#ChullaDiva
Por María del Pilar Cobo G. / @palabrasyhechos
Miro hacia afuera de la ventana de mi cuarto, en una casa de Buenos Aires. El cuarto es como una casita, pequeña e independiente, que da hacia la piscina (aún me niego a llamarla pileta). La lluvia cae y las gotas forman sobre la piscina una infinidad de círculos concéntricos. Hace un poco de frío, aunque no tanto como el que se pronosticaba para estos días.
Han pasado cuatro meses desde que llegué a esta ciudad y no dejo de preguntarme qué hago aquí. ¿Qué hago aquí, a miles de kilómetros de Quito, en esta ciudad enorme que se repite hasta el infinito como los círculos concéntricos sobre el agua? ¿Qué hago aquí, en la parte trasera de una casa enorme mirando caer la lluvia? ¿Qué hago aquí?, me pregunto mil veces desde que llegué. Ensayo respuestas: estudio una maestría, escapo de Quito, busco nuevos aires, me busco… Todas las respuestas son verdaderas y válidas pero ninguna me satisface. Mientras miro la lluvia desde la ventana de mi cuarto, pienso en las razones que me trajeron. Hubo un momento en que Quito llegó a asfixiarme, en que no soporté el ruido ni el polvo de las construcciones ni el tráfico ni el circulito intelectual. Llegó un momento en que Quito empezó a vomitarme.
Entonces hui al campo y viví uno de los tiempos más bonitos de mi vida. Cambiar un paisaje plagado del gris de los edificios y el olor a esmog, orina y caca de perro, por el verde del cerro Ilaló y el aroma a bosque y a aire puro fue un paso inmenso, un obsequio maravilloso. Además, por mi trabajo freelance no tenía que subir a la ciudad más que un par de veces por semana y algunos días a visitar a mis papás. Y, como si fuera poco, tenía a alguien con quien compartir las noches estrelladas, la paz y el milagro del silencio. Pero mi alma, alada e inconforme, necesitaba irse todavía más lejos. Entonces, de pronto, busqué universidad, encontré la maestría soñada, envié los papeles, vendí todas mis cosas, empaqué las que no quise vender, encontré donde vivir y me fui sin mirar para atrás.
Pero nunca puedo irme sin mirar hacia atrás. Es más, siento que es una obligación mirar hacia atrás y preguntarme constantemente por las razones que me traen a donde estoy. Decidí irme porque mi alma me lo pedía a gritos, porque sentía que no ganaba nada quedándome en mi zona de confort, porque la única manera de amar mis anclas es traicionándolas con mis alas. Me pregunto qué sentido tenía dejar todo por esto tan incierto, por pagar un cuarto el doble de lo que pagaba por un departamento con dos terrazas, por tener que moverme en buses cuando tenía mi propio auto, por tener que tragarme la soledad, y la ansiedad de esperar conexiones en lugar de abrazar, besar, conversar, bailar y compartir en vivo y en directo. Pienso que debo estar loca para cambiar todo lo que tenía por estar aquí donde no tengo nada.
Sin embargo, pienso en lo que hubiera pasado si no me hubiera ido. Nada, no habría pasado nada. O tal vez sí. Pero sé que mi alma seguiría preguntándose qué hay del otro lado y Quito me seguiría vomitando. Miro llover desde mi ventana y quiero ahogar en la piscina todas las preguntas. Quiero que el agua se calme para que poco a poco vayan emergiendo las respuestas. No es momento para llorar ni para sufrir por el desarraigo, es momento de dejar que la vida se acomode, que el piso deje de moverse. Luego, con la paz que viene después del caos, será posible evaluar las pérdidas y las ganancias. Por el momento, brindo por este acto de valentía y por todas las cosas que me va enseñando el camino.
María del Pilar Cobo (Quito, 1978) es correctora de textos, editora, lexicógrafa, profesora de redacción y analista del discurso en ciernes. Escribe una columna sobre lengua en una revista semanal y ama leer los prólogos de los diccionarios y libros de gramática. Aparte de su pasión por analizar las palabras, también escribe sobre la vida, los viajes y las cosas que nos pasan cuando nos acercamos a la mediana edad. Por ahora vive en Buenos Aires y no sabe cuál será la próxima estación.
Me encanto!!!!!