalucía, al norte de Quito. Gabardina café, gorra gris, pantalón azul y zapatos negros. Una especie de inspector Gadget. Su día a día ha sido limpiar los puestos de los comerciantes y ganarse unos centavos haciéndoles los mandados. “A los 18 años me casé. Nunca digo su nombre porque me trae los peores recuerdos. Ese matrimonio fue lo peor que me pudo haber pasado. Lo único bueno que saqué fueron dos hijos de los que no sé nada”.
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Como cada noche, esa noche el capitán Patricio Vargas llevaba adelante un operativo policial. Dos camionetas y tres motos iluminaban el camino que conducía hacia una montaña sin nombre, uno de esos lugares con los que estamos familiarizados porque están siempre en nuestras narices, aunque no nos importe lo que ocurre en sus entrañas. El capitán iba al frente de doce policías. Dio la orden de apagar las balizas y el lugar se convirtió en un siniestro vacío. Cuando los ojos de los gendarmes se acostumbraron a la penumbra, Vargas levantó la mano e hizo un gesto. Era hora de caminar. Transcurrieron 45 minutos de oscuridad en medio del bosque, entre maleza, a través de senderos hostiles. Los haces de luz de las linternas no ayudaban mucho, pero todo indicaba que en la zona solo dormitaba la soledad y cierto misterio, como cada noche. No pasa nada, murmuró el capitán y dio la orden de regreso.
Pero, a lo lejos, un policía hizo brillar su linterna: la encendía y la apagaba como si ensayara un gesto desesperado.
Una cueva, un hombre, una vida.
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Galo Morales Cobos nació en una familia católica. Tenía haciendas en Santo Domingo de los Tsáchilas. Cuando llegó a la adultez, cada tres semanas viajaba desde Quito para controlar que la producción de moras fuera por buen camino. Toda la cosecha se la vendía a las productoras de gaseosas. Así transcurría su vida y su matrimonio. “¿Quieres escuchar el mejor consejo de tu vida? Nunca dejes sola a una mujer bonita”. En uno de esos viajes a las fincas descubrió que su mujer mantenía una relación con uno de los propietarios de las empresas que compraban la mora de sus tierras. “Ese fue el dolor más grande que pude haber tenido. Ni la muerte de mis padres me afectó tanto”. Desde ese día, Galo dejó sus propiedades y su dinero. Sus viajes a las fincas fueron reemplazados por la rutina de vivir de las limosnas. “Dejé mis empresas, mis hijos y mi familia. No quise saber nada más del mundo. El engaño de mi esposa me mató. Vivía para morir lo más rápido posible”.
La choza de madera de cuatro metros que construyó en la ladera de una montaña se llenó con una olla para calentar el agua a leña, lentamente, como la vida de la montaña; una cobija celeste, otra roja, y su colchón blanco. Al fondo de su guarida hay libros viejos, sus compañeros durante los 20 años que ha vivido ya en la montaña y rezagos de su educación en colegios jesuitas, donde además aprendió a hablar inglés. Cuatro de esos libros son de su autoría. También hay una Biblia. “Escribí esos libros que cuentan cómo sobreviví estos años en medio del bosque. La confianza en Dios –besa un rosario que saca de un bolsillo del pantalón– fue la que no me dejó morir. Zacarías significa ‘Jehová se ha acordado’. Y sí, él se acordó de mí y aquí estoy. I’m Zacarias. I want a new life.
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Luego del hallazgo, el capitán Vargas se encargó de buscar apoyo de instituciones públicas y privadas para que Zacarías dejara el bosque.
Las autoridades del Registro Civil empezaron a recopilar datos hasta que el 31 de marzo del 2014, el director provincial los recibió y les explicó que el proceso de verificación duró tres semanas y que se había constatado que el ciudadano Galo Amílcar Morales Cobos nació el 2 de agosto de 1953. Que es quiteño y que había cumplido 60 años.
–Es que no le podíamos creer –contó Vargas–. Pensamos que estaba loco. Si una persona que vive en condiciones precarias le dice que es millonario, estoy seguro de que usted no le va a creer…
El dato que no estaba claro fue su estado civil. La última información señalaba que era casado, pero ahora, podía decidir un nuevo estado, en vista de que habían transcurrido tantos años sin saber de su familia.
Zacarías –o Galo– decidió ser soltero.
El capitán Patricio Vargas ha sido una de las personas más importantes en la vida de Galo Morales Cobos. Siguió el caso muy de cerca. Luego de que se certificara su identidad oficialmente, una familia de la ciudad de Macas, en la Amazonía ecuatoriana, ofreció a Galo Morales Cobo una vivienda a cambio de trabajo. Sin embargo, en uno de los viajes que el capitán hizo para visitarlo, supo que Galo un día se marchó. Hasta ahora no se sabe nada de él. Si bien a los oídos del capitán llegaron rumores de que lo habían visto en Chile, nadie ha comprobado eso.
Un día, Galo Morales Cobo quiso empezar de nuevo. Quiso olvidar que un día le robaron su colchón blanco y sus cobijas. Galo quiso olvidar que unos ladrones lo golpearon y que quemaron su casa y sus libros, que tuvo que volverlos a escribir, que estuvo a punto de morir por la mordida de un perro rabioso. Galo quiso olvidar que un día su exesposa lo engañó y que fue Zacarías para olvidarla. Lo único que no querían olvidar Zacarías ni Galo es que tienen dos hijos y que antes de morir querían volver a verlos.