“Es posible volar sin motores, pero no sin conocimiento y habilidad. Considero que es esto algo afortunado -para el hombre- por causa de su mayor intelecto, ya que es más razonable la esperanza de igualar a los pájaros en conocimiento, que igualar a la naturaleza en la perfección de su maquinaria”.
Wilbur Wright
Por Francisco Ortiz / @panchoora
¿Por qué contentarnos con vivir a rastras cuando podemos volar? Esta es una de las preguntas más antiguas del ser humano. Ese deseo de suspenderse en el cielo en completa libertad lo ha llevado a experimentar mil maneras de sentir el golpeteo del aire en el rostro. Desde Ícaro y sus alas de cera derretidas hasta el extraño diseño del Puffin de la NASA, el capricho humano por conquistar el cielo no se ha detenido nunca.
Uno de los más ingeniosos y sencillos inventos para simular el acto de volar es el parapente o paracaídas de pendiente, y es ese el que escogí para realizar mi primera aventura aérea.
Casco y arnés bien ajustados y una corta carrera sobre la ladera oriental del cerro Auquichico, ubicado a 3 050 metros de altitud, en el barrio Monjas Alto, al este de Quito, fueron el portal que debí cruzar antes de entregarme al cielo. Mientras mis piernas se despegaban temblorosas de la tierra, la voz de Santiago Pérez –mi piloto de vuelo– me pedía que continuara corriendo hasta que el aire engordara la vela y nos elevara. Una respiración entrecortada y el pulso eufórico del corazón fueron lo único que logré escuchar durante el despegue.
¡Wow, estoy volando!, pensé, mientras comprobaba con chulla mano que todos los seguros de mi equipo estuvieran bien ajustados.
Dicen los profesionales que anclar el arnés a la vela es el acto de mayor angustia antes de saltar. Y doy fe de que es así. Ya en el aire todo fluye, el miedo se va junto con la primera bocanada de aire que entra a los pulmones. El azul incomparable del cielo quiteño hace que me pierda en el infinito. Desde arriba es inevitable darse cuenta de lo pequeños que somos. Polvo de estrellas ante un universo grandioso pintado con los mismos colores del papel crepé.
Esta idea de aventurarme en el aire comenzó a mediados del 2016, cuando visité la casa de Carla Pérez, la primera mujer latinoamericana en coronar el Everest sin oxígeno. Durante la entrevista que hice a Carla, conocí a Santiago, su padre, presidente de la Federación Ecuatoriana de Deportes Aéreos. Mientras charlábamos me invitó a que volara con él una vez que terminaran los vientos de verano. Vino diciembre y sus fiestas y ese día que parecía tan lejano al fin llegó.
Fue sencillo llegar a nuestro punto de encuentro, nunca imaginé encontrar tanta gente amante de este deporte junta. Desde lejos reconocí a Santiago. Su cabeza, pintada del blanco que nos regala el tiempo, estaba toda alborotada por el viento. Su barba, camuflada entre contadas hebras negras, me hablaba, por así decirlo, de su experiencia. Eso me dio calma, sabía que ese hombre con quien volaría tenía todas las horas de vuelo necesarias como para que no pasara nada malo.
Hicimos un rápido recorrido por la zona de aterrizaje. Varios chicos dibujaban un gran círculo sobre el césped en el que los pilotos debían llegar lo más cerca de su centro. De pronto otro muchacho de menos de treinta años se nos acercó…
-Te presento, él también es Santiago, mi último hijo. Con él volarás.
¿Y ahora? pensé hacia adentro, tratando de no ser grosero.
Mientras la lenta agonía seguía su curso, Santiago –el padre- me fue tranquilizando al contarme que ese muchacho que estaba intercambiando velas para poder volar conmigo era uno de los pilotos más experimentados del país, llevaba más de quince años en el deporte. Recordé entonces a Carla y todo su profesionalismo al escalar montañas y automáticamente me tranquilicé. Seguro que por las venas de toda esta familia corre la misma sangre –pensé-, así que ¡nada que temer!
El parapente, como deporte, nació en Francia a principios de los años 80 por iniciativa de varios alpinistas que querían descender rápidamente las montañas y no hacer a pie toda la caminata de regreso. Esta singular aeronave es la más lenta que existe. Se estima que la velocidad de caída está en los 60 kilómetros por hora.Tiene un planeo promedio según su modelo y características: de 7:1 los básicos; de 9:1 los de competición. Esto significa que por cada metro que descienda la vela se avanzan 7 o 9 metros, respectivamente.
Hay que saber que el parapente es un planeador ultraligero flexible. Visualmente guarda cierta semejanza con los paracaídas deportivos. Al despegar, volar y aterrizar aplica la misma experiencia que los vuelos de planeadores, es por eso que es considerado el resultado de la hibridación y evolución de ambas aeronaves. De ellas ha heredado mucho, sin embargo mantiene identidad propia.
