Por Nicolás Navarrete
En 2011 estuve por primera vez en el Chaltén, provincia de Santa Cruz, Argentina, y quedé alucinado con la belleza de las torres de granito que salían del suelo de la Patagonia. Daniel ‘El Bagre’ Carrión y yo intentábamos hacer el primer ascenso ecuatoriano al Fitz Roy, por vía franco-argentina: el primer tramo de esa ruta tiene 300 metros, que conducen a una especie de ventana donde se puede ver el macizo del Cerro Torre (3.133 m) y algunas agujas más. Escalamos los 300 metros de terreno mixto (hielo y roca), emocionados de poder ver el cerro Torre enfrente. Luego, avanzamos los últimos metros hacia esa especie de ventana y quedamos perplejos, sin poder hablar. Pero no precisamente por el Torre sino por una misteriosa aguja que aparentaba haber sido decapitada. No sabíamos su nombre pero las ganas de conocer sus perfiles y saber qué se siente estar en su cumbre eran muy fuertes.
No dejé de pensar en esa misteriosa aguja. Cinco años después, en 2016, finalmente me embarqué en una compleja aproximación que duraría diez horas y me dejaría al pie de la ansiada Desmochada (2.800 m).
Con mis compañeros Roberto Morales y Felipe Guarderas, grandes escaladores y excelentes seres humanos, entramos en un mundo de granito con piedras apiladas sin orden y perfiles de roca bellamente cortados por las fuerzas del universo. El Chaltén nos deparaba una jornada agotadora. Recuerdo que derretíamos nieve en un rinconcito mientras cenábamos lo poco que teníamos, pero el paisaje que nos rodeaba era fantástico.
Nuestro itinerario proponía dos días y contábamos con desayuno, cena y barritas energéticas para la escalada. Pensábamos en la siguiente cena, que sería en el Chaltén, con todos los nutrientes para reponer nuestra exitosa andanza. La semana anterior habíamos tenido una aventura épica en el San Lorenzo, lo que suponía una gran motivación para continuar el viaje.
La carga física no había desaparecido, además contábamos con una baja representativa en nuestro equipo humano: Felipe recibió un impacto de un trozo de hielo, que se desprendió durante nuestra retirada del pilar sur del San Lorenzo y, por suerte, salió caminando por su cuenta de nuestro apartado campamento. A pesar de eso, seguimos estimulados con las caminatas y escaladas en el Chaltén.
Nos preparamos para pasar la noche con nuestras bolsas de dormir, antes de subir los 750 metros verticales en la Desmochada. Apenas comenzaba a dormir cuando sonó el despertador: eran las cinco de la mañana, hora de hidratarse y desayunar. El primer tramo de la pared fue bastante fácil; nos condujo a una especie de terraza donde la Desmochada comenzó a darnos guerra. La Desmochada estaba decidida a aniquilarnos.
La ruta transcurría por un sistema de diedros de granito perfecto, en algunas secciones ligeramente desplomado. Cada uno de sus largos nos fue restando energía. Todo el tiempo estuvimos bajo sombra con una temperatura soporrtable. Hubo momentos fríos, pero en este tipo de escaladas no puedes pedir condiciones totalmente adecuadas. Es muy común encontrar fisuras heladas y otras mojadas, esto es lo que hace una escalada aventurera. Los perfiles verticales nos guiaron hacia la cumbre, que parecía distante a pesar de nuestro paso. Los calambres, producto del cansancio, se hacían presentes y como guerreros, a pesar de las heridas, seguíamos dando todo.
Navegando por sistemas de fisuras llegamos a la parte superior de la Desmochada: nos quedaban largos más fáciles. Ese día no llegaríamos al pueblo, por lo tanto, no habría cena ni desayuno.
Cuando por fin alcanzamos la bella cumbre, a las cinco de la tarde, el tiempo que había pasado desde que la vi por primera vez pareció un suspiro. La sensación de estar en la cumbre no es del todo satisfactoria; sabíamos que nos esperaba un largo regreso, así que comenzamos a repelar los 750 metros escalados. En la Patagonia es casi una regla que la cuerda se quede atascada durante la bajada. Es parte del juego.
A las tres de la madugada llegamos a Niponino, un campamento que está en la mitad del valle entre la cara Este del cerro Torre y la cara sur del macizo Fitz Roy. Caímos rendidos dentro de nuestras bolsas de dormir. A la mañana siguiente despertamos en un paisaje impresionante: con dos barritas energéticas el regreso comenzó. Nuestra motivación nos dejaba empezar a planear la siguiente escalada, es que la energía de ese lugar es abrumadora. Durante el camino de vuelta hubo quien nos regaló algo de comida y ese fue el combustible con el que llegamos a casa.