Por Yadira Aguagallo / @yadira_lach
Iktsuarpok es una palabra en inuit -proveniente de las lenguas nativas de los esquimales- que representa esa impaciencia, esa anticipación, esa urgencia por salir a la puerta, avanzar hasta la esquina, llevarse la mano a la altura de la frente y tratar de visualizar la llegada de alguien, como si aquello ayudara a que sus pasos se hiciesen más rápidos.
Es la espera ansiosa, es la proximidad de lo imposible, es una sensación de hambre que se ubica en el espacio que separa a la garganta del estómago, es una estocada en el hueco que se forma entre la primera y segunda costilla. Es una punzada en la parte externa de la mano que se irradia hacia el brazo y llega a la cabeza como un látigo. Y como el esperado no llega; y como cada movimiento del segundero remite más y más al paraje helado de Alaska; y como la noche se instala; y como el viento pone lágrimas en los ojos, Iktsuapok se traslada al vientre, a los muslos, a las piernas, a los dedos de los pies.
Por mucho tiempo he tratado de poner en palabras cómo se siente la impunidad. La búsqueda rápida en internet la define como la excepción del castigo o escape de la sanción, pero el diccionario no alcanza, porque la dimensión de lo impune se siente cada día, a veces por tres segundos a veces por horas. No es solo un término judicial; a veces, ni la lucha por los derechos humanos alcanza para describirla, si bien ayuda a canalizarla.
Esta misma columna, cuyo motivo es, como ya lo adelantó Diego Cazar Baquero, editor de La Barra Espaciadora, la conmemoración de la impunidad en la que se encuentra el secuestro y asesinato de los periodistas Paul Rivas, Javier Ortega y Efraín Segarra cuatro años después de que ocurrieran los hechos, lleva más de 8 días gestándose, hasta que recordé a los dos párrafos iniciales de este texto que se encontraban en una libreta, de esas tantas que recogen acuerdos incumplidos de reuniones fallidas con autoridades que por 4 años han ofrecido establecer la verdad, hacer justicia, evitar repetición.
Los escribí el 7 de diciembre de 2018 en el vuelo de regreso de Washington a Quito, horas después de la audiencia pública de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en la que los estados de Ecuador y Colombia debían exponer de qué forma habían garantizado la investigación y sanción del secuestro del equipo periodístico en Mataje, el 26 de marzo de 2018 y de su asesinato, cuya fecha aún se desconoce, en una zona rural de Nariño. Ahí, ante Andrea Ortega (hermana de Javier), Patricio Segarra (hijo de Efraín), Ricardo Rivas (hermano de Paúl) y yo (expareja de Paúl), el procurador general del Estado, Iñigo Salvador, pronunció las palabras que nos sentenciaron a una vida de espera: Ecuador -dijo Salvador- no era responsable de los hechos, toda vez que Paúl, Javier y Efraín habrían cruzado la frontera por su cuenta (esta tesis ha sido desmentida por la misma documentación que reposa en el expediente fiscal), habrían buscado ser secuestrados y habrían sido asesinados en Colombia, lo que al Estado le eximía incluso de la responsabilidad de investigar.
Y no es que antes las autoridades no nos hayan lanzados golpes, el primero ocurrió la misma noche del secuestro, cuando tras el anuncio fueron nulas las explicaciones de cómo proceder, qué hacer, qué protocolos se usaban, qué planes se tenían, qué equipo estaba a cargo. O como cuando se decía que se negociaba y horas después se anunciaba que no había negociaciones en camino. O cuando pedíamos información y nos era negada. O como cuando los vimos por la televisión, encadenados y suplicando por sus vidas; pero ellos, los integrantes del infame Comité de Crisis con el hoy fiscal subrogante Wilson Toainga a la cabeza, ya tenían conocimiento de que ese era el estado de la situación de Paúl, Javier y Efraín, y callaron. O como cuando mi situación de mujer, soltera y joven me era recordada durante los 18 días de suplicio que duró el secuestro, como una razón para no recibir información. O como cuando los oficiales de Criminalística quisieron que el hijo de Efraín, la madre de Javier y yo corroboremos que las fotos en las que aparecen muertos correspondían con sus señas personales. O como cuando negaron su asesinato hasta el mediodía del 13 de abril. O como cuando se excusaron de darnos un plan para recuperar sus cuerpos. O como cuando dejaron que viéramos primero por la televisión las imágenes de un helicóptero recogiendo tres cadáveres envueltos en una sábana blanca, en lugar de levantar el teléfono y contarnos lo que ya sabían.
Lo ocurrido en el pleno de la CIDH fue una sentencia porque tuvimos la certeza de que el camino hacia la verdad y la justicia duraría lo que duran los procesos internacionales: 15 años, con suerte. Porque luego de tres reuniones de trabajo con la Relatoría para la Libertad de Expresión, en las que los representantes del Estado prometieron investigación, trabajo articulado con las familias, establecimiento de responsabilidades y más ofertas que constan en mis libretas, entendimos que una vez más fuimos burlados y que, así como abandonaron a Paúl, Javier y Efraín en medio de la selva del sur de Colombia, a nosotros también nos condenaron a la eterna espera, a que las sensaciones que se desprenden de Iktsuapok sean aquellas que nos gobiernen en cada nuevo aniversario, al caminar por la Plaza Grande o cuando miramos el edificio de la Fiscalía.
Desde ese día y ya de manera oficial, Ecuador no haría nada porque optó por la impunidad; y, cuatro años después, si algo se puede reconocer es que han sido firmes en su decisión, si algo han respetado ha sido su pacto de silencio, si en algún aspecto se han comprometido ha sido en promover el olvido. Solo así se explica que tras cuatro fiscales del caso y cuatro fiscales generales (Carlos Baca Mancheno, Paul Reina, Ruth Palacios y Diana Salazar), que prometieron que en su gestión el caso sería de alta relevancia, este siga en investigación, sin respuestas.
Y no se trata solo de la improvisación demostrada por el gobierno de Lenin Moreno y sus ministros del Interior, Defensa y Relaciones Exteriores en el manejo de la crisis, no son solo las mentiras de sus asesores en la Presidencia, la impunidad de este caso es a escala estatal, porque Guillermo Lasso ha faltado también a su promesa de desclasificación de la información contenida en las actas del Consejo de Seguridad Pública, porque su gabinete de Comunicación sigue sin acoger las recomendaciones que le hiciera la CIDH al Estado para salvaguardar la vida de los periodistas.
Esta sensación de asomarse a la ventana para apresurar el arribo de una justicia que nos es negada sistemáticamente. Esta proximidad de lo imposible como forma de vida. Esta ansiedad disfrazada de normalidad. Esta necesidad de recordar y relatar como único ejercicio para contrarrestar esa desolación que se apodera del ambiente cada 26 de marzo.
Yadira Aguagallo es periodista y experta en generación de contenidos para manejo de crisis y diseño de estrategias de comunicación para situaciones de alto impacto. Es magíster en Gestión del Desarrollo (PUCE) y tiene un posgrado en Comunicación y Cultura (Flacso Argentina).
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