Mientras caminaba junto a Santiago por la pista de aterrizaje, rumbo al camión que nos subiría al cerro Auquichico, él me explicaba que lo primero es la seguridad, que se debe tener un equipo completo y en buen estado: una vela, un arnés, un paracaídas de emergencia, casco, radio y el variómetro. Si un piloto pesa 70 kilos, más el peso del equipo, necesitaría que su vela soporte al menos 100 kilos, incluido el paracaídas de protección, que es el seguro de vida.
Antes de embarcarme en el camión, Santiago me dio unas rápidas clases de meteorología… Me explicó que es muy importante interpretar cómo está el viento, si hay peligro de lluvias o si las corrientes de aire podrían dispararse. Como es un deporte de alto riesgo siempre se debe viajar con un anemómetro para revisar los vientos y la temperatura atmosférica. Si el viento está a más de 28 kilómetros por hora, no se puede despegar. Tanto al levantar vuelo como al aterrizar, el viento debe estar enfrentado al piloto, eso le ayuda a elevarse o a disminuir la velocidad antes de tocar tierra.
–Jamás vueles solo –me dijo finalmente, mientras estrechamos las manos y nos deseaba buena suerte–, siempre es importante la opinión de otros pilotos más experimentados para que todo salga bien.
Sobrevolamos la avenida Simón Bolívar y los autos allá abajo parecían pequeñas hormigas motorizadas que iban y venían. Seguimos bajando y a nuestros pies ya se podían identificar las primeras casas con piscinas de Lumbisí. Volábamos sin aletear. ¡Quería llorar! ¡Quería gritar!
Santiago se acercó a mi oído y me preguntó si estaba listo para dar unos pequeños giros. Solo logré forzar una sonrisa. De pronto alcancé a ver la vela que comenzaba a girar a toda velocidad. Cielo, tierra, cielo, tierra, cielo, tierra… fue el único registro que tuve, más la fuerza centrífuga de los giros. El corazón se me estiró mientras el resto del cuerpo se puso rígido y frío como el de un muerto. De pronto todo pasó. El piloto tomó con fuerza los controles de su planeador ultraligero y lo estabilizó con mucha destreza. La sangre volvía a inundar mis deltas internos. Más tarde, en tierra, me contó que todo piloto debe realizar estos ejercicios de giros para saber cómo reaccionar en caso de un accidente real. Pese a que la siniestralidad es muy baja en este deporte –la mayoría de accidentes se da por errores humanos–, la velocidad que puede alcanzar un parapente al caer en círculos es de hasta 2 Mach, lo que significa que el cuerpo cae a una velocidad dos veces superior a la velocidad del sonido. El número de Mach es un término constantemente utilizado por los ingenieros aerodinámicos para tratar el movimiento de los fluidos sobre los objetos. Es por eso que en muchos casos los pilotos llegan a desmayarse en el aire o no logran siquiera abrir el paracaídas de emergencia debido a los efectos de la fuerza centrífuga.
El vuelo circular de dos gallinazos muy cerca de nosotros hizo que cambiáramos de rumbo. Santiago quería ver si podía alcanzar esa misma corriente de aire caliente que sube para formar las nubes. Los pilotos experimentados siempre siguen el vuelo de estas aves, pues son ellas las que señalan el mejor sitio para elevarse.
Subimos rápidamente varios metros y a partir de ese momento todo fue un suave planeo. Pasamos sobre una arboleda y, al final, el gran círculo donde debíamos aterrizar se aproximaba a una velocidad vertiginosa. Santiago, mientras tanto, me daba las últimas instrucciones para no tener problemas en el aterrizaje:
–Cuando te diga, levantas las piernas y me dejas que yo toque el suelo primero. Tú aterrizarás sentado –me explicó, mientras se escuchaban por el walkie-talkie las últimas instrucciones.
¡Lo logramos! Habíamos tocado tierra a unos dos metros del gran círculo. Nada mal para un principiante.
Dos lágrimas rodaron mientras abrazaba a Santiago emocionado y le agradecía por tan increíble aventura. Es un sentimiento muy extraño ese de volar con alguien a quien no conoces nada y le confías tu vida, sin embargo, creo que en ese momento se construye un lazo que nunca más se romperá.
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Si estás interesado en hacer tu primer salto, comunícate con la Federación Ecuatoriana de Deportes Aéreos, el viaje con todo el equipo necesario, más el transporte, oscila entre 60 y 90 dólares por persona. Pero si lo que quieres es ser piloto, el curso tiene un costo de entre 400 y 500 dólares, y el precio de un equipo completo alcanza aproximadamente 3 000 dólares como base.